TRIBUTO A ETHAN COEN: 35 AÑOS DE CARRERA ARTÍSTICA

¿Qué es ser estadounidense? Un ensayo sobre el cine de los hermanos Coen

Los hermanos Coen no han hecho otra cosa que preguntarse qué significa ser estadounidense, y hasta qué punto los mitos de colonización, expansión y redención han moldeado esa identidad compleja. Un ensayo sobre su cinematografía.

Sara Malagón Llano*
25 de febrero de 2019
'Fargo' (1996), de Joel y Ethan Coen. Frances McDormand interpreta a Marge Gunderson, una policía que investiga unos extraños homicidios en Minnesota.

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A los hermanos Joel e Ethan Coen los conocen como “the two-headed director” (el director bicéfalo) porque han hecho todo su cine juntos. Joel generalmente dirige, Ethan produce, y ambos escriben y editan con el nombre de un editor ficticio, Roderick Jaynes. Aunque son un referente del cine independiente en Estados Unidos y tienen su propia productora, su cinematografía se mueve sin problema entre el cine de culto y el comercial. Juntos han hecho comedias, westerns, cine negro e híbrido. Solo han filmado una película con tecnología digital, The Ballad of Buster Scruggs (2018), un western distribuido por Netflix que reúne siete historias fronterizas. Algunas veces han aludido a su origen judío en sus obras. Más veces se han referido al dinero, el azar y la violencia. Y siempre han hablado de Estados Unidos, su país de origen, de manera crítica y satírica.

Hay quienes dicen que los hermanos Coen son, de hecho, “los más ‘americanos’ de los directores ‘americanos’” –me permito aquí el término abusivo del imperialismo norteamericano– porque a excepción de un corto de la obra Paris, je t’aime (2006), han filmado todas sus películas en Estados Unidos y hablan de Estados Unidos: un país que en sus historias es tierra de nadie y tierra de todos, la expresión del desarraigo y, al mismo tiempo, del sentido más ingenuo de la oportunidad. El país que retratan es siempre un territorio político, y su pregunta más insistente es qué significa ser un ciudadano estadounidense abandonado a su suerte en el ingobernable extremo sur, en conflicto permanente con su vecino meridional; o en el extremo norte, con igual ausencia del Estado y un sentido del orden y la calma solo aparente; o en el extremo oeste, donde el capitalismo es una puerta falsa que en realidad se cierra más de lo que se abre; o en el extremo este, donde la procesión va por dentro.

La invitación de Ethan Coen este año al FICCI pudo haber sido casual, pero es posible leerla como un homenaje a un cine que desde su lugar político y social –como sucede con otras muestras de esta edición– no ha hecho otra cosa que preguntarse qué es su país, y cómo los propios mitos fundacionales de colonización y expansión lo hicieron ser lo que es.

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Por eso, para entender gran parte de la producción de los Coen, incluyendo su película más reciente, hay que volver al mito de la frontera en Estados Unidos. Ese concepto definido como el borde de la civilización, particularmente durante períodos de expansión se desarrolló entre los siglos XVII y XX, desde la llegada de los europeos a la costa este y su expansión por América del Norte. Ese periodo se convirtió en un motivo romántico de la literatura y el arte, y estos le dieron forma al mito.

El académico Richard Slotkin contribuyó a moldear ese imaginario al definir a Estados Unidos así: “Una tierra abierta, de oportunidades ilimitadas para que el individuo fuerte, ambicioso y autosuficiente se abra paso hacia la cima”. El oeste se idealizó, entonces, por vía del desconocimiento y la imaginación para alentar su conquista: el oeste era lo desconocido y, por tanto, la tierra de lo posible.

Por eso la identidad estadounidense se construyó exaltando a los ganaderos que avanzaban hacia el extremo opuesto en busca de tierras, y enalteciendo el dominio de la naturaleza y sus pobladores originales, los nativo-americanos. Estados Unidos se convirtió en una tierra de oportunidades solo para que los más “fuertes” conquistaran y luego explotaran sus recursos, lo que dio paso con los años al desarrollo de una nación industrial y capitalista. Se instauró así, tan hábilmente, un modelo ideológico absolutamente patriarcal, que privilegiaba la fuerza y la violencia, y que logró sus más idealizadas interpretaciones en la literatura, el cine, la música e incluso el periodismo y las campañas publicitarias de cigarrillos.

LA PERVERSIÓN DEL WESTERN

Los Coen han mirado ese mito críticamente, y con mucha ironía, en varias de sus películas, pero especialmente en una, trastocaron completamente sus órdenes. Se trata de No Country for Old Men (Sin lugar para los débiles, 2007), uno de los filmes que aparecerán en el tributo a Ethan Coen en el FICCI, y tal vez la obra más violenta y descarnada de los directores.

Ese filme cuenta la historia de un soldado texano, veterano de la Guerra de Vietnam, llamado Llewelyn Moss (Josh Brolin), que en los años ochenta se topa azarosamente con una matazón, producto de una guerra entre carteles, al borde de la frontera de Estados Unidos y México. Entre carros abandonados y cadáveres, Moss encuentra un maletín con dos millones de dólares, razón por la que empieza una cacería entre él y Anton Chigurh (Javier Bardem), un psicópata que necesita recuperar el dinero. A ellos, a su vez, los persigue Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones), un alguacil próximo a retirarse que quiere proteger al uno y atrapar al otro, aunque la tozudez de ambos y su modo de operar le resulten incomprensibles.

