En contra de lo políticamente correcto

La indecencia de Borat

El mundo no para de hablar de Borat, ese periodista kazajo que ha despertado la ira de muchos por su racismo y el aplauso de otros por devolverle al cine la ironía. Próxima a estrenarse en Colombia, Arcadia cuenta por qué ha sido tan escandalosa.

Ricardo Silva Romero
11 de diciembre de 2006

Yahora una lista de verdades comprobadas por el abrumador éxito de Borat: que el público ha comenzado a cansarse de lo políticamente correcto, que las parodias siguen siendo la forma más eficaz de poner en duda lo que sabemos, que los espectadores son muchísimo más inteligentes de lo que creen los productores de cine, que no es nada fácil, en este mundo en suspenso, tener sentido del humor, y que el comediante londinense Sacha Baron Cohen, historiador graduado en Cambridge, artista empeñado en combatir la indiferencia de las sociedades, estrella televisiva convertida en dios por cuenta del youtube, ha conseguido despertar a un auditorio anestesiado que parecía haber olvidado los días de Woody Allen, Peter Sellers y Monty Phyton. Habría que decir, de pronto, que Borat es un falso documental de 84 minutos –una pequeña sátira política– que ha recaudado más de doscientos millones de dólares en apenas tres semanas en las taquillas de Occidente. Y que Baron Cohen se inspiró en un médico que conoció en el sur de Rusia (“me morí de la risa desde el momento en que lo vi”) para inventar al personaje.
Inventar a Borat Sagdiyev, “el segundo periodista más famoso de Kazajstán”, el cliente privilegiado (es el hermano) de una de las prostitutas más solicitadas de la región, el tío de un rentable niño peludo (una atracción de feria) al que salvó de ser lanzado a la basura, el hombre sexista, racista y prejuicioso que (he aquí lo conmovedor del asunto) nunca en la vida entenderá semejantes adjetivos. Habría que decir, acaso, que Baron Cohen hará todo lo que esté a su alcance para que nadie se dé cuenta de que Borat es sólo uno de los personajes que interpreta en un programa de humor, el “Da Ali G Show”, que produce para el canal 4 de la televisión británica. Y que en 1994, desde sus primeras barbaridades al aire, desde aquella primera entrevista con aquella primera víctima, dejó más que claro que había llegado al mundo de las ficciones a engañar a las celebridades, a contribuir a la confusión general y a probar otra simple verdad que de vez en cuando sospechamos: que los idiotas (los sexistas, los racistas, los prejuiciosos) al fin han heredado la Tierra.
La película de Borat, dirigida por el mismo Larry Charles que supervisó tantos capítulos de
Seinfeld, se estrenó a comienzos de noviembre en la mitad del planeta. Y ha conseguido, en estas semanas pasadas, muchas más reacciones de las que se proponía: Baron Cohen ha firmado un acuerdo por 42 millones de dólares para filmar otra película sobre otro de sus personajes, los críticos norteamericanos no han parado de elogiarla con adjetivos como “brillante”, “perversa” y “genial”, un periodista turco de 44 años ha exigido regalías por lo que considera un personaje basado en su vida, los productores del largometraje se han pasado los días calmando la ira de los incautos que aparecieron en la película sin saber que todo era una broma pesada, y ciertas autoridades de Kazajstán, ofendidas por la despiadada burla a sus supuestas costumbres, no han permitido que se estrene en los teatros del país, pero el presidente de la nación, Nursultan Nazarbayev, ha salido a defenderla como “una simple pieza de humor que ha puesto a nuestra región de vuelta en el mapa”.
En fin. Faltan por venir las nominaciones al Oscar, los resultados en las taquillas de Latinoamérica y una que otra reacción enfurecida. Pero puede decirse desde ya, con todo lo insólito que suena, que la absurda Borat es una de las películas más importantes de este último año.
Baron Cohen no se va a mover de su lugar. Podrán odiarlo. Podrán demandarlo cientos de veces. Podrá caerle el mundo encima por las salvajadas que hace su personaje. Pero él, disfrazado de Borat hasta la muerte, no dejará de decir ninguna de las monstruosidades que se le pasan por la cabeza. En el estreno de la película en Londres, Borat saludó a una multitud de fanáticos de Baron Cohen con las palabras “prostitutas y caballeros: he venido aquí con Bilak, mi hijo de once años, su esposa y su hijo con la esperanza de venderle este niño a Madonna”. Y la gente que lo esperaba bajo la lluvia se rio, sin rabias, sin desconciertos, porque ya les había quedado claro que la gracia del asunto es el juego, la farsa, la presencia de esa caricatura segura de sí misma que es capaz de cualquier cosa (incluso, como en la película, de perseguir a Pamela Anderson) con tal de probarnos que la indecencia no es esa vulgaridad que nos pone incómodos, ni más faltaba, sino aquella extraña manía de acostumbrarnos a tantos prejuicios.