Ciclismo

Héroes son los muertos: la historia de Bartali

¿Cuál es la historia de este pedalista a quien apodaron El Piadoso por resistir al poder de los fascistas italianos y a los nazis, y quien logró salvar decenas de vidas? ¿Qué nos dice el caso de Gino Bartali sobre el deporte, el heroísmo y la bondad?

Simón Ganitsky* Bogotá
20 de febrero de 2018
Gino Bartali ganó dos Tour de Francia y tres Giros de Italia. Fue un héroe silencioso hasta la fecha de su muerte en el año 2000. Keystone / Hulton Archive / Getty Images.

En el Jardín de los Justos de las Naciones del centro de memoria del Holocausto Yad Vashem de Jerusalén, en el que se les rinde homenaje a los no judíos que ayudaron a los judíos durante los años de la persecución y el exterminio perpetrados por los nazis, hay un árbol plantado en nombre del ciclista florentino Gino Bartali. Gino el Piadoso, como le decían por su ferviente catolicismo, hizo parte de una red clandestina de italianos que arriesgaron su vida, durante los años de la ocupación alemana del norte de Italia, para intentar salvar a los judíos y partisanos de los crímenes del nacionalsocialismo y de sus aliados fascistas en ese país. El papel de Bartali consistía en transportar, escondido en el marco de su bicicleta, documentos falsificados con los que los judíos podían escapar de la Italia ocupada.

Bartali, sin embargo, nunca quiso que se supiera lo que había hecho durante la guerra, y logró que, hasta su muerte en el año 2000, se le recordara únicamente por sus triunfos deportivos, entre los que se destacan: dos primeros lugares en el Tour de Francia y tres en el Giro de Italia. En tiempos en los que la afición por el ciclismo se hace cada vez más popular en Colombia, y en el que se considera que los ciclistas colombianos, más que los otros deportistas nacionales, son “héroes de la patria”, ¿qué nos dice el caso de Bartali sobre el deporte, el heroísmo y la bondad?

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A principios de 1938, un delegado de la Federación Italiana de Ciclismo citó a Gino Bartali para comunicarle que, por decisión del Partido Fascista, no podría correr el Giro de Italia de ese año, sino que debería concentrarse en la preparación para el Tour de Francia para ganarlo en nombre de la Italia del Duce Benito Mussolini. La decisión que tomó el fascismo sobre el calendario deportivo de Bartali (coincidentemente idéntica a la que tomó este año el equipo Movistar para Nairo Quintana) tenía como objetivo demostrar que los italianos pertenecían a la raza superior de la que hablaba Hitler en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial: esta ideología quería usar los logros de Bartali como muestra de lo que el fascismo italiano podía conseguir; y quería usar la imagen de Bartali, el gran campeón, como un elemento más de su magnetismo absorbente y abrumador. El 31 de julio de 1938, Bartali se coronó campeón del Tour. Al día siguiente, La Gazzetta dello Sport, el primer periódico deportivo de Italia, se imprimió con el siguiente titular: “Un mandamiento de la Italia del Duce: ‘Vencer’. Bartali ha obedecido”. Entonces solo faltaba, para redondear el triunfo de la Italia del Duce, que Bartali aceptara públicamente el patrocinio del fascismo con una declaración o fotografía en la que hiciera el saludo romano, instituido en Italia por Mussolini en 1922 como señal de adhesión al régimen. Bartali se negó.

El rechazo al patrocinio del fascismo, naturalmente, fue asumido como un insulto al Duce, a lo que siguió una campaña del partido contra Bartali. Para él, según testificó alguna vez su coequipero Alfredo Martini, se trataba de reafirmar su libertad y la libertad de su conciencia.

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Sin embargo, el verdadero golpe a la carrera deportiva de Bartali fue dado por la guerra del 39. En el mejor momento de su carrera ciclística, se suspendieron todas las competiciones deportivas en Europa. Fue en esos años de guerra –años en los que, presumiblemente, habría ganado todas las carreras que no se celebraron– cuando Bartali, que no podía competir, convirtió sus entrenamientos en labores humanitarias y, según él mismo los entendía, en misiones cristianas.

En julio de 1943, los Aliados invadieron Sicilia. Poco tiempo después, derrocaron y encarcelaron a Mussolini, cuyo régimen se había debilitado durante la guerra. Sin embargo, Hitler reaccionó, ocupó el norte de Italia y restituyó al Duce en su cargo. Fue entonces cuando realmente empezó la persecución contra los judíos en Italia. Con la “solución final” ya en marcha, las SS desplegadas en italia barrieron todas las ciudades que estaban bajo su dominio en busca de judíos para enviarlos a los campos de exterminio de los otros territorios europeos ocupados por los nazis.

Antes de la ocupación alemana, los judíos encontraban en Italia uno de los pocos refugios de la Europa en guerra. Inclusive, antes de 1938, cuando Hitler visitó a Mussolini en Roma e intervino en su gobierno, el antisemitismo en Italia no era un problema considerable. Los judíos estaban tan integrados a la vida nacional que algunos eran miembros entusiastas del Partido Fascista. Solo cuando Hitler exigió la implementación de regulaciones raciales semejantes a las de las leyes de Nüremberg, los judíos italianos empezaron a ser segregados del resto de sus compatriotas. El 1 de agosto de 1938, en la primera plana de los diarios italianos, junto al titular que anunciaba el “apoteósico” triunfo de Bartali en el Tour, aparecía otro en el que se citaba a Mussolini: “Los judíos no pertenecen a la raza italiana”.

