EL MOBILIARIO CULTURAL DE BOGOTÁ

El triste rostro de los monumentos

El lamentable estado de las esculturas de la capital refleja una realidad que trasciende la desidia hacia el espacio público: muestra cómo se ha diluido el discurso oficial de la Nación. La situación, sin embargo, no ha disminuido los esfuerzos del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural, que desde 2012 busca rescatar el mobiliario de la ciudad.

Christopher Tibble* Bogotá
16 de septiembre de 2015
La escultura El viajero, frente al Puente Aéreo.

Según cuenta la historia, el poeta José Asunción Silva fue enterrado con la ropa que vestía la noche en que se quitó la vida. Un sepulturero apeñuscó su cuerpo en un ataúd ordinario, aún vestido con su pantalón de ceremonia, sus zapatos de charol, sus medias de seda morado-punzó, e incluso la camisa perforada por el disparo que se autoinfligió el 24 de mayo de 1896. Sin velación ni autopsia, con el rostro empolvado en cal, sus despojos terminaron arrumados en el Cementerio de los Suicidas, cerca del basurero de Santafé. Dos décadas después, el escritor español Eduardo Zamacois visitó Bogotá y durante un recorrido en coche preguntó a su cochero por el monumento del poeta, quien con “una sonrisa que aludía a una injusticia significativa”, explicó que no existía: “Como el pobre se mató y la Iglesia no lo perdona… y Bogotá no se ocupa en obtener su perdón”.

Esa “injusticia”, contada en un artículo por el editor Eduardo Arcila, se convirtió en un grito al cielo entre las nuevas generaciones de comienzos del siglo xx, que sin mucho dinero se pusieron en la tarea de erigir al poeta suicida. Su entusiasmo, atizado por la mentalidad decimonónica de sus gobernantes conservadores, llevó a que una extensa red de colaboradores uniera fuerzas para recolectar los fondos necesarios. Así, el 6 de agosto de 1930, el día antes de la posesión del liberal Enrique Olaya Herrera, se erigió el busto de José Asunción Silva en el Parque de Santander. Un efímero triunfo para la juventud liberal de Bogotá, pues años más tarde, después de ser reubicado en las inmediaciones del Panóptico de Bogotá (hoy Museo Nacional), el director del Instituto Caro y Cuervo, José Manuel Rivas Sacconi, decidió llevarse la escultura labrada por el español Ramón Barba a la hacienda Yerbabuena, a las afueras de la ciudad.


El recién restaurado monumento de Rafael Uribe Uribe, en el Parque Nacional. / Foto: Ana Vallejo.

La capital se vio entonces desprovista del monumento de uno de sus principales exponentes culturales. Y, lo que es más, a nadie le importó. “Para mí no es comprensible que eso pase con un poeta de su magnitud, sin duda entre los principales de Colombia. Además se construyó con mucho esfuerzo, luego se la llevaron y nadie dijo nada”, afirma Arcila. Sin embargo, una mirada a la historia de las esculturas en Bogotá devela que en la ciudad ha habido durante décadas una marcada indiferencia hacía la práctica de esculpir figuras de peso simbólico o estético. Casos como el de Silva abundan. Desde la escultura de La Rebeca, antes circundada por una laguna en el desaparecido Parque del Centenario y hoy abandonada en la cercanía de un parqueadero de buses en la avenida 26 (si bien pronto será restaurada), hasta el busto del político Álvaro Gómez, cuyo rostro quedó desfigurado tras recibir un batazo y ser restaurado con otro material. Hoy, además, 50 % de los monumentos se encuentran rayados con sharpies, aerosoles o elementos cortopunzantes.

