Literatura
‘Mírame’: el regreso del escritor Antonio Ungar
Desde 2010 no publicaba una novela. Esta entrevista gira en torno a ese nuevo libro, que en Colombia empezará a circular a finales de marzo.
Tiene un piercing en la oreja izquierda y dice “chévere” más veces de las que uno esperaría que una persona de 44 años lo dijera. Usa gafas solo a ratos; gafas rectangulares de sólido marco negro. Desde hace siete años (con un intermedio de dos en Colombia) vive en Jaffa, o como a él le gusta decir, “en territorio sin nombre”, con su esposa y sus tres hijos. Allá escribió la novela Tres ataúdes blancos, ganadora del premio Herralde en 2010 y finalista del Rómulo Gallegos en 2011. Salvo un libro infantil, después de eso, nada. Hasta ahora.
Antonio Ungar dice que es muy zanahorio y muy solitario. Que quizás sea por eso que no le salen bien los diálogos en sus libros, con personajes muy concentrados sobre sí, y que quizás sea esa la razón por la que el alcohol funciona como mecanismo de desahogo en sus personajes. Personajes que pueden aparecer en ciudades inglesas o colombianas con la misma naturalidad con que pueden aparecer en ciudades francesas o italianas. No hay una geografía definida en su literatura. Como en su vida. Ha vivido en Manchester, en la selva colombiana, en México D.F., en Barcelona, en Iowa y en Palestina. Se graduó de arquitectura y empezó una maestría en literatura comparada que nunca terminó porque le tocaba leer teoría y crítica literaria, pero nunca llegaba a los libros.
En enero de este año estuvo en Barcelona unos días presentando su más reciente novela. Una novela que no tiene nada que ver con la anterior: ni en tamaño, ni en tono, ni en tema. Luego de una semana en ruedas de prensa, cocteles, almuerzos con editores, cenas con cónsules, estaba frito.
–Estoy frito, por fa hagamos la entrevista en el hotel–, me escribió el día que viajaba de vuelta a casa.
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La novela se llama Mírame (Anagrama) y narra la doble trama de una obsesión. Es la tragedia de un xenófobo francés que se enamora de una inmigrante paraguaya al mismo tiempo que maquina el resurgimiento de una gloriosa y vieja república, hoy moralmente en ruinas (léase Trump, léase Le Pen). El narrador –que empieza un diario para anotar las minucias de su vida cotidiana– se inquieta cuando ve que en el edificio de enfrente se ha mudado una familia “oscura (hindúes o árabes o gitanos)”. Los vigila desde la ventana de su casa. Los espía con cámaras y micrófonos. Para Ungar, Europa está en ese momento de crisis de no saber qué hacer con los inmigrantes, y añade que el fenómeno de Trump en Estados Unidos obedece a que el país se está volviendo mestizo y no saben qué hacer. Cuando uno le pregunta que si entonces su ficción tiene un carácter político él responde con un inobjetable “por supuesto”.
(Piglia decía que existe una tensión entre los modos de narrar. Si por un lado están los relatos construidos por el Estado o el mass media, por el otro lado está un ejército en retirada (el de la narración literaria) que produce acciones de hostigamiento. Si los comunicados oficiales o los medios de comunicación dictaminan que un tiroteo fue perpetrado por un “lobo solitario”, el novelista intentará ofrecer otras conclusiones. Otros modos de ver. Y se adentrará en ese personaje xenófobo y fundamentalista hasta determinar sus razones. O al menos hasta dar con sus más profundas manías. La ficción como mecanismo que pone la mirada en esas zonas oscuras. Esas zonas en apariencia “invisibles”. En este caso el fundamentalismo (xenófobo) de una clase media blanca y europea).
Todo el libro está narrado en primera persona, en la primera persona de un xenófobo que conspira un plan para “empezar la guerra tantas veces prometida”. Ungar dice que tomar partido por el inmigrante es menos contundente que tomar partido por el agresor. “Espero que los europeos no lean diciendo ‘este loquito’, sino que se den cuenta de que son ellos: el personaje comparte punto de vista con mucha de la derecha europea. Siempre que hay un atentado de un blanco se dice que está loco. Y cuando es un atentado de un árabe se dice que es por motivos religiosos. Están locos los dos, digamos. O los dos son igual de fanáticos”, remata Ungar en la presentación del libro, que tiene lugar en el Palau Moja a los pies de las Ramblas, donde hace unos meses tuvo lugar un atentado yihadista.
