HOMENAJE

Gabo, el gran ausente

La firma del proceso de paz ocurre sin la presencia del premio Nobel, que durante toda su vida batalló por conseguir la reconciliación entre los colombianos.

Enrique Santos Calderón
27 de septiembre de 2016
Gabriel García Marquez.

Por: Enrique Santos Calderón

No vivió para contarlo. Y si alguien merecía estar ahí, para vivirlo, para celebrarlo y para contarlo –como solo él lo sabía hacer,– era Gabriel García Márquez. Porque nadie como él trabajó de manera tan continua y discreta por la paz de Colombia. Es un capítulo poco conocido de la vida de Gabo.

Porque siempre exigió que todo lo que él hiciera –e hizo muchísimo– se mantuviera en reserva. Su aversión al acoso mediático era tan real como su fascinación por los laberintos secretos del poder y las tramas e intrigas que suponían las negociaciones de Estado y guerrilla. Era una mezcla de conspirador y componedor, consciente de su prestigio e influencia, que nunca se negó a colocarse al servicio de la paz, ya fuera como facilitador, garante o emisario, en las muy diversas misiones que le encomendaron no menos de cinco gobiernos colombianos. Por razones de salud –y de las injusticias de la vida– no pudo participar en este último y exitoso proceso, donde su aporte habría sido fundamental.

Pero en todas las iniciativas de paz de los últimos 30 años –de Belisario Betancur a Álvaro Uribe– García Márquez estuvo activamente involucrado. Cuando murió, en abril de 2014, la negociación con las Farc ya llevaba dos años y le faltarían otros dos para culminar. En la firma del acuerdo final en la Cartagena de sus entrañas, el gran ausente fue Gabo. Fue el “artífice en la sombra de todos los procesos de paz de Colombia”, como reza mi dedicatoria en el libro que pocos meses después de su ida publiqué sobre los inicios de esta negociación. “Llevo conspirando por la paz en Colombia casi desde que nací”, dijo con típica hipérbole macondiana en una entrevista en 2005 con El País de Madrid. Y aunque no desde tan temprano, si me consta esta vocación desde 1973, cuando me instó a fundar con dineros de uno de sus premios literarios el primer comité de defensa de derechos humanos que hubo en Colombia. Lo había conocido poco antes, y más allá de su cultura y brillantez, me impresionó su moderación política. Alejada del radicalismo comecandela de los jóvenes que en ese entonces idealizábamos la lucha armada.

Enemigo del culto al fusil, Gabo aborrecía la violencia. Por temperamento, personalidad y convicción. Había sido amigo del cura Camilo Torres, pero su ingreso al ELN le pareció trágico y al jefe de esa guerrilla, Fabio Vásquez Castaño, lo tenía como a un tipo siniestro. Así me lo comentó una noche de finales del 72 en Barranquilla, a donde yo había viajado para convencerlo de meterse en el proyecto de la revista Alternativa. En cambio, el jefe del M-19, Jaime Bateman Cayón, a quien conoció pocos años después, le pareció un personaje atractivo y carismático. No solo por costeño, inteligente y mamagallista, como el propio Gabo, sino porque simpatizó con la propuesta de un “diálogo nacional por la paz” que Bateman lideraba con ahínco desde la clandestinidad. Ahí comenzó su primera inmersión en los pantanosos vericuetos de la paz, que terminó mal. Nada menos que con su exilio y huida del país en marzo de 1981, cuando se convenció de que el gobierno Turbay lo iba a poner preso por vínculos subversivos con el M-19 y el régimen cubano.

Eran los tiempos del Estatuto de Seguridad, cuando los militares mandaban la parada y varios intelectuales y artistas (el poeta Luis Vidales, la escultora Feliza Burstyn, entre otros) habían sido encarcelados por sospechas parecidas. Salido Turbay Ayala, la llegada en 1982 de Belisario Betancur a la Presidencia desató el primer proceso formal de paz del gobierno colombiano con la guerrilla, motivado en gran parte por las conversaciones que había sostenido García Márquez con Bateman. El comandante del M-19 desapareció en abril del 83 en una avioneta rumbo a Panamá, donde se supone iba a reunirse con un emisario del gobierno que nunca dio la cara. Gabo se empeñó en investigar el extraño accidente, y en una entrevista con el segundo hombre del M-19, Álvaro Fayad, este le confirmó que esa guerrilla seguía firme en actitud de diálogo.

