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Camilo Torres murió el 15 de febrero de 1966, en Patio Cemento, tras haberse alistado en el ELN. Foto: Pintura de Luis Carlos Cifuentes

ANIVERSARIO: 50 AÑOS DE SU MUERTE

Camilo siempre

El pasado 15 de febrero se conmemoraron 50 años de la muerte de Camilo Torres Restrepo. Más allá del ícono creado por unos y otros, su figura representa una oportunidad de reconciliación en el momento que vive Colombia. Relato íntimo de una amistad.

Carlos Castillo Cardona* Bogotá
28 de febrero de 2016

Humberto Rojas y yo estábamos en la Facultad de Sociología cuando alguien nos dijo que habían matado a Camilo. No lo creímos. El periódico de la tarde mostraba un hombre muerto, de barba rala. Juramos que no era él. Tenía que ser la fotografía de Federico, hermano de María Arango, abatido meses atrás, después de haberse unido a la guerrilla. Corrimos a la Biblioteca Nacional para encontrar que, aunque se trataba de imágenes similares, no había duda, Camilo estaba muerto.

Esa tarde, Humberto Rojas y yo regresamos abatidos a la Universidad, para empezar a vivir otra vida. Era agotador oír las tonterías que de Camilo se decían: la participación en innumerables e ineficientes manifestaciones para recordarlo, tener que aguantar los ególatras relatos sobre él, en los que todos eran sus mejores amigos, y en los que, en ese momento, ya muerto, los que habían sido sus enemigos, contradictores o simplemente indiferentes querían hacerlo ver como su aliado o su alumno en la lucha revolucionaria. Pero muchos de los que lo quisieron y aprendieron de él mantuvieron un respetuoso silencio, un dolor interior. Callaron y han arrastrado hasta nuestros días una oscura frustración. No mencioné su nombre durante tres años.

Elogio de la amistad

Conocí a Camilo una mañana de 1960 frente a la cafetería de la Universidad. Yo estaba hablando con Álvaro Thomas y Gonzalo Hoyos. Álvaro nos insistía en que teníamos que conocer a Camilo Torres, un cura excepcional, según él. Le dije que siendo ateo, lector de Sartre, no me interesaba. Mientras se lo decía vimos a lo lejos una figura que se aproximaba. Era un cura, con aire distraído, que caminaba voleando la sotana con cada zancada que daba. Un maletín de cuero, más propio de un viejo profesor europeo que de un sacerdote, lleno de libros y papeles. El maletín y la sotana estaban igual de raídos y gastados. Casi se tropieza con nosotros. La presentación fue entre seria y algo cómica hasta que Camilo dijo que si queríamos ir al concierto del Colón, en donde se presentaba Khachaturian. ¡Cómo negarnos!


Camilo Torres Restrepo nació en Bogotá el 3 de febrero de 1929.

Por la noche, Gonzalo y yo llegamos a la taquilla del teatro para descubrir que no había boletas para nosotros. Nuestras maldiciones subían al cielo. Asombrada, Cecilia de Fernández de Soto, directora del teatro, que me conocía como actor del Teatro El Búho, nos metió a gallinero. En el concierto, La danza de los cuchillos parecía inspirarnos para el encuentro con Camilo al día siguiente. Así fue. Gonzalo y yo llegamos temprano a la capellanía, pasamos por encima de Gloria, la secretaria, y entramos a la oficina del cura y nos enfrentamos a él. Estaba sentado detrás de su escritorio, con un bolígrafo en la mano derecha y la pipa encendida en la mano izquierda. Cuando nos vio, soltó el bolígrafo, hizo un gesto de vergüenza y se tapó la cara con los dedos extendidos, que dejaban ver los ojos abiertos. “¡Ay, qué pena! Olvidé lo de las boletas”. Gonzalo y yo quedamos desconcertados, tragándonos cualquier insulto, ante esa actitud que mezclaba el ridículo, la ironía y la gracia. Ese momento marcó el comienzo de una amistad que nunca se desharía.

