MARTA RUIZ

La gran franquicia

Los Urabeños no son una simple banda de extorsionistas, ni sólo un grupo que irradia desde Urabá sus planes criminales, sino algo más tenebroso, con alcance nacional.

María Antonia Ruiz Espinal, María Antonia Ruiz Espinal
1 de junio de 2013

Los Urabeños acaban de anunciar su llegada a Altos de Cazucá. Un grupo armado convocó a los líderes de estos barrios de Soacha y les notificó que en adelante prestarían el “servicio de vigilancia”, y para demostrar su eficiencia dieron muerte a un par de ladronzuelos del sector. Obviamente, desde ahora, todo el mundo tendrá que pagarles y pedirles permiso para moverse por sus empinadas calles.


Si usted va a los barrios de Medellín, se encuentra con que Los Urabeños son dueños de las fronteras invisibles y que le cobran vacuna hasta a los vendedores de minutos en cada esquina. El Golfo de Morrosquillo está bajo su control. La situación que se vivía hace dos años cuando mataron a los estudiantes Mateo Matamala y Margarita Gómez, no ha cambiado en absoluto. Ellos son dueños de las playas que otrora fueran balnearios populares, y sus redes van desde los políticos locales hasta los moto-taxistas, comerciantes y ganaderos.

El Nordeste Antioqueño, que hoy es quizá la zona más violenta del país, cuenta con su cuota de sicarios que actúan bajo esta chapa. Todo el mundo les paga extorsión. Desde los tenderos hasta los mineros, los formales y los informales, los ricos y los pobres. Simplemente reciben una llamada telefónica, les dictan el monto, y pasan a cobrar en una moto, con una pistola al cinto. Así se reproduce el sistema. La mayoría de las veces, los Urabeños no son más que las mismas bandas locales de siempre, amparados bajo esta palabra que infunde temor. 

En el Bajo Cauca le ganaron la guerra a Los Rastrojos. Ahora son amos y señores en la región y algunos piensan que por eso han bajado dramáticamente los homicidios. Caucasia, una ciudad con 106.000 habitantes, no ha registrado ninguna muerte violenta en los últimos dos meses. Toda una hazaña en una región minera e inundada de coca. 

Pero a los Urabeños también se les atribuye el hecho de que muy pocos campesinos se hayan atrevido a solicitar restitución de tierras. De más de nueve mil campesinos desplazados que viven en Caucasia, lo han hecho menos de cien. Nadie quiere recibir parcelas en las fincas que fueron de Macaco y de Cuco Vanoy, de quienes piensan, no sin razón, que pronto estarán en libertad y vendrán por ellos. Claro, tampoco es que haya mucha tierra que repartir porque las fincas siguen en manos de sus testaferros. Porque una de las banderas de esta banda criminal es oponerse a la restitución. 

Aunque hay que reconocer que la Policía, y sobre todo el grupo anti-bacrim de la Fiscalía están haciendo bien su tarea y están capturando a los más temidos cabecillas de estos grupos, los Urabeños se siguen expandiendo. Son como la cola del lagarto, que aunque la corten, vuelve y crece. 

En las regiones donde tienen el control, nadie sabe muy bien quién es su jefe supremo, si es que existe tal figura en una red como esta. Los pequeños capos de esta mafia duran poco y controlan apenas pequeñas parcelas de territorio. Es una telaraña de alias sin rostro, difusa. Existe el mito de que hay poderes muy grandes tras ellos y que no son una simple banda de extorsionistas, ni sólo un grupo que irradia desde Urabá sus planes criminales, sino algo más tenebroso, con alcance nacional. Y yo empiezo a estar de acuerdo.

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