En 1943, cuando los judíos italianos empezaron a sufrir la misma persecución que los judíos alemanes, polacos y checos, se creó en Italia una resistencia organizada, recia y de largo alcance, que se dedicó a combatir el régimen de la ocupación y a sus colaboradores fascistas haciendo lo que más claramente contravenía los propósitos del nacionalsocialismo: salvar vidas.

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La resistencia italiana, que salvó de la deportación a aproximadamente siete mil judíos, recibió la ayuda irrestricta de la Iglesia católica italiana. Paradójicamente, mientras Pío XII guardaba silencio cómplice ante las atrocidades del nazismo, el entonces arzobispo de Milán Giovanni Battista Montini, quien desde 1963 sería conocido como Pablo VI, simpatizó con la resistencia y permitió que en veintiséis monasterios y conventos de clausura, distribuidos por el norte de Italia, se escondieran judíos y partisanos a la espera de escapar del territorio ocupado por los alemanes y dirigirse a la parte de Italia que estaba controlada por los Aliados, al sur.

Gino Bartali se sentía una mera pieza en el engranaje de la resistencia. Que se sepa, la única persona a la que le contó sus acciones durante los años de la ocupación fue su hijo Andrea. Empezó a hacerlo el día en que visitaron la Basílica de San Francisco en Asís y quedó pasmado mientras admiraba los frescos de Giotto. Entre 1943 y 1944, había ido en su bicicleta muchas veces de Florencia a Asís. Llegaba a la Basílica, le entregaba al obispo los documentos que llevaba en el marco, debajo del tubo del sillín, contemplaba los frescos de Giotto que relatan la vida de San Francisco, volvía a armar su bicicleta y regresaba a la ruta, casi siempre sin decir nada. Con esos documentos, los judíos escondidos en los monasterios y conventos de clausura –sobre los que, como Bartali, nadie decía nada– podían abordar un tren que los acercara a la Italia liberada. Las imágenes de Giotto le recordaron al ciclista sus recorridos en la bicicleta y su silencio.

Esta fue la colaboración de Gino Bartali: la resistencia italiana falsificaba los documentos en imprentas de Roma y de otras ciudades menores, pero era un problema hacer que los papeles llegaran a donde estaban quienes los necesitaban; se requería de alguien que pudiera recorrer las carreteras de la Italia ocupada sin levantar sospechas. Fue entonces cuando, tras un tiempo prolongado de inactividad deportiva, Gino Bartali regresó a las carreteras italianas para entrenarse en el ciclismo y practicar la solidaridad. Empezó a hacer largos recorridos por las carreteras de la Toscana y de Umbría; recorridos de 300 kilómetros, mucho mayores que los de las etapas de las grandes vueltas de hoy en día, e incluso más largos que los de las clásicas de un día. De Florencia iba, además de a Asís, a Roma y a Génova. Paraba en los conventos y en los monasterios a hacer las entregas. A lo largo de la carretera estaban apostados los soldados de las SS y del fascismo, pero Bartali tenía entonces un permiso especial para moverse por la Toscana. Usaba un uniforme que llevaba su nombre y todos lo reconocían. Nadie más se atrevía a entrenar en las carreteras de un país derrotado y ocupado. A pesar de sus escaramuzas con el fascismo, era su héroe nacional: esto lo hacía el mensajero perfecto para la resistencia.

Hay mucho que se ignora de la historia de Bartali. No solo lo ignoramos nosotros: cuando él salía a entrenar, no le contaba ni a su esposa a dónde iba. Además, cuando comenzó su colaboración con la resistencia, tampoco él sabía qué eran los papeles que transportaba en la bicicleta. Lo hacía porque se lo había pedido su amigo el cardenal Elia Angelo Dalla Costa, uno de los directores de la resistencia. Todo lo que Bartali sabía era que aquel recado era su deber. Él, que aborrecía la guerra y la violencia fascista, intuía que estaba haciendo el bien. Solo después de colaborar con la resistencia durante meses se enteró de que, con los documentos que entregaba, los judíos podían escapar hacia el sur.

Gino Bartali creía que las medallas que ganó en el deporte, como fueron conquistadas en este mundo, en este mundo debían permanecer. Por eso las lució con orgullo durante toda su vida. Quiso ser recordado por sus victorias de etapa, de clasificación general, de los premios de montaña: fueron conquistas de las que se glorió. De su colaboración con la resistencia, en cambio, siempre guardó silencio. Incluso le pidió a su hijo Andrea que, mientras él viviera, no se lo contara a nadie. Le repetía que el bien se hace pero no se dice. Insistía en que debía callar sobre sus acciones solidarias por respeto a los que habían arriesgado más que él. Antes que como héroe, quería ser visto como campeón, pues para él los héroes de la barbarie nazi eran los muertos, los heridos y los presos.

La humildad de Bartali es una que no riñe con el orgullo. Bartali exhibía los premios del deporte. Los otros premios, del alma, los dejó para el mundo venidero.

En un país como el nuestro, tan pendiente del ciclismo, adquieren nuevos significados esos entrenamientos en tiempos de guerra, hechos en completa soledad, en los que el fortalecimiento físico y mental era la salvación y la conservación de la vida. Recordemos que la bicicleta es, antes que un instrumento de lujo para el ejercicio y la distracción, un vehículo. En este caso, el vehículo de la fraternidad.

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Para conocer más de la historia de Bartali, son valiosos el documental My Italian Secret: The Forgotten Heroes (2014), de Oren Jacoby, y el libro Road to Valor de Aili y Andres McConnon.

* Profesor de Filosofía del Colegio Hacienda los Alcaparros.