La rápida respuesta –con algo así como “la embarré”–, el olvido y el despiste no eran accidentales, estaban en su personalidad, y varias veces le vi reacciones similares. Camilo llevaba una vida llena de compromisos, de gestos de amistad, de actos de caridad, de entregas y de solidaridad humana. Se levantaba muy temprano, antes de que despuntara el sol; cruzaba la ciudad en una camioneta verde para oficiar misa en barrios pobres; confesaba y daba consejo a los que se lo pedían; volvía a dar clases al departamento de Sociología, que había fundado y estructurado junto a Orlando Fals Borda y Andrew Pearse; asistía a los estudiantes para dirigir sus trabajos; tenía reuniones del consejo directivo de Sociología; oficiaba misa en la capilla de la Universidad; confesaba, bautizaba y daba la comunión; celebraba matrimonios; comía poco y alternaba la pipa con los cigarrillos Pielroja; nunca se negaba a dar una conferencia o una charla; asistía al llamado de sus amigos de juventud que quisieran hablar con él, con sus familias o con desconocidos; iba a comidas hasta tarde; después salía a atender a algún necesitado; y no se acostaba antes de la una o dos de mañana. No era raro que se durmiera en alguna reunión. En una de sociólogos se quedó dormido y empezó a roncar. El profesor Luis Ratinoff aprovechó para decir: “No lo interrumpan. Es la voz de Dios”. Camilo parecía estar en todas partes, atender a todo el mundo, ser amigo de todos. Su carisma cubría todo lo que hacía. Su personalidad era arrolladora, inevitable e irresistible.


Calixto Torres, Isabel Restrepo y sus hijos Camilo (abajo a la derecha), Fernando (abajo a la izquierda). Atrás, Gerda y Edgar Westendorp, hijos de Isabel y Kart Westendorp, fallecido en 1920.

Me acostumbré a visitarlo en la capellanía después de mis clases de Derecho, cuando la actuación teatral me lo permitía. Era extraño que un cura católico y su estudiante ateo se entendieran. Entre los dos mediaba la comprensión y el respeto por las ideas del otro. Nunca sentí que me persuadiera de cambiar mis opiniones. Nunca dijo que sus creencias eran mejores que las de otras religiones o doctrinas. Su principio, consecuente hasta el final de sus días, era el de dar testimonio de Cristo. El ejemplo debería bastar. Decía que la caridad, del griego “amor”, no era la limosna. Camilo enfatizaba la amistad que unía a los seres humanos, que implicaba sacrificio, comprensión y solidaridad.

Cada vez era más frecuente que acompañara a Camilo en sus recorridos. Una vez fui con él por los campos para tratar de conseguir tierras baldías para unos campesinos. Acompañarlo era ir a misas y a las confesiones –sin entrar–; conocer a las personas con las que se citaba; ir a sus reuniones, charlas y conferencias; visitar barrios pobres; ir a las casas de sus amigos y conocer a toda la familia. En una de esas visitas, Camilo se quitó la sotana para estar más cómodo. En son de broma, me la puse. Cuando estaba enfundado en la sotana, una señora llegó a la casa en donde estábamos. Al verme se dirigió a mí y empezamos a hablar, mientras que los presentes sonreían y me decían “padre”. Simulé ser un misionero que estaba recién llegado de China. Mi historia sobre las dificultades de mi difícil experiencia debieron arrobarla, porque la señora me dijo que la confesara. Con mi vergüenza y la risa de los demás tuve que disculparme y dar explicaciones. Camilo se rio como los demás, sin molestarse por el abuso que yo había cometido con su sotana.

Trabajo de campo

Un día de marzo de 1960, Camilo me dijo que estaba organizando una encuesta en el barrio Tunjuelito, en la que se iba a entrevistar a las familias seleccionadas por un muestreo y a hacer el levantamiento de sus viviendas. Para ello convocó a las facultades de Arquitectura y Sociología de las universidades Nacional y Javeriana. Hans Rother dirigía a los arquitectos y María Cristina Salazar a sus estudiantes de Sociología de la Javeriana. Era el momento de que yo me pasara a Sociología y dejara los tediosos estudios de Derecho. Me integré rápidamente pues ya conocía a algunos de mis nuevos compañeros, entre ellos, a Gloria Triana, hermana de Jorge Alí, con quien yo hacía teatro. Camilo había jugado un papel importante para despertar mi vocación de sociólogo. Poco después, también dejé el teatro.