Tras esa cita se iniciaron acercamientos con el gobierno, que llevaron al encuentro en Madrid del propio presidente Betancur con Fayad e Iván Marino Ospina. De esta reunión, facilitada por Felipe González y movida por Gabo, salió la esperanza de un exitoso proceso de paz. Pero poco después Fayad y Ospina murieron en enfrentamientos con la fuerza pública y con ellos, esa posibilidad de paz, que con la toma del Palacio de Justicia quedó enterrada durante varios años. Este hecho impactó a García Márquez y lo sumió en un hondo pesimismo sobre la fatalidad de la violencia colombiana.

Por fortuna fue pasajero, porque nunca abandonó su esperanza de una reconciliación con los grupos guerrilleros (con Farc, ELN y EPL también había contactos), y en noviembre de 1989, ya bien entrado el gobierno de Virgilio Barco, el nobel recibió una carta de Carlos Pizarro, nuevo comandante del M-19, en la que le reiteraba el compromiso de su movimiento con la paz. GGM la tomó en serio, se la jugó de nuevo y activó sus contactos internacionales –Felipe González, Carlos Andrés Pérez, Fidel Castro– para que facilitaran el proceso. Pocos meses después, en marzo de 1990, se firmó finalmente la paz con el M-19. El entonces consejero de Barco, Rafael Pardo, hoy ministro del Posconflicto, no cesa de recordar que el papel de García Márquez fue fundamental en el feliz desenlace. Logró, entre otras cosas, que militares venezolanos recibieran las armas del M-19.

A partir de ahí, de ese primer acuerdo serio del Estado colombiano con la guerrilla, que luego involucró también al EPL, al Quintín Lame y al PRT, no es fácil seguirles la pista a todas las diversas iniciativas de paz en las que continuó metido el nobel con las guerrillas restantes y los gobiernos subsiguientes. Intentaré sintetizar lo que desordenadamente recuerdo.

En el gobierno Gaviria (1990-1994) hizo varias gestiones para posibilitar un diálogo fructífero con las Farc y para que tuvieran éxito las conversaciones que se adelantaron en Caracas y Tlaxcala con la Coordinadora Guerrillera, en las que participó Humberto de la Calle. No tuvieron éxito, pero hay una anécdota insólita que retrata la entera disponibilidad de GGM para estas tareas. Fue la ‘pega’ telefónica que le hizo un domingo en la noche el humorista Jaime Garzón (q.e.p.d.), que era experto imitador de voces. Gabo ya estaba empijamado en su apartamento de Bogotá, cuando Garzón lo llamó, haciéndose pasar por el presidente de Venezuela Carlos Andrés Pérez, para urgirle que se trasladara esa misma noche a Caracas en el avión presidencial que le había despachado, para una delicada tarea con la Coordinadora Guerillera.

Gabo no vaciló un solo instante, se vistió, empacó de afán y se prestaba para salir al aeropuerto cuando Garzón cayó en cuenta de que se le había ido la mano y llamó al nobel para contarle la verdad. No le cayó nada en gracia y duró varios meses literalmente “emputado” con el humorista. Nunca lo había visto tan bravo. Para Gabo la paz no era cosa de chiste. Durante el tormentoso gobierno de Ernesto Samper (1994-1998), el escándalo del proceso 8.000 impidió que se diera un proceso como tal.

GGM nuevamente quiso ayudar, pero ni las Farc, ni los militares, ni los gringos quisieron avalar iniciativas del cuestionado presidente. Su consejero de paz, el hoy senador uribista Carlos Holmes Trujillo, buscó varios acercamientos con las Farc y estas siempre respondieron con una piedra en la mano. Samper llegó a plantear un despeje en la zona de La Uribe y municipios aledaños pero los militares, con el general Harold Bedoya a la cabeza, se opusieron rotundamente, lo que generó una crisis de aires golpistas. ‘Rumor de sables’ fue la portada de SEMANA.

