OPINIÓN

La feria de los horrores

El triunfo de Donald Trump en las elecciones norteamericanas es un horror, aunque no una sorpresa: en el último año y medio he escrito aquí y en la revista Arcadia media docena de columnas explicando por qué era muy posible que ganara, y por qué sería un horror su victoria.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
12 de noviembre de 2016

El triunfo de Donald Trump en las elecciones norteamericanas es un horror, aunque no una sorpresa: en el último año y medio he escrito aquí y en la revista Arcadia media docena de columnas explicando por qué era muy posible que ganara, y por qué sería un horror su victoria.

(Ver: Trump & Co., Choque de extremos, La ballena blanca, No hay mal menor, Lo que gusta de Trump, El sueño americano, La bestia rubia)

Aunque no una novedad tampoco: los Estados Unidos han tenido presidentes espantosos –casi todos, la verdad sea dicha–, aunque tal vez ninguno se haya presentado, de entrada, tan aterrador como este. Ni Jackson, ni Grant, ni Hoover, ni Reagan, y ni siquiera Bush hijo, esa especie de Kim Jong-un tejano exborrachín y analfabeta que jugaba a las guerras.

Trump es todavía peor. En la tosquedad de sus ideas, en la simpleza de su discurso, en la grosería de su comportamiento, en la ordinariez de su lenguaje, en la brutalidad de su tono, en el volumen y el timbre y el acento de su voz, en la vulgaridad de sus gestos, en su ominoso modo de andar. Y lo hace más peligroso que tiene el respaldo de las mayorías republicanas en el Senado y la Cámara, cosa que (salvo un fugaz momento con Bush hijo) no sucedía desde hace muchas décadas. Y lo tendrá también en la Corte Suprema, donde una vacante que la oposición republicana en el Senado no le permitió llenar a Obama espera el nombramiento del próximo presidente para desempatar el atasco entre progresistas y reaccionarios. El bestial presidente Donald Trump llega con más poder incontrolado que cualquiera de sus predecesores. El mundo se estremece de miedo. Hasta su hijo de 10 años, que debe conocerlo de cerca, parecía asustado durante su chabacano discurso de aceptación de la victoria, y le temblaba su recién estrenada corbatica plateada.

Pero el horror de Trump no viene solo. Sino que viene a completar la galería de horrores, como de feria de pueblo con niños de dos cabezas y mujeres convertidas en gallinas que hablan, como de cuento terrorífico de hadas con ogros y gigantes, como de película de James Bond rodeado de grotescos enemigos, en que se ha convertido en los últimos años el panorama político internacional. Es un muestrario de monstruos.

Ahora llega a presidir los Estados Unidos Donald Trump, descomunal, amenazante, un macho depredador que se jacta de agarrar sin pedir permiso a las mujeres por el coño, un multimillonario magnate de casinos de quien se sospecha que hace fraude en los negocios y evade los impuestos (cosa que en los Estados Unidos tiene cárcel), y se peina de una manera tan elaborada como no se veía en los círculos del poder desde la decapitación de María Antonieta: con un artificioso arreglo en nido de golondrina pintado de oro. Lo recibe desde Rusia el ya casi perpetuo Vladimir Putin, que no solo se llama Vladimir como el famoso Lenin (así como el gringo se llama Donald, como el famoso pato, y habla igual), sino que tiene como Lenin un oblicuo ojo eslavo, impenetrable y quieto, de reptil. Putin se ha hecho célebre por hacerse tomar fotos de hombre fuerte pescando grandes salmones con el torso desnudo o luchando contra osos siberianos a golpes de karate, o montando al galope caballos en pelo o pilotando submarinos nucleares, como si supiera, serio, sin sonreír jamás.

Trump tampoco sonríe, mostrando esos grandes dientes tan obligatorios desde, al menos, John Kennedy (y hasta Hillary Clinton). Mussolini tampoco sonrió nunca. Un macho macho no debe sonreír jamás.

Si Trump y Putin siguen siendo los protagonistas centrales del espectáculo, los demás miembros del elenco no se quedan atrás. Desde las Filipinas aplaude a Trump el presidente Rodrigo Duterte, patrocinador de linchamientos de pequeños traficantes y ahorcamientos de drogadictos, explicando con orgullo: “Es que los dos decimos palabrotas”. Desde Inglaterra lo saluda el canciller Boris Johnson con su peluca amarilla de uno de los hermanos Marx, recién brotado del brexit como el payaso de resorte de una caja de sorpresas. Lo espera el presidente turco Erdogan, que se inventa golpes de Estado para aplastarlos en sangre. El presidente de la China, Xi Jinping, construyendo portaaviones nucleares y reclamando soberanía sobre tres archipiélagos y no solo un mar, sino dos. El de Venezuela, Nicolás Maduro, cuya estampa monumental de globo aerostático cautivo sería cómica si no se proyectara sobre un país en ruinas. Sentado en sus cohetes nucleares, el joven déspota norcoreano Kim Jong-un, hijo de su padre, nieto de su abuelo, que ejecutó a su tío traidor de un cañonazo. El primer ministro del Japón, Shinzo Abe, negacionista histórico nostálgico del imperialismo japonés que pretende rearmar su Ejército para defenderse de Corea. El autodesignado califa del islam y comendador de los creyentes Abu Bakr. Los teocráticos ayatolas iraníes con sus barbas rizadas de emperadores de Persia. El fatigado autócrata cubano Fidel Castro, eterno hombre-anuncio de marcas exclusivas de ropa deportiva. La parejita nicaragüense de Daniel Ortega y Rosario Murillo, vestidos los dos con ropas multicolores de circo pobre ambulante, jirones de oropel de lo que fue la revolución sandinista.

Todos son jactanciosamente machos y militantemente machistas, incluyendo a la Murillo que defendió a su hombre cuando violaba a su hija impúber. Mujeres no hay ninguna, aparte de la laboriosa ama de casa teutona Angela Merkel y de la accidental y transitoria Theresa May en la Gran Bretaña del brexit. Eliminada Hillary Clinton en los Estados Unidos, defenestrada Dilma Rousseff en el Brasil, jubilada en la Argentina Cristina Kirchner, asesinada hace años Benazir Bhutto en Pakistán, solo se perfila en el cercano futuro una mujer en la política mundial: el marimacho francés Marine Le Pen, que va a ganar las elecciones presidenciales en representación de Juana de Arco, que ha sido el macho más representativo de la historia.

Convendrán ustedes conmigo en que el panorama de la política mundial puede ser preocupante, y hasta angustioso. Pero no es serio.

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