Tunjuelito, en el sur de Bogotá, estaba en desarrollo progresivo, con muchas casas a medio construir y sin los servicios básicos, pues los lotes habían sido vendidos por urbanizadores sin entrañas. El trabajo de recoger las encuestas se hizo en un solo día, un sábado. Fue un trabajo arduo con las calles enfangadas, pero bajo la supervisión ardorosa de María Cristina, Hans y Camilo. Hubo un cierre de trabajo inolvidable, en la casa parroquial. Ante la mirada atónita del párroco, el padre Santos, rodaron el aguardiente y la cerveza. Muchos terminaron borrachos perdidos. Camilo había logrado no solo la interrelación de estudiantes de Arquitectura y Sociología, sino, lo que era más difícil, entre estudiantes de la universidad del Estado y la universidad de los jesuitas. La misma a la que los estudiantes huelguistas de la Nacional le gritaban “Ahí están, esos son los que venden la nación”, cuando la marcha pasaba frente a sus puertas. La experiencia de la encuesta de Tunjuelito inició lazos de amistad profunda que desembocó en que María Arango, Myriam Ordóñez y Jorge Ucrós dejaran la Javeriana y se pasaran a la Nacional.

El grupo más íntimo de estudiantes que rodeaba a Camilo participaba en los trabajos de acción comunal de Tunjuelito. Los que eran católicos se sentían más fuertes en su fe. Todos desarrollaban lazos de solidaridad inesperados. Los más asiduos del grupo eran Gonzalo Hoyos, Gloria Triana, Rosita Buitrago, Marsha Wilkie, Jorge Ucrós, Ignacio Fonseca, a los cuales se añadían con cierta frecuencia Álvaro Thomas, Ítalo Mirkow, Elsy Bonilla y Eduardo Ramos. Camilo tenía lazos más amplios y sus afectos y solidaridad se extendían mucho más allá. Anteponía la caridad en todas sus relaciones. La amistad para él implicaba la entrega y la lealtad. Así se ampliaban sus círculos, con la generosidad y el desprendimiento que lo caracterizaban.

Una familia extensa

Su papá, Calixto Torres, un conocido pediatra de Bogotá, e Isabel Restrepo, su mamá, estaban separados hacía tiempo cuando Calixto empezó a enfermarse. Camilo lo visitaba todos los días, era una obligación más fuerte que la de leer el breviario. Fui testigo del dolor de Camilo cuando murió.

Camilo vivía en un apartamento, en la carrera 13 con calle 43, con su mamá, a la que le decía Restrepo. Era una magnífica señora, magra y elegante, de pelo blanco y gafas, que fumaba despiadadamente un cigarrillo tras otro. Era celosa de Camilo, pero el afecto y la amistad que teníamos con él hacían que nos abriera los brazos o, simplemente, nos tolerara con benevolencia. Organizábamos muchas fiestas en ese apartamento. Bebíamos aguardiente, oíamos música latinoamericana y canciones de la revolución española. Camilo insistía en llevar el ritmo con cucharas de palo, hasta que le regalaron unos bongós que machacaba con insistencia. También, le gustaban Vivaldi y Joaquín Rodrigo. Oía con añoranza la canción francesa. Siempre gozaba de muy buen humor y tenía un chiste oportuno. Su sonrisa desarmaba a cualquiera.

Cuando terminaban las fiestas o después de las prolongadas reuniones de trabajo social o de entretenimiento académico, Camilo decidía llevarnos a nuestras casas. A mí me dejaba de último, lo que nos permitía tener largas conversaciones frente a la puerta de mi casa. Hablábamos de todo, de nuestra vida y nuestros temores. Con frecuencia me daba noticias de una amiga suya que vivía en el extranjero, con quien tenía una profunda amistad. Me hacía leer cartas que recibía de ella en las que se hablaba del amor a Cristo, pero que también translucían la tensión de un amor que para ellos era irrealizable, imposible, dado su sacerdocio.

Camilo tenía tentaciones que lo hacían arrepentirse. Alguna de esas veces, me confesó que la noche anterior había tenido una relación con una amiga. Parecía desmoronado, arruinado. En medio de la dificultad de su relato, logró decirme: “Lo importante no es caer. Lo importante es saber levantarse para obtener el perdón”. En nuestras conversaciones también pesaba mucho la situación colombiana y su futuro incierto. La Revolución cubana estaba en el trasfondo. En una de esas noches, me dijo: “Qué terrible puede ser el momento en que uno esté obligado a tomar las armas. ¿Qué podría hacer yo, un cristiano, subido en una rama, con un rifle en las manos y mirando a un soldado al pie del árbol? ¿Sería yo capaz de disparar?”. Quedamos en silencio, cada uno con sus pensamientos, angustiados de que eso pudiera llegar algún día.