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Quisiera saber cómo es para usted la relación entre escribir y publicar –le pregunto al arrancar la entrevista– .
–A mí me gusta sacar lo que está muy bien –contesta–. Hubo un libro que acabé…¡dos libros que acabé! Y que decidí no publicar. Uno que aparentemente se va a volver un guion de cine. Y una novela larga que fue un desastre, que no me gustó.
–La terminó y decidió guardarla.
–Sí, eso no es fácil en términos prácticos porque la plata se necesita. Pero no tiene mucho sentido sacar un libro que después cierra puertas o que es malo. Y es un poco arrogante darle al lector cualquier cosa que uno va sacando.
–¿Y cuáles son sus parámetros para decidir qué vale la pena y qué no?
–Tengo amigos que considero que tienen muy buen criterio. Y luego yo mismo: le doy un tiempo largo al texto y luego lo releo y decido qué hacer.
–¿Cómo es para usted la relación con la lengua, con el español, en un ambiente en el que se habla árabe y hebreo?
–Difícil. Yo soy muy solitario y eso me ayuda. Pero a veces es claustrofóbico. Porque yo no tengo nada de memoria. Para mí es dificilísimo aprender los idiomas y luego me queda muy poco tiempo. Entonces es muy raro estar en un país donde uno no entiende nada. Empieza uno a observar mucho más porque no puede hablar –dice y se queda unos segundos en silencio–, el árabe lo entiendo un poco. Pero es muy raro porque uno no puede ni siquiera leer los letreros, nada, es como chino.
–¿Y cómo…
–Lo bueno es que la gente habla inglés en general, entonces me toca en inglés. Pero también es raro ser el gringo. Me hace falta leer más en español. También porque estoy leyendo pura prensa en inglés que me gusta más y solo consigo libros en inglés. Por eso voy a Colombia una vez al año.
–A conseguir libros.
–¡Y a hablar! A tener la lengua viva. Porque yo hablo con mis hijos pero eso se va perdiendo.
–¿Y su esposa habla español?
–Habla español. Pero ella es árabe entonces le habla a los hijos en árabe. Pero ellos hablan español muy bien. Eso es un sancocho.
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Hablamos del mundo editorial, de premios y listas y rankings (fue seleccionado en la primera edición del Bogotá 39). Me dice que la literatura es un mundo tenaz porque los espacios son muy chiquitos y depende de individuos muy aislados trabajando muy duro. Y funciona con redes de ese estilo y hay que saber manejar todo ese mundo del poder. Y dice que él trata de estar lo más lejos posible porque es muy torpe en eso. Que solo aparece para estas vainas y luego se pierde. Y que ahora le sirve estar allá [en Palestina-Israel], lejos. Las listas y los rankings tienen un valor, dice, porque normalmente los jurados son buenos y ayuda para mostrarle libros al lector, y que sí, que se trata de una estrategia de mercado pero que al mismo tiempo le sirve al escritor y al lector. Que a él los premios y esas cosas le han servido, aunque al final no hay que creérselos del todo: igual es un jurado al que le gustan los libros o no le gustan, al final es un criterio que no es absoluto.
Si uno le pregunta por sus afinidades literarias él responde que son muchas y que le queda difícil enumerarlas todas, que depende de cada época. En este libro se nota la implícita relación con algunos clásicos del cine: La ventana indiscreta de Hitchcock, Los inquilinos de Polanski o Taxi Driver de Scorsese. Y la influencia de Javier Tomeo, “un catalán que hacía cosas cortas con un poquito de thriller pero más profundo”. Si uno insiste por influencias decisivas en su obra, él reitera que es difícil. Pero cada tanto salen nombres: García Márquez, Mutis, Faulkner, Bolaño, Pink Floyd o Conrad. “De Conrad me gustan mucho los finales porque los deja abiertos, son buenísimos, casi nunca los cierra. Para mí, los finales y los arranques son muy importantes. En un recuerdo de larga duración, un noviazgo, por ejemplo, uno se acuerda del principio y del final. Y en la lectura es clave porque si uno no coge al lector desde el principio, se le va. Y el cierre es importante también: para el recuerdo que le queda al lector y para la historia. Hay finales muy efectistas y hay finales demasiado abstractos: yo trato de situarme en la mitad”.
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–¿Cómo es para usted el ambiente ideal de trabajo?
