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Una mirada del economista Gonzalo Castellanos a la economía naranja
Negar la relación entre cultura y economía no pasaría ya de ser un cliché ideológico. Pero advertir sobre el riesgo de someter la vida cultural a los intereses de la economía es indispensable.
La cultura es el fundamento
De vieja y cambiante tradición es el impulso de instrumentalizar la cultura en función de intereses ideológicos de Estado y sus grupos hegemónicos: la cultura explicada para algo más que la cultura misma; la cultura para, en función de; la para-cultura, podría decirse.
No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen la extensión de nuestro territorio, profetizó el presidente de Estados Unidos Howard Taft en los primeros años del siglo XX: una en el polo norte, otra en el canal de Panamá y una tercera en el polo sur. Todo el hemisferio será nuestro, como en virtud de nuestra superioridad racial ya es nuestro moralmente.
Aquella diplomacia del dólar con buena dosis de sentido cultural hegemónico habría de tener efectos de largo aliento. La sentimos y de múltiples maneras solemos formarnos en fila para rendir tributo a sus banderolas guindadas.
Así es que, desapercibida o estratégicamente, un nuevo becerro de oro se sitúa en la línea del horizonte de la cultura. No solo –hay que decirlo– de la producción artística y cultural revestida de las fórmulas de las industrias creativas, las industrias culturales o del entretenimiento, sino también de la vida cultural en su sentido amplio.
Se trata de la economía; más solícitamente del crecimiento económico, el PIB, el comercio, el consumo (sentidos distintos y distantes, aunque utilitariamente matizados en fórmulas de desarrollo humano, diálogo intercultural, intercambio o acceso ciudadano), todos aquellos situados sin refutación admisible como propósito, fin o justificación vital del inmenso ecosistema cultural, de sus valores simbólicos y expresiones artísticas.
En el Estado de Crisis al que se refieren Bauman y Bordoni, la economía ha recuperado el control sobre la sociedad y ha retomado de lleno su papel estructural dominante. No gobiernan los gobiernos, sabemos. Gobierna la economía. Esta no es ya de los Estados más fuertes en el orden global, los cuales limitan su aspiración a la consolidación de un gran andamiaje militar y a algunos campos, cada día menores, de regulación del poder y la libertad (política); la economía le compete y se concentra, en realidad, en grandes empresas desterritorializadas que moldean necesidades, hábitos y aspiraciones de consumo; empresas que regulan, desregulan y dictan líneas del deber ser en lo político.
Así es que en el collage semántico y crecientemente trillado de la cultura en el ADN de la economía hay realidades, hechos causales, aspiraciones legítimas, sin duda; pero a la vez se avivan sensaciones de ácido fénico.
Carlos Gaviria recordaba que algunos filósofos europeos consideran que hay una sola cultura y esta es la cultura occidental, pues lo demás son curiosidades. Y acudía a una anécdota de Eugenio d’Ors en la obra Tres horas en el Museo del Prado, en que un magnate norteamericano, tras ver la pinacoteca tan rica, pregunta: “¿Cómo es que no lo ha adquirido el Gobierno estadounidense?”.
Siendo la economía tan aventajada y prioritaria en la vida de la sociedad, Galeano temía que llegaría el día (que por supuesto llegó y se hace tendencia en el mundo) en que los banqueros se dejaran de intermediarios y pasasen a ocupar los solios presidenciales. También se refería a un presidente latinoamericano, uno cualquiera, que arribando de una gira internacional hizo anuncios importantes a la ciudadanía en su país: ¡El primero es que hemos pagado la deuda externa y no debemos un solo dólar; el otro es que a partir de este instante tenemos veinticuatro horas para abandonar el país!
Muy al punto en la ondulante relación de utilidad mutua entre cultura y economía, explicaba el propio Bauman cómo “en la sociedad de consumo, la cultura se manifiesta como un depósito de bienes, todos ellos en competencia por la atención fugaz y distraída de los potenciales clientes. La cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo, con productos que se ofrecen a personas que han sido convertidas en cliente”.
Coincide con esto Chantal Mouffe (Agonística, pensar el mundo políticamente), para quien la producción de símbolos se ha convertido en un objetivo central del capitalismo, y a través del desarrollo de las industrias creativas los individuos están ahora totalmente sometidos al control del capital. “No solo los consumidores sino también los productores culturales son prisioneros de la industria cultural dominada por las corporaciones mediáticas y el entretenimiento”.