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Este western contemporáneo, o neo-western, es en cierto sentido su propia perversión, la vuelta de tuerca del género mismo –y del mito–. En él no opera una moralidad directa, maniquea. Los roles del héroe y del villano se difuminan, así como el heroísmo que justifica esas dicotomías. La muerte no resulta de un duelo triunfal, sino de la guerra, el abandono del Estado, el narcotráfico. Y los protagonistas de esta historia no tienen nada de honorable. Moss es víctima de su propia y ciega codicia: solo le importa tener el maletín, así sea para derrochar el dinero que contiene. Chigurh personifica la absoluta falta de humanidad: el único objetivo es recuperar el maletín, sin importar a cuántos haya que matar en el intento. Y Bell representa la nostalgia del mito del oeste, del pasado de los cowboys, insostenible en la nueva configuración sociopolítica del desierto fronterizo: “Aquel no es un país para hombres viejos”.

En esta adaptación cinematográfica de la novela homónima de Cormac McCarthy, los Coen presentan un mundo desencantado y amoral. Y en él nadie tiene un objetivo trascendente por el que valga la pena vivir o morir. Estos individuos son víctimas del desgobierno y la indiferencia, y tal vez esa nada los condena al sinsentido. Como también les sucede –aunque con menos intensidad– a los personajes de Fargo (1996), la otra película que se proyectará en el tributo a Ethan Coen: ambas historias giran alrededor de oficiales de provincia que no pueden comprender los motivos de los actos de violencia que enfrentan, y sobre todo Bell fracasa en su tarea de proteger a la comunidad. Su rol es obsoleto; el mal radical lo ha superado. Por eso no es gratuito que esa perversión esté encarnada en figuras para nada ajenas a una tragedia que varias veces ha azotado a Estados Unidos, y que es mucho más política de lo que se cree: la psicopatía, la violencia en su estado más puro y más cruel.

Bell es el único personaje de No Country for Old Men que en algún tiempo anterior a la película creyó en un destino que apaciguaba la angustia del vacío del diario vivir. Pero en un momento de lucidez y amargura confiesa haber perdido toda esperanza y fe en el mundo. “You can say it’s my job to fight it but I don’t know what it is anymore. More than that, I don’t want to know” (“Pueden decir que mi trabajo es luchar contra algo, pero ya no sé qué es ese algo. Es más, no quiero saberlo”).

Esas palabras con que comienza la película reflejan la consciencia de una vida de derrotas que fue precisamente así por la desolación y el encierro de una frontera paradójicamente interminable. La consciencia de eso convierte al filme en un relato sobre la pérdida del sentido, que es lo mismo que morir.

Sin embargo, a pesar de que las películas de los Coen –serias, satíricas o ambas cosas al mismo tiempo– van al corazón de lo real o de lo más material, para criticarlo, también suele aparecer en ellas la pregunta por lo trascendental, como recurso para la salvación. Sus personajes se preguntan dónde está Dios y, acto seguido, por qué los ha abandonado. Hay un llamado hacia lo sagrado, hacia lo metafísico, que responde a la esperanza de la redención. Pero como lo divino no atiende al llamado –se muestra en su absoluta indiferencia o, más bien, en su inexistencia–, se produce un salto muy interesante a otra dimensión: la tragedia, el destino trágico de los hombres.

Los Coen logran integrar sus mundos capitalistas con el elemento de lo trágico. Sucede en A Serious Man (2009), sobre un judío en la academia, un Job contemporáneo condenado al fracaso en su intento de hacer las cosas bien, como dictan la ética y la religión; también en Barton Fink (1991), que retrata el ascenso y la caída de un dramaturgo en su proyecto de elevar, en el centro de la industria de Hollywood, al hombre común, como pudo hacerlo en Nueva York con sus obras de teatro. Pero ni siquiera Nueva York, la más avanzada de las ciudades en la filmografía de los Coen, y su ciudad de residencia, escapa al sino trágico: la consumen, como a la otra gran ciudad liberal en el extremo opuesto, el capitalismo y la codicia (ver Burn After Reading, 2008). También es trágica, de manera más evidente, O Brother, Where Art Thou? (2000), que se apropia de la Odisea de Homero para contar una historia enmarcada en el sur esclavista y racista de Estados Unidos durante la Gran Depresión.

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Que los Coen recurran a un género o a otro no responde a un orden cronológico. Sus películas saltan constantemente de una ciudad a otra, de una época a otra, de un problema a otro. A pesar de esos saltos, de que retomen los temas circularmente, su filmografía, vista como un todo, permite pensar que todos los problemas son uno y el mismo, o que tienen una misma raíz, pero sus efectos varían. Las parodias del western clásico, con la violencia fundacional que ese género encarna, desembocan en la tesis de que Estados Unidos es el resultado del fracaso de su propio proyecto colonizador y de su propia voracidad imperialista. El mito del vaquero se revela como eso: como el mito fundacional que condujo a otras manifestaciones de violencia más sofisticadas y perversas. Los Coen critican y se burlan de ese mito, y su filmografía parece querer mostrar que el resultado de ese proyecto colonizador es el caos y el desgobierno. Los Coen han dedicado así su obra a mostrar cómo el relato que le dio forma a su nación terminó por corromperla.

* Literata y filósofa. Editora general de ARCADIA