REPORTAJE

La casa de todos: la iglesia LGBTI de Chapinero

En una pequeña iglesia en Bogotá un pastor gay les repite a sus feligreses que la orientación sexual no influye en el amor de Dios.

Tania Tapia Jáuregui*
26 de agosto de 2019
Feligreses de la Iglesia Colombiana Metodista Príncipe de Paz, en el barrio Chapinero de Bogotá

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Xiomy Díaz asistía a la misma iglesia evangélica desde niña, desde que sus papás la llevaron por primera vez. En la adolescencia empezó a ir por convicción, y tardó años en conseguir que los líderes de la iglesia la consideraran suficientemente digna para ser una líder entre los jóvenes y para tocar guitarra en los cultos. Pero el día en que le confesó a otro miembro de la iglesia que las mujeres le atraían, en cuestión de minutos, le quitaron todo. Ya no podía tocar en los cultos ni ser líder. Lo único que le dijeron era que tenía que cambiar, que no podían gustarle las mujeres. En esa iglesia, Dios no amaba a los homosexuales.

Hoy, ocho años después del episodio, Xiomy Díaz está de pie junto a otro altar de otra iglesia, con guitarra en mano, y canta con los ojos cerrados:

Para hetero y gay
un lugar en la mesa.
Compartir el pacto
y lugares de inclusión.
Un arcoíris de raza, género y color.
Para hetero y gay
el cáliz de equidad.

Otras veinte personas cantan con ella. Los que no se saben la canción siguen la letra en un televisor colgado entre el altar y las sillas Rimax en que se sientan los feligreses. Todos, arriba y abajo del altar, detrás y frente a las cruces, cantan la música que antecede y precede las lecturas del Evangelio, el salmo responsorial y la comunión.

En la Iglesia Colombiana Metodista Príncipe de Paz, una casa de una planta en la esquina de la calle 65 con carrera 1A en Bogotá, todos los domingos se reúnen unas veinticinco personas. Casi todas ellas –“un ochenta por ciento”, calcula el pastor Jhon Botía– son gays, lesbianas, bisexuales o trans.

Fabio, un joven que ha estado pasando las diapositivas en el televisor, es responsable hoy de dirigir los agradecimientos y las peticiones. Una mujer entre el público quiere pedir oraciones por una mujer trans a la que le diagnosticaron cáncer. Con los ojos cerrados, Fabio le pide a Dios que se acuerde de las mujeres y de los hombres trans, y que los acompañe en su vida solitaria. Un hombre joven, en la última fila, se seca las lágrimas en silencio.

La Iglesia metodista es una de las muchas ramas del cristianismo que surgieron de las reformas religiosas del siglo xvi en Europa. Más específicamente, se desprendió de la Iglesia anglicana, esa que nació cuando el rey Eduardo VIII de Inglaterra quiso anular su primer matrimonio y, ante la negativa de la Iglesia católica romana, creó su propia iglesia.

El metodismo surgió dos siglos después, cuando un grupo de curas anglicanos salió a predicar a donde no llegaban los sermones: las plazas públicas de Inglaterra, que reunían a campesinos, esclavos y trabajadores. Decían que la religión era para todos, que cualquiera podía salvarse. Y cuando no estaban predicando, apoyaban la abolición de la esclavitud, la reforma penitenciaria o la inclusión de la mujer en la labor de predicación.

Eso dio pie, años más tarde, a que existieran mujeres pastoras e iglesias metodistas de esclavos negros en América del Norte. El tiempo convirtió una forma de predicar en una religión independiente, liderada por nuevos presbíteros o pastores laicos que habían sido designados por los anglicanos.

El resultado de ese serpenteo histórico es una iglesia nacida del catolicismo, que conserva símbolos y jerarquías católicas, pero que eventualmente se adhirió al protestantismo y adoptó otras características. Su Biblia, por ejemplo, no incluye algunos libros que considera apócrifos. Los presbíteros –denominados en la Iglesia católica curas, padres o sacerdotes– se hacen llamar pastores y usan clériman y estola, y una cruz les cuelga del cuello. En sus misas –que también llaman servicios o cultos– hacen sus lecturas conforme al calendario litúrgico de la Iglesia católica. Tienen un obispo que coordina la operación nacional, pero no responden a una solo autoridad, como el Vaticano, sino a uno de los conglomerados metodistas.

Esos ires y venires de tradiciones religiosas aterrizaron hace unos veintitrés años en Chapinero, donde nació la primera sede de la Iglesia en Colombia. (Sucedió hace muy poco, si se considera que a Brasil y a México el metodismo llegó en el siglo XIX.) Hoy, la de Chapinero es una de las treinta sedes de la Iglesia metodista, que convocan a unas cinco mil personas en el país.