Bien cierto es que las industrias culturales –aquellas a las que Adorno y Horkheimer denunciaron por su subordinación serializada a los intereses del capital– representan más de 7 puntos porcentuales en el PIB mundial y en el de algunos estados de Estados Unidos, con cifras notables en la producción audiovisual, editorial, musical, de espectáculos o en las propias festividades tradicionales en países latinoamericanos, incluido Colombia, que aspira a duplicar los aportes de estos sectores y otros funcionales como la publicidad o el diseño a sus cuentas nacionales.
Desde luego, eso impacta positivamente en cadenas de valor que parten de la creatividad intelectual, generan empleo, forman talento humano, espacios de convivencia social y, en algunos casos, mejor nivel de acceso de la población menos favorecida a los bienes, productos y servicios que surgen de las artes, la producción y la vida cultural (lectura, conocimiento, información, artes, entre muchos otros).
La apreciación del quehacer cultural y creativo ha avanzado. Se consagra hoy en el más alto nivel de derechos humanos, de la democracia en la construcción de estrategias de desarrollo. Se valora el componente intersectorial en donde la cultura deja de ser reducto de las instituciones culturales para atraer acciones compartidas de organismos de tecnologías de la información, el comercio, el trabajo, el turismo, la educación, la hacienda pública o la ciencia, la tecnología e innovación.
Negar la relación entre cultura y economía no pasaría ya de ser un cliché ideológico. Pero advertir sobre el riesgo de someter la vida cultural a los intereses de la economía y de sus pocos dueños hegemónicos, que consolidan una fórmula de núcleo-periferia, es indispensable.
Si toda expresión y producción cultural se instrumentaliza en perspectiva de su contribución a la economía y de interés comerciales, habría que preguntarse no solo qué ocurre con las industrias del entretenimiento, las industrias culturales (cine, videojuego, diseño, música, moda o hasta las artes plásticas), sino cuánto valen las lenguas, los conocimientos atávicos o las pirámides que aún se mantienen en pie legadas por culturas precolombinas.
Si la finalidad última de todo el debate se centra en el precio, la rentabilidad o la necesidad de obtener ingresos que contribuyan a la economía de un país y a la eventual satisfacción de intereses generales (sobre todo si este forma parte de la inmensa horda de sociedades pobres), convendría considerar no perder más tiempo y poner en venta los museos, las identidades, incluso a un buen grupo de ciudadanos.
Si el análisis se ubica, por tomar un caso, en el contexto latinoamericano, no podemos dejar de observar que en la década de los noventa, buena parte de los países, luego de intermitencias democráticas y dictatoriales, llevó a cabo reformas políticas cuyo centro de gravedad reivindica las reglas de la participación civil, los derechos humanos, la función social de la propiedad y la redistribución como fórmulas para enfrentar la exclusión social propiciada por las contradicciones intrínsecas del mercado.
Ese proyecto –resumido en el paradigma del Estado social de derecho– propone un viraje ante las centenarias deficiencias del capitalismo en la región: la concentración de medios productivos, del crecimiento económico y del poder político y burocrático en reducidos grupos de personas, por eso proclives a una diversa gama de las expresiones de la corrupción, y el desequilibrio en el diálogo político, comercial y económico internacional (dependencia).
Pero entrado el siglo XXI, un 44 % de la población en el continente (unos doscientos veintiún millones de personas del total) estaba en situación de pobreza, incluidas varias decenas de millones de seres humanos en situación de indigencia (una de cada tres personas pobres está indigente). En el mundo, alrededor de mil doscientos millones de personas subsisten con menos de un dólar diario, al paso que el 1 % de la población concentra el 90 % de la riqueza que el crecimiento económico genera. La pobreza en América Latina no es homogénea. Afecta principalmente a indígenas, afrodescendientes, personas con menor formación educativa, niños y niñas, y poblaciones desplazadas.
En tiempo próximo, no será desde lo económico que América Latina asegure una posición relevante en el orden global. Lo político evidentemente demuestra su inmadurez.
El desgastado panorama social impone que la prioridad de la comunidad latinoamericana sea la gestión de mecanismos solidarios contra la pobreza y la exclusión. Plantear para ese telón de fondo la cultura y la producción en este campo es posible.
Las razones y las manifestaciones de la pobreza no son exclusivas del orden económico o material y, por eso, la contribución esencial de la cultura a su progresiva solución no puede valorarse únicamente por su implicación en las cuentas nacionales, sino en la alternativa que significa para la formación de capital humano, en su dimensión capaz de expresar voces contra el aislamiento, en la virtud de propiciar formas prácticas de inclusión social.