HILANDO FINO, DE MARÍA VICTORIA URIBE
La resiliencia de las mujeres
La antropóloga María Victoria Uribe acaba de publicar un libro en el que recoge testimonios de varias mujeres mayores que padecieron la época de La Violencia. La recuperación de esas voces, en el actual contexto, da luces sobre cómo omitir testimonios ha sido una de las muchas formas de crueldad en nuestra guerra.
Cuando llegó a mis manos el libro de María Victoria Uribe Hilando fino. Voces femeninas en La Violencia (Editorial Universidad del Rosario, 2015), recordé estas palabras del escritor francés Claude Simon, y que hace unos años me habían dado vueltas en la cabeza. “La Historia no es, como quisieran hacerlo creer los manuales escolares, una serie discontinua de fechas, tratados y batallas espectaculares y deslumbrantes […] si soportar la Historia (no resignarse ante ella: soportarla) es hacerla, entonces la desteñida existencia de una anciana es la Historia misma, la materia de que está hecha la Historia... A condición de que la comprendamos...” (La hierba, 1958).
Prácticamente, toda la obra literaria del francés, premio Nobel en 1985, es un descarnado relato del horror en los combates durante la Segunda Guerra Mundial. A su vez, Hilando fino rescata los testimonios de algunas mujeres campesinas que vivieron en carne propia el periodo histórico de La Violencia, cuyo acontecimiento central es el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en la lejana Bogotá. Y es que, justamente, el hilo conductor de este libro no se sitúa en la reconstitución de una visión grandilocuente de la Historia (con mayúscula), sino en la escenificación de las voces de quienes, retomando los términos de Simon, escribieron verdaderamente esa historia: las mujeres en la guerra. En estas líneas alcanzamos a oír el grito contenido de las ásperas existencias de campesinas del Tolima desplazadas y víctimas del caos social que se vivió durante décadas en el mundo rural colombiano.
Batallas femeninas
“Empecé en 2013 con la investigación, y no fue fácil porque necesitaba encontrar mujeres mayores de 80 años que estuvieran dispuestas a contar sus experiencias de La Violencia. Algunas de ellas inicialmente aceptaron, pero a la hora de concretar la entrevista no se sintieron capaces de hacerlo”, me cuenta María Victoria Uribe. También asegura que el proceso de recolección de los relatos de vida fue un momento extraordinario, porque “aunque ellas no habían contado nunca su historia, la tenían muy presente e hicieron una narración cronológica de los hechos. Comenzaron desde que eran niñitas y fueron avanzando en sus experiencias”. En su doble rol de entrevistadora y transcriptora de estos testimonios desgarradores, la autora se supo hacer discreta; más que realizar entrevistas en el sentido estricto de la palabra, su trabajo consistió en intervenir puntualmente en el río de los recuerdos para contextualizar algunas informaciones y darles coherencia a los relatos de estas mujeres ya mayores.
De esta forma, la perspectiva femenina absoluta que asume el libro es una escogencia tan consciente como consecuente. En el conflicto partidista de mediados de siglo, la mirada de la mujer es la llave que permite escapar a la visión machista y oficialista de la historia. Uno de los testimonios más crudos que podemos leer es el de Teresita, campesina y militante política que tuvo que sufrir la extrema pobreza por culpa del éxodo rural. En un momento particularmente delicado de su relato, se refiere a la salud precaria de sus hijos, dada la situación de pobreza en la que vivía su familia en Villarrica, en medio de la guerra: “Se me murió la niña menor. Se me murió por puro descuido de todos, hasta mío, porque yo pude haber agarrado a esa vieja que tenía los medicamentos, los purgantes, y haberla acuellado, haberle quitado los purgantes y haber purgado a mis hijos. Pero no, no fui capaz, fui incapaz de hacer eso”, confiesa la mujer (p. 223). Ante el dolor inherente a las palabras de Teresita en su recuerdo de la época de La Violencia, la conclusión de Uribe, antropóloga e historiadora, es implacable: “Los hombres hablan de héroes, de batallas, de armas, de escaramuzas, en fin, de todo lo que los hace guerreros; mientras que las mujeres nos cuentan las miserias de la guerra a través de los cuerpos de sus hijos” (p. 94).
El ruido y la furia
Al leer las historias de vida y muerte contenidas en este libro, el lector se pregunta sobre los mecanismos por los cuales sus protagonistas lograron sobrevivir para narrarlas muchos años después. “La capacidad de resiliencia que tienen las mujeres en Colombia es algo impresionante. Son mujeres que se reinventan constantemente. Son mujeres que incorporan sus experiencias violentas y siguen adelante”, agrega María Victoria Uribe. La valentía, pues, no solo está en donde el gran discurso de la Historia lo cuenta. En este punto no puedo sino volver a las palabras de Claude Simon sobre el hecho de que soportar la Historia (o la guerra que, en este contexto, es lo mismo) equivale, en cierta forma, a hacerla.
