Bogotá, Bogotá
La mujer que pasó de rebelarse contra el Estado a revelar las fotos del Senado
La excombatiente de las Farc Alexa Rochi encontró en la fotografía la posibilidad de seguir trabajando contra las injusticias sociales que la llevaron a la guerra
Alexa, con su cámara colgada del cuello, tomó aire. A su alrededor se escuchaba cómo varios fusiles disparaban una rafaga tras otra. Un guerrillero se paró al frente y se preparó para accionar el arma. Se puso en posición, acomodó el dedo en el gatillo y disparó. Casi como un reflejo, Alexa presionó el obturador, cuyo sonido se confundió con el fogonazo de la bala.
Hoy esa foto decora la sala de su casa en Bogotá. Han pasado seis años desde que congeló ese instante con su cámara en medio de un entrenamiento. Su realidad definitivamente no es la misma. Ya no carga un camuflado, ni usa boina, pero para Alexa los cambios no son nada nuevo. Su vida ha estado llena de ellos.
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Nació en Tuluá, Valle del Cauca, la tierra donde “nacen muchos y se baila sabroso”. Allí, al frente de la estación de Policía de la ciudad, tuvo una infancia tranquila. Pero la violencia alcanzó a su familia como a muchos en el país: su tío fue asesinado por los paramilitares. Asustados, agarraron sus pertenencias, empacaron lo poco que les cupo en una tula y salieron en búsqueda de oportunidades. Terminaron en el Caquetá.
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Era 1998 y el gobierno de Andrés Pastrana estaba en negociaciones de paz con las Farc en lo que se conoció como la Zona de Distensión del Caguán. Muy cerca de allí, Alexa llegó con su familia sin siquiera tener un lugar para vivir. Pero uno de sus hermanos era colaborador de la guerrilla y en San Vicente les dieron una casa y un negocio para que pudiesen estar tranquilos. Ella tenía ocho años.
Fue su primer encuentro con las Farc. El golpe fue duro: había escuchado durante toda su infancia lo sanguinaria que era la guerrilla y su sueño era ser policía. Al llegar a San Vicente del Caguán la primera persona que la recibió fue el Mono Jojoy, uno de los guerrilleros más reconocidos en el país. “Mamá, me está cargando el malo”, decía Alexa.
El Mono, como hoy le dice Alexa con cariño, se convirtió en un amigo de su casa, iba con frecuencia y su madre siempre le daba de comer. “Ellos para nosotros no eran malos. Las personas ni siquiera se referían a ellos como la guerrilla, sino como los muchachos. Eran pelados uniformados con armas de guerrilleros”, cuenta Alexa sobre su infancia.
Vivieron varios años en El Caguán hasta que lograron volver a su casa en el Valle, donde estudió buena parte del bachillerato. Pero su vida cambió otra vez. Sobrevivió a un intento de abuso por parte de su padre y su familia se dividió entre los que le creyeron y los que no. Llena de dolor, empacó lo que pudo y volvió a Caquetá.
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“No había de otra. Yo no sabía hacer nada y la guerrilla era lo poco que conocía”, dice sobre su enlistamiento en las Farc. Tenía 16 años y empezó a llamarse Paula Sáenz. “Un hijo que se va al monte nunca regresa”, recuerda con tristeza la frase de su madre, que murió un año después.
Alexa había hecho cursos en política y estaba familiarizada con la ideología de la guerrilla, pero jamás había sostenido un arma. Por lo general, todos los combatientes rasos que ingresaban debían hacer una escuela básica en estos asuntos, pero Alexa tuvo su primer fusil casi a la semana de entrar. Estaba alistando un equipo para salir hacia la escuela cuando Kunta Kinte, comandante de uno de los frentes más violentos de las Farc, llegó al campamento. Al reconocerla, le ordenó a otro guerrillero entregarle un arma.
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Acostumbrarse a vivir en la selva no fue fácil. Durante las 24 horas del día estaba rodeada de muerte, así que cada minuto era un regalo. A ‘El Mono’ no lo volvió a ver, a pesar de que lo intentó varias veces. Kunta Kinte era parte de su frente de seguridad y cada cierto tiempo escogía entre los soldados personas para acompañarlo en la guardia. Se ofrecían desesperados por conocerlo.
En una de esas tantas veces, Alexa le pidió que la llevara, pero ya habían consolidado un grupo. “Para el próximo viaje”, le dijo el comandante. Llegó el 22 de septiembre de 2010, el día en que la operación Sodoma abatió al Mono Jojoy en un lugar conocido como La Escalera, en La Sierra de la Macarena (Meta). El presidente Santos, en lo que sería uno de los golpes más duros del Ejército, anunció su muerte desde Nueva York: “Esta es mi bienvenida a las Farc”, dijo.