Pero de esas sedes, la de Chapinero es la única dirigida por un pastor abiertamente gay, Jhon Botía, quien, según sus propias palabras, es el primer pastor gay del metodismo en América Latina. “Presbítero consagrado, no ordenado. Es diferente”, dice.

Botía y yo hablamos en su oficina, un cuarto pequeño al fondo de la parroquia. A la izquierda, sobre la pared, cuelgan una bata negra y una estola adornada con los colores de la bandera del arcoíris.

“En esta iglesia hablamos de diversidad sexual desde 2006. Cuando se constituyó la Iglesia en Colombia, dentro del libro de disciplina se puso la palabra inclusión. ‘Seremos una iglesia inclusiva’. Así empezamos a trabajar con poblaciones negras, indígenas, desplazados, desmovilizados. Pero llegó un momento en que se estaba debatiendo en el país sobre la población lgbt. Entre 2010 y 2012 se insertó otro principio en el libro: ‘no vamos a discriminar a nadie por raza, género, orientación sexual ni expresión de género’”.

Antes de ser pastor, Jhon Botía era uno de los feligreses de la iglesia en Chapinero. Él y su novio Fabio se reconocían y se declaraban gays. A finales de 2017, el pastor de entonces anunció que se iría; después de viajes de formación y estudio, Botía fue nombrado presbítero consagrado a cargo. (La consagración, a diferencia de la ordenación, implica menos estudio y ofrece la posibilidad de dejar de ser presbítero cuando la persona quiera. Los presbíteros ordenados lo son para toda la vida. Los consagrados, como Jhon, son una herencia directa de los pastores laicos de antaño.)

Tras la consagración de Botía, la iglesia perdió a muchos de sus miembros, incluso a varios pertenecientes al sector poblacional lgbti.

“Una cosa es que la ‘inclusión’ esté en el papel y otra cosa es la práctica. Cuando a mí me convocaron para ser el pastor, muchos de mis ‘amigos’ dejaron la iglesia. ¿Entonces cuál inclusión? La prueba de fuego era que me aceptaran plenamente. Decían que era por mi falta de educación. Y sí, a mí todavía me falta educación eclesiástica, pero cuando el pastor anterior llegó tampoco tenía educación. Él se educó en esta iglesia. El inconveniente real era que yo era abiertamente homosexual”.

Botía sostiene que se trata de un problema de endodiscriminación, y dice que en muchos círculos lgbti “hay gays que discriminan a otros gays por amanerados”, que priorizan al heterosexual o a quien “no se le nota lo gay”. Unos salieron de la iglesia, pero otros entraron. Y varios de estos últimos, como Xiomy, llegaron adonde Botía tras haberse ido de iglesias que consideraban que su orientación sexual era un error.

“Yo salí muy herida de esa iglesia. Fueron veinte años escuchando que este es el mayor pecado del mundo, que Dios no te ama si eres así. Sentía que ni siquiera podía cantar; cantaba que él me amaba y eso no era verdad”.

Cuando perdió los roles que tenía en su iglesia, Xiomy Díaz no se fue inmediatamente. Tenía diecinueve años y estaba convencida de que no podía sentirse atraída por otras mujeres y debía cambiar. Decidió ir a un lugar en que prometían ayudar a cristianos homosexuales a volverse heterosexuales mediante “terapias de conversión”: cada semana iba a escuchar a pastores y psicólogos hablar de cómo “evitar” esos “comportamientos”.

“Lo trabajan como si fuera una adicción. Como el adicto que debe alejarse de eso y tener un apoyo. Así, si a uno le da ansiedad de llamar a alguien o de ir a un bar gay, puede llamar a otro para que lo ayude y no recaer”.

La terapia no sirvió. Allí, más bien, conoció a otra joven con quien empezó a salir. Tenía veintiún años cuando decidió que ya no quería seguir asistiendo a la misma iglesia. Por seis años no fue a ninguna otra y se resignó a pensar que ya no podría volver a formar parte de una. A inicios de 2018 vio que un amigo que había conocido en las terapias de conversión, Fabio, publicaba en Facebook que su pareja, Jhon Botía, era el nuevo pastor de su iglesia. Le escribió, le preguntó de qué iglesia se trataba y después de un tiempo decidió ir. Desde entonces ha pasado un año.

La historia se repite entre los miembros de la Iglesia. El mismo Jhon Botía fue uno de quienes llegaron al metodismo pensando que su orientación sexual no estaba bien; idea que heredó de la iglesia a la que asistía, una mormona.

Ese también es el relato de Johan Salcedo, el pastor consagrado que dirige la sede en Suba de la Iglesia metodista desde el pasado marzo y que también se declara abiertamente gay. Hace unos cinco años, Johan era pastor de una iglesia evangélica y estaba casado con una mujer con quien tuvo dos hijos. Se casó porque era uno de los requisitos para ser el pastor de su iglesia.