–Me gustaría tener oficina –dice Ungar y se ríe–. Me distraigo mucho con todo. Entonces por ahora me toca trabajar en la casa, en horas de colegio de los niños. Entre más silencio mejor. Últimamente pongo música electrónica. Que no tiene letra, que uno ni siquiera puede imaginarse a los músicos, como en la música clásica, porque solo es un ritmo –dice él–. Y ahí hay de todo, me he ido metiendo en ese mundo. Uno se imagina el techno y esas vainas de los raves pero eso es todo un universo. Aquí en Barcelona hay un festival buenísimo.
Y dice que le encanta la música. Que la música le ayuda mucho en la escritura. Pero que en el momento de escribir sólo puede hacerlo en silencio (o escuchando cosas muy abstractas) para no distraerse. Dice que en verano cierra todas las persianas y prende el aire acondicionado. Que aunque le gustaría trabajar de noche, le toca por la mañana.
–Y esos momentos de silencio, cuando está concentrado, ¿son momentos de angustia o de placer?
–De placer, yo creo. No es un trabajo fácil, como le digo, he botado dos novelas. La angustia es de pronto más por el tiempo que pasa. Pero el momento de la escritura a mí me gusta en general. Y soy un poco compulsivo, no puedo parar de escribir. Entonces también escribo cosas de todo tipo.
–¿Cosas que no necesariamente tenga pensadas convertir en un libro?
–Sí, textos. Siempre estoy trabajando en algún libro pero a veces escribo cosas más para mí, o descripciones. Todo el tiempo estoy escribiendo.
–¿Lleva algún diario?
–No, son textos sueltos. Yo creo que la literatura tiene esa doble o triple, (lo que sea, es muy compleja), pero tiene una parte que es terapéutica. Uno escribe y ahí libera cosas. Entonces a veces escribo cosas más íntimas. Y en los libros también uno está soltando muchos fantasmas, muchas vainas.
–¿Y ve la literatura como competencia?
–No, para nada. Es que es una cosa que no es medible. Si uno mira la lista de premios Nobel, la mitad de escritores que después han sido importantes pues no están ahí. Y muchos que estuvieron ahí desaparecieron. Las listas siempre son subjetivas. Eso de “el mejor escritor” no existe. Sí hay como un consenso de escritores que le cambiaron la vida a la gente. Pero eso es muy relativo, afortunadamente.
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La última lectura que lo impactó fue The Comedians de Kliph Nesteroff, una historia de la comedia gringa desde que Estados Unidos existe. “A mí todo el tema del humor me interesa mucho, dice Ungar, me parece que el humor es un recurso cheverísimo. Creo que el stand-up tiene una forma de enfrentar la política que es muy chévere, muy agresiva. Es el único momento donde se pueden decir cosas políticamente incorrectas. Louis C.K. es un genio. Seinfeld no me gusta: ni la serie ni el comediante. Pero Dave Chappelle sí me gusta mucho. Yo no sé si usted se sabe la historia. Él tenía un programa que se llamaba el Chapelle Show y Comedy Central le ofreció 40 millones de dólares por otra temporada. El tipo se fue y no firmó. Se fue a África. Decían que se había vuelto drogadicto, decían que se había vuelto loco. Después fue apareciendo poco a poco y contó que en ese contrato le iban a exigir cambiar los contenidos, que lo iban a domesticar. Estuvo 10 años sin hacer comedia y ahora está haciendo stand-up buenísimo”.
No se sonroja pero se excusa diciendo que puede parecer pedante aunque sea cierta la historia. Y cuenta la anécdota de cuando una vez en Barcelona, iba montado en un bus muy ruidoso, venía pelando con una novia, el bus estaba lleno y de pronto empezó a sonar el celular: una vez, dos veces, tres. La señal era muy mala y se cortaba. Y a la tercera, Ungar gritó ‘bueno, ¿quién es?’. Al otro lado del teléfono le respondió una voz que dijo ser Roberto Bolaño. Ungar se bajó de inmediato. Para entonces él ya se intercambiaba correos con Bolaño. Ungar, veinteañero, había publicado un par de libros de cuentos; Bolaño, camino a la consagración, ya había publicado Los detectives salvajes y había leído los cuentos de Ungar. En su discurso de Sevilla, poco antes de morir, el chileno instaba a leer al jovencísimo Antonio Ungar, que a su vez recuerda a Bolaño como un tipo raro y muy intuitivo: “Una vez –recuerda–, cuando me fui a vivir a México, Bolaño me escribió: ‘Cuando llegue a México y baje la escalerita, México lo va a estar esperando con un látigo’. Y tenía toda la razón: México es bravísimo, estuve un año tratando de escribir. Luego, otra vez, añade Ungar, nos estábamos escribiendo, yo estaba en Inglaterra y le dije ‘Paso por Barcelona, veámonos’, y él dijo con ese humor negrísimo suyo: ‘Si estoy vivo, porque si estoy muerto va a ser difícil’. Y a los pocos meses se murió”.