Samper decidió buscar por el lado del ELN, donde le fue menos mal, y nuevamente García Márquez fue decisivo para que se diera una cita en Cuba, de la que salió luego en Madrid el curioso Acuerdo de la Puerta del Cielo y otro, igualmente etéreo, en el claustro alemán de Maguncia. En 1997 Samper declaró iniciado un proceso con el ELN, al que le reconoció carácter político.

Nada salió de esas desesperadas audacias. Los elenos no son propensos a acuerdos celestiales –ni terrenales– y el campo de maniobra de Samper estaba en cero.

Un Ejército desmoralizado sufría los peores golpes en su historia a manos de las Farc, la mitad del país pedía la salida de Samper y el presidente de la republica había sido despojado de su visa de Estados Unidos. Gabo ayudó en lo que pudo, pero al final se alejó. Entendió que nada había que hacer. Con la llegada en 1998 de Andrés Pastrana y su gigantesco despeje del Caguán, de nuevo García Márquez se puso a disposición.

Confió en que ahora sí podría resultar el proceso de paz, lanzado esta vez por quien simbolizaba el antisamperismo, se abrazaba y retrataba con Tirofijo y otorgaba concesiones sin precedentes. Fue al Caguán y escribió una crónica, les dedicó libros a los jefes de las Farc, le ayudó a Pastrana en su discurso ante la silla vacía… Movió hilos visibles e invisibles durante esos tres largos años caguaneros que terminaron en una gran frustración nacional y en la elección presidencial de Álvaro Uribe.

Tal era el talante del nobel de estar siempre en la jugada por la paz de Colombia, que incluso ayudó a Pastrana en acercamientos con Carlos Castaño, para poner fin a las masacres del paramilitarismo. Convenció a Felipe González de ir a Panamá a reunirse con ellos y este perdió el viaje. Las Farc advirtieron que diálogos con esa gente eran incompatibles con los del Caguán. Luego vino Álvaro Uribe, montado sobre la debacle del experimento pastranista y de las barbaridades guerrilleras, quien no obstante buscó varias veces al ELN y a las Farc. Con estas últimas no le fue bien, a pesar de que se reunió dos veces con el enviado del jefe de las Farc.

Con el ELN sí hubo largos encuentros entre 2005 y 2007 en La Habana, con el comisionado Luis Carlos Restrepo, que García Márquez inspiró y promovió. Uribe, quien había solicitado su mediación, le ‘pidió a Dios’ que la gestión del nobel en la capital cubana tuviera éxito.

Sobreponiéndose a la enfermedad que ya lo agobiaba y a las desilusiones acumuladas, Gabo siguió en esa brega. Al punto de que, cosa rara en él, asistió a reuniones, posó para fotos de la prensa internacional, recibió en su casa habanera a jefes del ELN y hasta le tocó leerse el libro de poemas que uno de ellos le llevó… Esas eternas sesiones en la capital cubana tampoco trajeron la anhelada reconciliación.

Fue su última conspiración por la paz. Nadie sabrá, en fin, todo lo que Gabriel García Márquez alcanzó a hacer. Su obse-sión por la absoluta reserva fue en serio y no hay forma de precisar las gestiones, intrigas, recomendaciones y encargos de toda índole que el más ilustre de los colombianos realizó a lo largo de tres décadas, aquí y allá, en cualquier lugar del mundo, con presidentes y cancilleres, con guerrilleros o generales, para lograr su sueño de desterrar la violencia política entre sus compatriotas.

El coronel Aureliano Buendía, que participó en 32 levantamientos armados y los perdió todos, decía que era más fácil empezar una guerra de mierda que terminarla. Tan cierto, que al fabulador de Macondo no le alcanzaron los años para ver cómo su lucha de toda una vida se plasmó en la firma que el 26 de septiembre puso fin a medio siglo de contienda fratricida. Pero ahí estaba la presencia mágica del eterno conspirador por la paz. Su espíritu flotaba entre bóvedas y murallas de su amada Cartagena. Y del corazón de todos los presentes brotaba un mismo sentimiento: ¡Gracias, Gabo!