Feligreses de la Iglesia Colombiana Metodista Príncipe de Paz, en el barrio Chapinero de Bogotá

“Yo creí hasta el último día que Dios me había sanado de mi homosexualidad, pero tenía una lucha interna. En el fondo sabía que no era así. A los veinte años decidí salir del clóset; ya no podía más. Fui honesto con las personas de la iglesia y con mi familia. No fue fácil. La iglesia me rechazó. Recibía a diario mensajes amenazantes diciendo que sobre mí iba a caer el juicio de Dios. Con mi familia no tuve comunicación durante varios meses; no querían saber de mí”.

Johan tiene veintidós años; a los dieciocho fue elegido pastor principal de la iglesia a la que asistía. Desde los once ha predicado en iglesias evangélicas y por eso en esa época le decían “el niño pastor”.

Los tres cuentan que la iglesia en Chapinero es un refugio para quienes salen heridos de otras iglesias por su orientación sexual. Los tres dicen que acá lograron reconciliarse con la idea de que Dios sí los ama como son. Los tres cantan cada domingo que “para el hetero y el gay hay un lugar en la mesa”.

La inclusión, sin embargo, es más una iniciativa de algunas iglesias metodistas que una característica del metodismo como institución. En febrero pasado, la Iglesia Metodista Unida, a la que se afilió la Iglesia Colombiana, declaró que rechazaba los matrimonios de personas del mismo sexo y los clérigos lgbti. La decisión llegó después de votar una reforma que impulsaban varios miembros que buscaban hacerla más inclusiva, muchos de ellos de Estados Unidos, donde la relación entre metodismo y comunidad lgbti es más fuerte. Los cuatrocientos votantes que les ganaron a los otros doscientos defendían que “la práctica de la homosexualidad es incompatible con las enseñanzas cristianas”, y pedían sanciones para las iglesias metodistas que se abrieran a esas prácticas.

“Eso todavía está en discusión. Un estrado judicial de la iglesia tiene que discutir si la Iglesia Metodista Unida va a seguir caminando en esa dirección”. Lo que el obispo actual de la Iglesia Colombiana Metodista, Luis Andrés Caicedo, cuenta es que, de aprobarse lo que ya ganó por votos, no podría haber, en adelante, pastores gays ordenados en la Iglesia metodista; pero quienes ya han sido ordenados y son abiertamente gays no serían penalizados. Y aclara: “En la Iglesia Colombiana Metodista no hemos ordenado a ningún presbítero lgbti. Lo que hemos hecho en Bogotá es darle unas funciones pastorales a un laico, a Jhon, porque ordenar a un presbítero lgbti es una discusión que no ha terminado en la iglesia”.

De querer volverse un pastor ordenado, Jhon Botía tendría que pasar por un proceso de años que incluye ser aprobado por los presbíteros del país, un obstáculo determinante, pues tampoco hay consenso entre los pastores metodistas colombianos sobre el rol de las personas LGBTI en el cristianismo. Sin embargo, el puesto de pastor consagrado, o laico, que ocupa ahora parece proteger a Jhon Botía y a su iglesia.

La Iglesia Colombiana Metodista Príncipe de Paz está en esa zona gris. Su obispo dice que cuando se selecciona a un pastor, laico u ordenado, los requisitos no incluyen mirar su orientación sexual, sino otras cosas: el conocimiento, el compromiso, el apoyo de los feligreses. El pastor Jhon Botía asegura que ser inclusivo significa no discriminar a nadie de las funciones clericales por ningún motivo, incluyendo su orientación sexual. La mayoría de los presbíteros de la Iglesia Metodista Unida en el mundo dicen que ser gay va en contra del cristianismo.

Por ahora, la Iglesia Colombiana Metodista Príncipe de Paz sobrevive fuera del radar de la homogeneización eclesiástica, y se mantiene lejos de los debates de sus líderes más altos y menos inmediatos. Desde esa pequeñez acoge a los exiliados de otras religiones que llegan con las culpas que les deja un Dios homofóbico. Es una iglesia pequeña, sin muchas ambiciones, que pasa más bien desapercibida, pero que les renueva la fe a quienes la encuentran y se quedan.

“Yo digo que nuestra iglesia es radicalmente inclusiva. Porque aquí pueden venir la trans, el gay con su novio, con su esposo. También el heterosexual. Bienvenidos. Acá la inclusión es plena –dice Jhon–. Esta es la casa del Señor para todos”.

*Tapia es periodista. Ha trabajado como redactora en VICE Colombia y como editora en el portal ¡Pacifista!.