Esa indolencia está ahora en la mira del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (idpc), que heredó el mobiliario cultural de la ciudad del Instituto de Desarrollo Urbano (idu) hace tres años. “El proyecto que nos entregaron era muy precario. Ellos solo iban y pintaban con betún negro, no solucionaban los problemas de fondo de las obras”, afirma María Alejandra Malagón, coordinadora de bienes muebles del idpc, antes de enumerar algunos de los logros de su equipo: 548 piezas identificadas en toda la ciudad, 500 inventariadas con fichas técnicas; 47 estudios rigurosos con equipos interdisciplinarios de arquitectos, urbanistas, historiadores de arte; 40 monumentos intervenidos, como el de Rafael Uribe Uribe en el Parque Nacional, que costó 130 millones; además de iniciativas para reactivar las obras: bicirrecorridos, rutas a pie, (re)inauguraciones con distintas actividades culturales, intervenciones artísticas como la del videoartista José Alejandro Restrepo en el Monumento de los Héroes o iniciativas como la Liga Contra el Cáncer de vestir con pañoletas turquesa las esculturas femeninas de la ciudad.

Ahora, si bien se puede decir que restaurar en tres años 40 monumentos de un inventario compuesto por 548 obras no es un logro mayor, primero hay que tomar en cuenta que el Instituto cuenta con un presupuesto de 1.200 millones de pesos al año y que rehabilitar una pieza como el Ala Solar, del venezolano Alejandro Otero, puede llegar a costar dos tercios de sus fondos anuales. María Eugenia Martínez, directora de Instituto Distrital de Patrimonio Cultural, es la primera en reconocer que aún falta mucho trecho por recorrer: “No alcanzamos a hacer todo lo que nos planteamos. En una sociedad pobre evidentemente gana la vivienda, la educación, la salud, ¿cómo no? Por eso nos provoca ir con champaña a cada escultura que restauramos”. Martínez, sin embargo, es consciente de que para ganarle el pulso al deterioro no basta con arreglar los monumentos. “Esto exige un cambio de cultura, pero no podemos esperar que eso suceda para actuar”, afirma la arquitecta, antes de enfatizar en que la situación no siempre fue así: “Hace años, estas obras eran celebradas, se les hacía ofrendas florales, pero eso se ha perdido porque los monumentos ya no pertenecen a un proyecto de ciudad”.


El monumento a Cristóbal Colón sobre la 26. / Foto Cortesía Instituto Caro y Cuervo.

¿En qué momento dejaron de infundir respeto los monumentos? ¿Cuándo se renunció a creer que cargaban un valor simbólico? ¿Acaso hoy, cuando ya ni siquiera se enseña escultura en las universidades, aún se deberían conservar? Y si los monumentos son parte fundamental de la creación de las naciones porque funcionan como símbolos comunes entre los ciudadanos, como afirma la curadora Cristina Lleras, ¿qué dice el deterioro de los monumentos sobre la identidad colombiana?

La monumentalización de Bogotá

Llegada la Independencia, la única escultura que se encontraba en el espacio público de la capital era El mono de la pila, un pequeño San Juan Bautista ubicado hasta mediados del siglo xix en el centro de la Plaza Mayor (hoy Plaza de Bolívar). Rodeado de los edificios Reales, las oficinas del municipio y el cabildo eclesiástico, cumplía la función de un oratorio informal adonde los ciudadanos acudían para quejarse de sus problemas. En ese entonces la gran mayoría de los monumentos eran de carácter religioso y se hallaban en los inmuebles de la ciudad, sobre todo dentro de las iglesias. Luego, en 1846, un bronce de Bolívar, esculpido por el italiano Pietro Tenerani, reemplazó a El mono en el centro de la plaza, en el espacio que aún ocupa. Según el académico Fernando Esquivel, “el monumento al libertador duró más de 20 años como la única imagen escultórica republicana erigida en la ciudad, pues solamente esta figura podía ser tolerada por los dos partidos políticos tradicionales”.

