OPINIÓN

La verdad es el mejor cimiento de la democracia

El 24 de marzo se conmemora el Día Internacional del Derecho a la Verdad, honrando la memoria del arzobispo salvadoreño Óscar Romero, asesinado ese mismo día de 1980.

Enrique González Bacci
24 de marzo de 2013

El 24 de marzo Naciones Unidas conmemora el Día Internacional del Derecho a la Verdad, honrando la memoria del arzobispo salvadoreño Óscar Romero, asesinado ese mismo día de 1980 por su valiente defensa de los oprimidos de su país.

El derecho a la verdad, según un creciente corpus jurídico y práctico internacional, reconoce que las víctimas de crímenes internacionales, y también las sociedades, tienen derecho a conocer los hechos, circunstancias y responsabilidades relativas a atrocidades como torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones arbitrarias.

Una rápida mirada a algunos rincones del mundo basta para comprobar que sociedades ricas y pobres están poniendo en marcha comisiones de la verdad para implementar los derechos de las víctimas y contribuir a la reconciliación y el fortalecimiento del Estado de derecho.

Túnez, cuya revolución desencadenó en 2010 la Primavera Árabe, está debatiendo, a pesar de su complicada situación política actual, una exhaustiva ley que contempla la constitución de una “Comisión de la Verdad y Dignidad” para examinar las violaciones de derechos humanos cometidas por los gobiernos tunecinos desde 1956, fecha de la independencia del país.

En Colombia, el Gobierno y las FARC están haciendo progresos en la negociación de un acuerdo de paz que incluiría un proceso de esclarecimiento de la verdad y garantías para los derechos de las víctimas, poniendo fin a casi 50 años de conflicto.

En Brasil, la histórica Comisión Nacional de la Verdad está escuchando a supervivientes y registrando los archivos oficiales para esclarecer  las torturas y asesinatos cometidos durante la dictadura militar.

E incluso en Canadá, con una historia reciente carente de dictaduras o guerras, una Comisión de la Verdad y la Reconciliación está a punto de poner fin a cinco años de trabajo durante los que ha examinado uno de los capítulos más sombríos de la historia del país: el trato dispensado a miles de niños indígenas, obligados a vivir en  “internados indios” creados para propiciar la asimilación cultural forzada.

¿Por qué sociedades tan distintas están apostándole al poder de la verdad, para enfrentar profundos traumas históricos y encaminarse hacia un mejor contrato social? ¿Y por qué otros países dan por hecho que la mejor manera de encarar un pasado problemático es ocultarlo o negarlo? Después de todo, algunas transiciones democráticas como la española se basaron en el silencio impuesto a las víctimas; y Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, es tristemente famoso por su renuencia a discutir oficialmente el legado que ha dejado en todo el mundo su política de apoyo a dictadores aliados y, dentro del país, la arraigada discriminación de sus propias minorías.

¿Se puede construir una democracia sólida y legítima sobre el silencio, o es que la verdad proporciona cimientos más profundos? 

Lo que Túnez, Colombia, Brasil y Canadá creen es que indagando en el pasado darán poder a las víctimas forzadas a vivir en el abuso y la invisibilidad, animándolas a confiar de nuevo en sus conciudadanos y en su Gobierno; que la verdad y la censura moral de los delitos crearán instituciones más responsables, haciendo menos probables los abusos futuros; y que el conocimiento de los hechos proporcionará a las nuevas generaciones instrumentos para rechazar la violencia y la discriminación. 

En países como España y Estados Unidos, se diría que el Gobierno, a contracorriente de los principios democráticos, cree que necesita actuar como un padre severo ante una sociedad que no puede enfrentarse a la verdad; o bien, para proteger ciertos intereses, evita esclarecerla por completo.

Pero esos mismos Gobiernos reaccionan de manera confusa cuando se demuestra que las heridas del pasado aún están abiertas, como en España, cuando ondean banderas republicanas en las manifestaciones masivas contra los políticos; o en Estados Unidos, cuando la filtración de documentos clasificados rasga el velo de silencio que cubre los abusos cometidos durante la llamada “guerra contra el terrorismo”.

Estamos ante una cuestión clave de nuestro tiempo. Cincuenta años atrás, la norma era el secretismo oficial y las víctimas, normalmente desacreditadas, quedaban forzosamente fuera de la esfera pública porque se las consideraba un incómodo recuerdo de los abusos del poder. Ahora, incluso en medio de la brutalidad autoritaria o de la opresión estructural, las sociedades están exigiendo que la transparencia y el conocimiento sean inherentes a una concepción sólida de la ciudadanía.

Los Gobiernos que decidan hacer caso omiso de esta nueva tendencia se pondrán a contracorriente de la historia.

*Eduardo González es sociólogo y director del Programa de Verdad y Memoria del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ). Ayudó a organizar y a poner en marcha la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú.

**Traducción de Jesús Cuéllar Menezo

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