Nuestro grupo crecía o se encogía según la gente que él iba protegiendo. Por ejemplo, llegó Beatriz, una refugiada cubana, o Ruth Argandoña, una sindicalista boliviana. Otros pasaron brevemente, pero Carlos Gómez dejó una profunda huella entre nosotros. Tenía una larga carrera delictiva. Camilo lo adoptó después de cumplir su condena. No lo conocía, pero alguien le había dicho que lo ayudara. A Carlos Gómez se le consiguió un local en Tunjuelito, cuya comunidad lo aceptó como solo los pobres saben hacer. Tenía toda la intención de cambiar su vida. Sin embargo, después de las fiestas navideñas encontraron su cuerpo inerte abandonado en un potrero. Sus excompinches lo mataron pensando que los estaba delatando. No podían creer que a un rufián lo protegiera un cura sin dar nada a cambio. Camilo, Marsha, Jorge, Gonzalo y yo fuimos a la morgue a identificar el cadáver. Lo enterramos en la fosa común del cementerio del sur, metido en un sencillo ataúd de pino, que seguramente Camilo había pagado. Camilo dijo una oración y sentimos el recogimiento de la muerte. Carlos Gómez nos había sido arrebatado.

Nuestro grupo tenía más conflictos con otros que los que él tenía. El padre Acosta, el otro capellán en la Universidad, era guía de un grupo de estudiantes, totalmente distintos a nosotros, pues no eran desabrochados ni maldicientes. El padre nos decía “Cómicos” y nosotros le decíamos “Mago”. Orlando Fals tenía predilección por la primera generación de sociólogos. Camilo, por nosotros, que éramos de la segunda. Nunca hubo conflicto directo, pero si había una rivalidad tácita. La misma Restrepo no ayudaba, pues con su ironía característica hablaba de Orlando como don FalsO Borda. Sin embargo, con la muerte de Camilo, Fals Borda cambió radicalmente su orientación política y de la sociología. También fue golpeado por la muerte de su amigo y compañero de labores académicas.

Camilo era un modelo para sus estudiantes, pero sus clases podían despistarlos, pues frecuentemente parecía perder el hilo de las explicaciones al irse por las ramas. Pero siempre volvía, con una buena explicación. Sus clases eran interesantes e inquietantes.

Cuando terminé Sociología me nombraron instructor. Parte de mi trabajo consistía en ser monitor de Camilo en un curso de Sociología del trabajo. Frecuentemente Camilo me llamaba antes de las siete de la mañana a pedirme que lo reemplazara porque no alcanzaba a llegar a clase. En esa época me casé con Cecilia Muñoz, también amiga de Camilo y profesora de Sociología. Para hacerlo, acudimos a Camilo, quien dijo que nos casaría, pero había que pedir dispensa porque éramos ateos declarados. Monseñor Isaza se opuso inicialmente, pero Camilo le dijo: “Mire, monseñor. Es mejor que los casemos. Si no lo hacemos se van a vivir juntos”. Nos casamos en Tunjuelito. El día del matrimonio, nos dimos cuenta de que al lado nuestro había una pareja. Ella tenía una barriga de seis meses de embarazo. Camilo apareció frente a nosotros, quién sabe dónde andaba, y nos preguntó a Cecilia y a mí, en voz alta: “¿A ustedes les importa si también caso a esta pareja?”. Por supuesto que no nos importaba. Camilo ya se había comprometido a casarlos y se le había olvidado. Para nosotros, lo mejor de la ceremonia fue compartirla con esa pareja.

Las posturas políticas de Camilo desesperaron a la Iglesia católica. El cardenal Luis Concha Córdoba lo retiró de la capellanía y decidió que viviera un tiempo en la iglesia de la Veracruz, bajo la protección de monseñor Isaza. Camilo seguía en múltiples actividades, entre ellas, en la Escuela Superior de Administración Pública. Había cambiado la camioneta Willys por una motoneta, lo que era escandaloso para muchos. Iba en un proceso del que no se podía prever el final.

Cuando Cecilia y yo vivíamos en Lovaina, becados gracias a las gestiones hechas por Camilo, la Iglesia lo redujo al estado laico. La Fundación Ford le ofreció apoyo para desarrollar una investigación con lo que pensó que podría ir a vivir con nosotros. Desafortunadamente, desistió del apoyo, y prefirió quedarse en Colombia para continuar su trabajo político.

En julio de 1965, cuando volvimos a Colombia, Camilo había creado el Frente Unido y recorría varias plazas del país que se llenaban de gente para oírlo. Atacaba el sistema político y propugnaba por la abstención electoral. En un encuentro que tuve con él le pregunté si alguna vez podría regresar al sacerdocio. Me dijo que ya era imposible para él volver a ser cura. Estaba en una etapa de su vida que no tenía retorno. La Iglesia lo había echado.