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Los bombardeos se conviertieron en pan de cada día para Alexa, que desde ese año empezó a trabajar como enfermera. En estas labores estuvo hasta el 2012, cuando el frente en el que estaba pasó a ser liderado por Liliana, una reportera de guerra que registró desde adentro de la guerrilla un gran número de tomas y ataques a pequeños pueblos de la región. Con su llegada, aparecieron las cámaras en la vida de Alexa.
Mientras cumplía como enfermera, Liliana empezó a enseñarle todo sobre fotografía: los tipos de planos, la velocidad de obturación, la profundidad de campo. Durante un año, Alexa se la pasó en un vaivén entre suturas y fotos.
En 2013 dejó sus jeringas y las cambió por una maleta con lentes. Liliana y Rocío, otra comandante de la guerrilla, la motivaron a estar en el curso de propaganda del Bloque Oriental. “¿Y la enfermería?”, les preguntó. Rocío la miró de arriba a abajo, sonrió y, casi como una orden, le dijo: “usted es muy buena enfermera pero nosotros somos revolucionarios integrales, entonces se va a hacer otra cosa”.
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Rocío, experta en explosivos, falleció en un accidente con una bomba el 14 de febrero de 2013. Alexa tuvo que limpiarla y organizarla para su funeral, fue lo último que hizo como enfermera. “Es de las cosas más difíciles que viví en la guerra”, dice con dolor en su voz.
Mientras tanto en La Habana continuaban los Diálogos de Paz, que contra todo pronóstico avanzaban casi sin percances. “En ese momento supe que era el fin de las Farc”, dice sobre la tarde del 25 de agosto de 2016, el día que Juan Manuel Santos anunció el cese al fuego definitivo entre el Gobierno y la guerrilla.
Estaba tomando un café con uno de sus compañeros mientras alistaban el montaje para la décima Conferencia Nacional Guerrillera. Fue la maestra de ceremonias de este evento en el que los comandantes anunciaron ante miles de guerrilleros que firmarían el Acuerdo de Paz.
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En un abrir y cerrar de ojos, la paz se fue materializando para Alexa. Le tocó ver el plebiscito en la selva y sentir el dolor de la victoria del No. Viajó a La Habana tras conocer los resultados, donde vio a generales del Ejército a los que enfrentó durante la guerra preocupados por la paz, y regresó a Colombia con la esperanza puesta en el nuevo acuerdo del Teatro Colón en Bogotá. Recorrió todo el centro del país desde los Llanos del Yarí, en el Meta, hasta Icononzo, Tolima, donde fue parte de los excombatientes que fundó la zona veredal Antonio Nariño.
Llegó a Bogotá a trabajar con NC Noticias, el equipo de comunicaciones del partido que nació en La Habana, pero renunció para “abrirse a nuevas oportunidades”. Nunca dejó de cargar su cámara. En esa búsqueda de camino, otra vez perdida por esos cambios que tiene la vida, encontró la carrera de Artes Visuales en la Universidad Abierta y a Distancia, donde hoy cursa quinto semestre.
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También encontró su otra lucha: en las calles y en las marchas. En Bogotá, Alexa experimentó una ciudad llena de fuerza que ha retratado con su cámara desde que llegó. En su nueva vida, dejó atrás a Paula Saénz y a Alexandra Marín, como dice su cédula, y pasó a llamarse Alexa Rochi, en honor a Rocío, su amiga y compañera que la impulsó a tomarse en serio la fotografía.
Hoy hace parte de la oficina de prensa del Senado de la República. Allí, como excombatiente, ha logrado crear un espacio para su reincorporación haciendo lo que la apasiona: tomar fotos. Más allá de sus compromisos laborales, también se ha dedicado a fotografiar una Bogotá convulsionada, con cientos de marchas que exigen un país distinto.
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“Yo sigo siendo una rebelde con causa. Entregué mi fusil, pero no mis ideales. Ahora me suena mejor el disparo de una cámara. Cuando llego muerta de cansancio a la casa a revisar el material me doy cuenta de que vale la pena. La fotografía es lo que me ayuda a seguir”, dice Alexa.
Mientras tanto se prepara nuevamente para salir a la calle. Alista su tapabocas color rosado, sus zapatos Converse que reemplazaron a sus botas y su cámara Canon que cuelga de su cuello. Espera con ansias disparar nuevamente el obturador y retratar la ciudad a la que hoy llama hogar.
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