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–Dijo en la presentación del libro que usted escribe historias convencionales, que no le interesa las facetas posmodernas de la literatura, de la literatura como juego. Supongo que no anda pendiente de esta vaina de experimentar y llevar la literatura más allá. De la literatura como progreso.
–No, para nada. Eso cae en las modas. Y es que además no me queda tiempo. Yo no leo novedades. Para mí tiene la misma importancia la literatura que me conmovió de las comedias y las tragedias griegas, pasando por todo lo demás. Porque veo la literatura como una cosa a resolver problemas –dice con inconfundible acento bogotano–. Como la carpintería, digamos. Uno tiene ciertas herramientas y hace lo mejor que puede con ellas para contar una historia. Hay otros que ya han resuelto muy bien esos problemas. Entonces chévere aprender de ellos.
–Lo digo porque hay una entrevista de Bolaño en la que dice que la literatura lineal, que cuenta una sola trama, terminó. Que eso es del XIX…
–Yo creo que esos experimentos siempre son buenos para los otros escritores. Por ejemplo Joyce es ilegible: el Ulises, que es tan difícil, les abrió la puerta a muchos escritores. Con formas nuevas de contar. Y Bolaño lo hizo muy bien porque no solo abrió puertas sino que además son ricos de leer sus libros. Pero a mí no me interesa eso. Se ha dicho muchas veces que la literatura está muerta. Pero siempre se pueden contar historias de muchas maneras. Creo que ahora nos estamos volviendo casi que música clásica.
–¿Los escritores?
–Sí, y un poco nuestros libros. Yo no sé qué va a pasar, pero las series de tv son tan buenas y hay tantos medios de contar bien las cosas que creo los libros que se están volviendo minoritarios. Me parece que están quedando para la gente que puede sacar el tiempo. Esta época no es para sentarse a leer libros.
–Ni para escribirlos…
–Ni para escribirlos –se ríe él–, exacto. A mí me interesa contar historias. Yo hago muchos juegos literarios, pero me interesa siempre que haya una historia. Y para hacer lo que hace Bolaño es un talento distinto: él lo tiene todo, es un escritor que a mí me gusta mucho pero a mí no me interesan esas cosas.
–¿Y qué cree que hay en la literatura que haga que valga la pena contar esa historia en ese formato y no en una serie de televisión?
–Yo creo que la escritura misma: tiene mucha más profundidad, hay muchos más niveles de enfrentarse a una historia, hay más libertad para el que la lee. Cada uno se imagina un mundo muy distinto –dice él, con las manos en los bolsillos de su buzo negro–. Y luego tiene unos niveles de profundidad que son chéveres, como de ritmo, de imágenes. La palabra da para muchos juegos de profundidad que la imagen audiovisual no. La serie de tv le muestra la imagen y usted no se puede imaginarse otra cosa.
–¿Usted cree que en la literatura pasa lo mismo que en el caso de Chapelle? ¿que por firmar contratos o firmar con agencias el escritor ceda un poco?
–Sí. Desde el principio está muy definido: está el escritor que escribe para ser famoso o para tener plata; y están los que escriben por escribir, para contar historias, los que están más comprometidos con la escritura misma. Y hay muy pocos que tienen la suerte de ser buenos escritores y vender mucho como García Márquez o Bolaño, que ahora es un fenómeno. Son escritores que claramente querían escribir. Los bestselleros claramente quieren vender. Que no es menos importante. Porque vaya usted y escriba un best seller. Pero son maneras distintas de entender la literatura. A mí sólo me sale lo que me da la gana escribir. Casi que no lo puedo evitar.
–¿Y usted por qué escribe?
–No sé muy bien, no lo pienso mucho tampoco. Realmente es una decisión lo menos práctica del mundo. Yo estudié Arquitectura, podría estar haciendo plata, soy de una familia de clase media alta que podría estar muy tranquilo y escogí este camino que es dificilísimo de plata. Pero no podía evitarlo. Es lo que sé hacer, cada vez más. Y ya me toca seguir por ahí.