Una vez que fui al apartamento en el que vivía, de nuevo con Restrepo, lucía con orgullo un bolillo roto que le había quitado a un policía. Me llamó aparte para contarme su entrevista con el general Rojas Pinilla, quien pretendía volver a ser presidente. “Padre, usted tiene un movimiento con manifestaciones muy masivas. Eso es muy arriesgado. Piense que su vida puede correr peligro”. Se dio cuenta de que el general lo estaba amenazando. Me dijo que ya era imposible hacer política democrática en el país, solo quedaba el camino de las armas.

En otra conversación, me llevó a su habitación para decirme que se iba al monte. De acuerdo con el eln todo estaba listo para partir en pocas semanas. Las palabras de Camilo me dejaron helado, sin saber qué decir. Siempre me pregunto si no debía haberle dicho que eso era una locura. Pero, en ese entonces, ni estaba seguro de que fuera una locura ni creo que Camilo me hubiera hecho caso. Quizá debí haberlo intentado. Le dije que yo no creía ser apto para el monte. Me contestó que ya lo sabía y que tampoco esperaba que me fuera con él. “En la ciudad –dijo– hay mucho por hacer”. Yo debía esperar noticias que me llevaría un contacto. Todo se había conjurado para que Camilo tomara esa decisión. En los últimos meses, lo habían aislado. Me era muy difícil hablar con él, pues siempre estaba rodeado de gente como Julio César Cortés y otros estudiantes que ya estaban en el eln. Crearon un cerco que solo se abriría para llegar a la guerrilla.

Quizá fue la noche anterior a su subida al monte. Camilo fue con Guitemie a comer a mi casa. Una velada tranquila. Nada parecía alterar el futuro. Camilo, cansado, se recostó, con la pipa en la mano. Cerró los ojos y se quedó dormido. Esa vez no roncó. Le tomé una fotografía mientras dormía. Parecía muerto.

Días después, Cecilia y yo fuimos al cine. Detrás de nosotros se oían voces y risas. Quedamos sorprendidos al ver que los que armaban ese bullicio eran Julio César Cortés, Jaime Arenas y otros jóvenes, se suponía que estaban en el monte. Me di cuenta de que nada de lo que ocurría a nuestro alrededor parecía serio. Nunca asomó el contacto que Camilo me había anunciado. Eso no era la resistencia francesa durante la ocupación nazi.

Al mes siguiente, Camilo lanzaba su primera proclama desde el monte. En enero, Cecilia, nuestro amigo Rodrigo Parra y yo fuimos de vacaciones a La Guajira. Al regresar, Mijo Gómez, secretario de Sociología, me dijo que Camilo me había estado buscando en la facultad. No podía creerlo. Una vecina me dijo que había visto a Camilo en la puerta de mi casa. Me estaba buscando. Era incomprensible, pero evidente. Alguien dijo que lo habían visto en una camioneta por la carretera que lleva a Fusagasugá. ¿Cómo era posible que Camilo estuviera tan desprotegido? Pero todo eso fue congruente con su muerte, en la mitad de un claro del bosque, abatido cuando pretendía recoger el fusil de un soldado herido. El que siempre han visto como el cura-guerrillero murió sin disparar un tiro. Solo llevaba una Colt. ¿Acaso era apropiado exponer a un líder nacional de tal importancia, llevarlo al combate cuando debería tener otras funciones? Es difícil saberlo sin haber estado ahí pero, algún tiempo después, llegaron noticias de que el ELN había fusilado a los estudiantes que se le habían unido. Entre ellos estaba Julio César Cortés. A Jaime Arenas lo acribillaron en una calle de Bogotá.


Camilo Torres la noche anterior a emprender su viaje a la guerrilla.

Después de tantos años es difícil saber si lo que escribo es cierto. El pasado está construido por recuerdos, siempre incompletos y endebles. Este corto relato ha saltado muchas situaciones y personajes que seguramente fueron decisivos en la vida de Camilo. Muchos están muertos. Tal vez no he debido mantener el silencio por tanto tiempo. Con frecuencia pienso en él, en nuestras conversaciones, en los momentos que vivimos y en las dudas que tuvimos. Yo sentía que era mi gran amigo, pero creo que, por su modo de ser, por el carisma que tenía, por el trato humano que desarrollaba, todos los que lo conocieron se podían considerar sus mejores amigos. Camilo vive para siempre en los que lo conocimos.

*Escritor y sociólogo.