En la segunda mitad del siglo xix, el país atravesaba un periodo convulso caracterizado por la búsqueda de una narrativa oficial. Su organización política y territorial, sujeta a las guerras civiles, cambió más de una vez: desde la Nueva Granada hasta la Confederación Granadina, pasando por los Estados Unidos de Colombia. Para Germán Mejía, historiador y decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Javeriana, el país solo reunió las condiciones para consolidarse como un Estado cuando se formó la República de Colombia en 1886. Y una de esas condiciones, dice Mejía, fue la capacidad de crear una memoria de sí mismo, de cómo se formó la patria. “Esto pasa en todo Occidente. En París, Londres, Viena. De mediados del siglo xix en adelante, cuando se consolidan los estados naciones, empiezan a aparecer en todas las ciudades figuras amarradas a los próceres de cada país, sobre todo en las capitales. Los distintos padres de la patria, junto a los héroes de las guerras civiles, ocupan mediante los monumentos un puesto en el Olimpo de los héroes nacionales, para generar un vínculo entre la población y un ente mayor, en este caso, la Nación”.


Inauguración del monumento ecuestre de Simón Bolívar. Parque de la Independencia, 1910. / Foto cortesía Universidad Javeriana.

La verdadera “monumentalización” de Bogotá ocurrió en 1910, durante la celebración del centenario de la independencia de Colombia. Rafael Reyes, presidente del país entre 1904 y 1909, buscaba enarbolar en la población un sentimiento patriótico, que se había visto cuarteado a causa de la separación de Panamá y de la Guerra de los Mil Días, un conflicto en el que murieron más de 100.000 personas. Así que Reyes dejó los planos para que el Parque de la Independencia acogiera una exposición que pretendía, como afirmaba un artículo de El Nuevo Tiempo de la época, exacerbar “nuestro pasado glorioso”. No había mejor contexto para esculpir a los próceres de la patria y así imbuirlos de cierta aura sagrada. “Los monumentos instalados en 1910 no muestran referencias abstractas de la Independencia, como es el caso del paradigmático Ángel de la Independencia, del Paseo de la Reforma, en México D.F. [Aquí] se privilegió el culto a las personalidades y los valores de los próceres sobre los grandes acontecimientos históricos y las batallas”, escribe Esquivel. Basta con mirar, por ejemplo, el proceso de “heroización” de Nariño, a quien no solo se le erige un busto el 20 de julio de ese año en una ceremonia que incluye una procesión militar y salvas de cañón, sino que además, unos años antes, se nombra con su apellido a un departamento donde fue militarmente derrotado y donde, en 1814, los habitantes habían pedido su cabeza.

En las primeras décadas del siglo xx Bogotá acoge, además de la monumentalización de sus héroes patrios, un proyecto arquitectónico que surge en Estados Unidos entre 1890 y 1900: el City Beautiful Movement, una especie de reforma urbanística que tenía como fin revitalizar y acicalar los espacios públicos. “La idea no era otra que embellecer la ciudad para que las mismas áreas abiertas civilizaran a los incultos y los convirtiera en burgueses que siguen normas”, explica Mejía. A ese proyecto pertenecen las esculturas de carácter estético que aparecen en la capital, como La Rebeca, además de los barrios de arquitectura inglesa al estilo de La Soledad y Quinta Camacho. La ciudad, hacia finales de los años cuarenta, se llena de parques, bulevares y antejardines. “Esa Bogotá cuida a sus monumentos, en gran medida porque la narración de la nacionalidad colombiana seguía viva”, afirma Mejía.

El deterioro general


La escultura de la reina Isabel, que tiene un panal de abejas debajo de la falda. /Foto: Ana Vallejo.

El detrimento de los monumentos empieza en los sesenta. En esa década Bogotá crece de manera desbordada. Se emprende la urbanización de Ciudad Kennedy y un número inédito de campesinos migra a la ciudad a causa de la violencia. En 1964, por ejemplo, un censo confirma que más de la mitad de la población, que ya superaba los dos millones, está compuesta de inmigrantes. “Bogotá empieza a construirse atropelladamente y no logra afianzar un sentir colectivo. Las esculturas estaban relacionadas con unas efemérides que todos celebraban, pero cuando los aniversarios dejan de ser de todos, empieza a haber un problema”, dice Martínez. Bajo la insignia del progreso y la urbanización, la capital creció sin reparar en las zonas que va dejando atrás.