En ¡Absalón, Absalón!, una de las grandes novelas sobre las relaciones familiares durante un conflicto armado, William Faulkner pone en boca de Rosa Coldfield unas palabras sobre la condición femenina que, a mi juicio, retratan admirablemente el destino de las mujeres colombianas cuyas voces componen el libro de Uribe: “Ese fue el estío desperdiciado de mi estéril juventud que (durante un breve lapso, esa corta primavera del corazón femenino que no retorna) viví, no como mujer, ni como niña, sino como el varón que tal vez debí de haber sido. […] Yo no esperaba luz, sino el destino que suele llamarse ‘triunfo femenino’ y que consiste en soportar, y seguir soportando sin razón, ni motivo, ni esperanza de compensación… y soportar hasta el fin”. En el rompecabezas de la memoria que Hilando fino reconstituye, reconocemos el triste destino de Rosa Coldfield en las narraciones de las mujeres.
El ángel de los silencios
Si los relatos asombran por el ruido que desvelan sobre los horrores de esa sombría época de la historia colombiana, germen de muchos de los males que hoy padecemos, hay en mi opinión otro aspecto tal vez más impactante que recorre el libro de inicio a fin. Se trata de lo que la autora llama el silencio en La Violencia. Apoyándose en la conocida metáfora del ángel de la historia de Walter Benjamin (la alegoría de la mirada del historiador cuando, impotente, dirige su atención hacia las ruinas del pasado), María Victoria Uribe encuadra los relatos de las mujeres de La Violencia en una reflexión sobre el silencio, la cual se materializa en distintos niveles. “Utilicé la figura del ángel de la historia de Benjamin para hablar del silencio de las ruinas de La Violencia”, me responde cuando le pregunto la razón por la cual quiso imaginar a esa criatura alada sobrevolando la realidad colombiana.
El silencio es, pues, en primer lugar, de naturaleza epistemológica. “Las sobrevivientes, aunque logran articular oralmente su relato, tienen dificultades para darles sentido a los hechos vividos. Mi intención al escribir este libro es hacer audible el silencio de medio siglo que ha rodeado la vida de algunas mujeres que fueron niñas durante La Violencia, y con ello contribuir a darle un sentido al sinsentido”, son las palabras que cierran el primer capítulo. En segundo lugar, en las voces de las mujeres se encuentra presente otro tipo de silencio alusivo a la imposibilidad de referirse a acontecimientos especialmente traumáticos. En nuestra conversación, Uribe vuelve, sobre este punto, a su papel como entrevistadora: “Los silencios no son ausencia de algo, son presencia de algo. Los silencios son deliberados, son una forma de decir. Es tocar un punto muy doloroso para el cual no se encuentran palabras. Lo que yo quería cuando intervenía en las entrevistas era señalar esos silencios”.
Hay, igualmente, una tercera forma de silencio, que tal vez sea aún más vehemente, y que la autora ilustra con los testimonios de dos mujeres de clase alta sobre su percepción de la época de La Violencia. En un aparte del libro, Uribe califica este periodo como un “vacío de humanidad” en la historia de Colombia, que, según me explica, “tiene que ver con una sociedad indolente, indiferente, que nunca quiso saber realmente qué pasó”. El contraste entre las vivencias de las mujeres campesinas y las citadinas refleja, de esta forma, este vacío. No es, pues, una casualidad que la cubierta del libro reproduzca una fotografía de la obra Shibboleth, de Doris Salcedo, esa descomunal grieta que en 2007 atravesó el Turbine Hall de la Tate Modern en Londres. La instalación artística de Salcedo y el libro de Uribe buscan representar la profunda fisura que identifica la ruptura consustancial a las clases sociales colombianas. Más allá del silencio en La Violencia, estamos ante la violencia del silencio.
Las últimas palabras de María Victoria Uribe, en las que vuelve al ángel desamparado y solitario de Benjamin, resultan a la vez lapidarias y desafiantes: “¿Cómo reconocer, entonces, los vacíos que han quedado en los intersticios de las tramas narrativas, para esclarecer un pasado lleno de silencios y darle finalmente un sentido? […] Quizá si escucháramos esos sonidos ya apagados y sintiéramos el terror que estremeció a tantos campesinos al ver venir la muerte, nuestra mirada podría volverse hacia atrás y, a la manera del ángel, reconocer como propias las ruinas de La Violencia.
La propuesta de Uribe de darnos a escuchar los silencios de La Violencia en la voz de las víctimas femeninas resulta, en mi opinión, fundamental en el contexto histórico que vivimos, con el posconflicto (ojalá) a la vuelta de la esquina. Cuando le pregunto a la autora qué diría, según ella, el ángel de la historia sobre el pasado turbulento más reciente de Colombia, su veredicto es menos fatalista: “No quedaría tan pasmado con el silencio. Tendría una mirada quizá menos desesperanzadora. Ahora hay más conciencia del conflicto”. Esperemos que así sea y que, en el futuro, el “triunfo femenino” del que hablaba Faulkner no se lea como el destino de soportar el silencio de una historia negra.
*Profesor e investigador.