Las esculturas entonces se ven sujetas a un proceso de invisibilización, que para Mejía se exacerba por dos factores adicionales: el cambio de función de los espacios verdes y la pérdida de un canon de educación oficial. “La idea de los parques como espacios para niños y adultos, verdes y adornados de monumentos, se altera con el acelerado crecimiento de la ciudad. Terminan descuidados y pasan a ser botaderos de basuras, lugares peligrosos. Luego, en los noventa y la primera década de 2000, el idu recubre muchos de cemento como ocurrió con el parque de la 60 con séptima, donde quedaba el monumento del poeta Julio Flórez, que entonces fue echado a la basura hasta que unos vecinos lo denunciaron y se volvió a poner, pero con un pedestal desproporcionado. Las lógicas espaciales cambian en detrimento de los monumentos. Por otro lado, en los ochenta deja de ser un requisito en los colegios el Compendio de Historia de Colombia, el libro de los abogados Jesús María Henao y Gerardo Arrubla que desde 1911 se había encargado de generar una narrativa oficial del país. Cuando el Estado pierde el control de lo que se enseña, todo cambia, pues es imposible tener una identidad nacional si no hay siquiera una narrativa oficial”.

En cuanto a este último punto, más allá de la calidad del texto de Henao y Arrubla, hoy rechazado por más de un historiador, entre ellos Mejía, el problema radica en que a partir de ese momento el Ministerio de Educación elimina la materia de Historia y la reemplaza por la de Ciencias Sociales (un amasijo de Geografía, Economía, Política, Antropología, Sociología e Historia). Esa decisión, criticada por varios académicos, terminó por cercenar el vínculo entre las nuevas generaciones y el pasado del país. “No hay una amenaza más grave para un país que el alzhéimer en el que hemos caído. La historia explica parte de las realidades y anhelos de una sociedad. Sirve para saber lo que hemos construido, el largo camino que ha tomado obtener muchos de los derechos y libertades actuales, así como para explicar también nuestras tragedias y desastres”, afirmó el historiador Fabio Zambrano a Semana hace tres años en un artículo que hacía un llamado para revertir esa decisión.

La cantidad de grafiti sobre los monumentos refleja esa pérdida de identidad. Para la artista urbana cLOe, los grafiteros intervienen las esculturas “porque no se sienten identificados con ellas. Muchos ven a los monumentos como pedazos de piedra”. Mejía, a su modo, concuerda: “Ya se ha perdido la idea de ciudad monumental, la ciudad que nos representa, y por eso la cuidamos. En ese momento la escultura ya no tiene ningún sentido”.

¿Y entonces?


Recuperar El ala solar, obra del artista Alejandro Otero, costaría 803 millones de pesos. / Foto: Ana Vallejo.

El Instituto Distrital de Patrimonio Cultural no piensa desacelerar su pelea por las esculturas. Ahora pretende involucrar más a fondo al sector privado, después del infructuoso programa Adopta un Monumento, que invita a empresas o embajadas a hacerse cargo de una. En tres años, solo once han sido adoptados. Para Delgado, el futuro se encuentra en hacer canjes de impuestos con el sector privado, para que los empresarios puedan pagar sus contribuciones fiscales arreglando monumentos.

No cabe duda de que el proyecto de Nación impulsado mediante los monumentos fracasó. Los héroes dejaron de ser héroes y volvieron a ser hombres. Es improbable que esa “heroización”, un concepto ya anquilosado, se retome para salvar a las esculturas. Ahora se trata, en cambio, de replantear su función. Si no van a funcionar como focos patrióticos, por lo menos que sirvan de adornos, como pretendió el City Beautiful Movement, o de espacios para intervenciones artísticas. Vale la pena traer a colación las palabras del artista Krzysztof Wodiczko, famoso por sus trabajos sobre fachadas de esculturas: “No hablar mediante los monumentos de la ciudad es abandonarlos y abandonarnos, perdiendo tanto nuestra historia como nuestro presente”.