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Así comienza el “Camino a Macondo”
En varias oportunidades, García Márquez dijo que para escribir un libro primero había que aprender a escribirlo. “Camino a Macondo” es una compilación de todos los textos publicados por el colombiano, en los que se ve cómo el famoso universo de Macondo va cogiendo forma.
García Márquez sostuvo en diversas oportunidades que para escribir cada libro primero había que aprender a escribirlo, y solo entonces enfrentarse a la máquina de escribir. A él le tomó casi veinte años «vivir» en Macondo para aprender a escribir su novela Cien años de soledad.
Esta antología, realizada con el ánimo de rastrear el derrotero del escritor, le permitirá al curioso lector encontrar algunos momentos de ese trajinar. Al igual que un colono, debió desbrozar un camino, apropiarse de un espacio y perfilar, al menos, algunos rasgos de los personajes que lo habitarían. Por eso esta antología de textos completos –pero de dimensiones muy diversas– lleva por título Camino a Macondo.
García Márquez se inició en la literatura y el periodismo casi al mismo tiempo. Su primer cuento, «La tercera resignación», se publicó en septiembre de 1947; sus inicios como periodista fueron ocho meses más tarde en Cartagena. Para 1950 ya era un columnista de planta del diario El Heraldo de Barranquilla. Su columna, «La Jirafa», iba firmada con el seudónimo de Septimus.
También por esos días se había embarcado con sus amigos en la publicación de una revista, Crónica, un semanario deportivo-literario de vida efímera. En el número 6 (3 de junio de 1950) aparece un texto firmado por García Márquez bajo el título «La casa de los Buendía» y lleva de subtítulo una clara advertencia: «Apuntes para una novela». Ahí están los primeros trazos públicos de lo que él alcanza a columbrar y rumia su cabeza. Y en ese mismo mes, apenas diez días después, en la columna de El Heraldo, el texto titulado «La hija del coronel», en donde se repite la aclaración «Apuntes para una novela» y no firma Septimus, sino Gabriel García Márquez. Esta «puesta en escena», por llamarla de alguna manera, se repetirá ese mismo año en dos ocasiones, «El hijo del coronel» y «El regreso de Meme», el 23 de junio y el 22 de noviembre, respectivamente.
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En el primer texto ya está el nombre de la estirpe y la figura de uno de sus más destacados personajes, Aureliano Buendía, quien regresa al pueblo terminada la guerra civil y solo le queda «el título militar y una vaga inconsciencia de su desastre». En «El regreso de Meme», otro coronel –son varios los militares en la obra de García Márquez, unos con nombre propio, otros apenas con el distintivo genérico de su rango– será a la vuelta de unos años el personaje central de La hojarasca. Ya definido aquí con ese carácter que lo conducirá en la novela a una encrucijada: «Fue entonces cuando mi padre, que la había sostenido como sirvienta durante quince años, la tomó por el brazo, sin mirar a la concurrencia, y la trajo por la mitad de la plaza con esa actitud soberbia y desafiante que tiene siempre, cada vez que hace algo con lo cual sabe que estarán en desacuerdo los demás». El capítulo 2 de La hojarasca (1955) es en sus primeros párrafos una reproducción de esta cuarta columna de El Heraldo, con algunas leves variaciones.
La colaboración de García Márquez con el diario barranquillero terminó el 24 de diciembre de 1952 con «El invierno», un texto que ocupaba toda la última página del periódico, antecedido por una breve nota en donde se informaba que se trataba de un capítulo de La hojarasca. Tres años más tarde, la revista Mito publicó (n.º 4, octubre-noviembre de 1955) el mismo texto con el título que se conoce en el mundo entero: «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo». En una columna, casi treinta años después, «¿Cómo se escribe una novela?» (1984), el escritor recuerda a Jorge Gaitán Durán rescatando del cesto de papeles rotos un texto que él cree publicable: «”¿Qué título le ponemos?”, me preguntó, usando un plural que muy pocas veces había sido tan justo como en aquel caso. “No sé”, le dije. “Porque eso no era más que un monólogo de Isabel viendo llover en Macondo.” Gaitán Durán escribió en el margen superior de la primera hoja casi al mismo tiempo que yo lo decía: “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”».
En esos primeros textos el pueblo es genérico, no tiene un nombre específico. Un poco más adelante, el lector descubrirá que hay dos escenarios muy similares y distintos a la vez. El pueblo, con sus calles polvorientas, es un lugar que solo dispone de una vía de comunicación, un río, adonde llega tres veces por semana una lancha con pasajeros y el saco del correo. Una lámina de acero en los días de calor, que en invierno se sale de madre y causa estragos en los barrios ribereños. El otro es Macondo, casi igual de incomunicado. Su río no es navegable, pues sus aguas corren «por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos», pero tiene un tren diario, un inocente tren amarillo, y en sus años de prosperidad plantaciones de banano, oficinas con ventiladores y residencias con sillas y mesitas blancas.
La primera mención de Macondo puede pasar desapercibida. En el cuento «Un día después del sábado», que apareció por primera vez en 1954 y hace parte del libro Los funerales de la Mamá Grande (1962), un joven desciende del tren que llega al pueblo y al ver al cura piensa sin ninguna lógica aparente que si hay cura en ese pueblo también debe haber un hotel, y entra a un establecimiento sin mirar –dice el texto– la tablilla que anuncia: «Hotel Macondo».
En este relato ya se encuentran anticipaciones de varios episodios. Hay una nueva mención al coronel Aureliano Buendía, y se cuenta que hace más de cuarenta años José Arcadio Buendía, su hermano, murió de un pistoletazo y hay un insoportable olor a pólvora del cadáver. También se cuenta que «después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de banano y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, […] quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento…».
Pero así como hay episodios, hay también una atmósfera, un ambiente: los almendros centenarios en las calles, «el denso rumor de los zancudos», «el tufo de pájaros muertos». Y los olores, «un olor agrio y penetrante, como el de los cuerpos en descomposición». Atmósferas y olores que se repiten. El olor ocupa un lugar predominante en la narrativa del escritor: «… el sentido del olfato es implacable en la individualización de los recuerdos. […] el retrato da la luz y la forma, pero el recuerdo del olor da la temperatura», afirmó en su columna «El infierno olfativo» (7 de septiembre de 1950). En Cien años de soledad, los olores impregnan gestos, actitudes, recuerdos, personas, espacios: olor al demonio según Úrsula de un frasco que rompe Melquíades, olor a albahaca de los arcones, olor a sangre en la travesía de la selva, a alquitrán pestilente un gitano, un aliento glacial que deja escapar el témpano de hielo, el olor a humo de las axilas de Pilar Ternera. Todo huele en Macondo.
En «Un hombre viene bajo la lluvia», publicado en 1954, hay una mención fugaz a una mujer llamada Úrsula, pero aparte del nombre no tiene nada que ver con la Úrsula laboriosa «a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar». Hay también, pocas líneas antes del final del relato, una referencia concreta a un episodio de la guerra civil como algo remoto y cancelado: «Y entonces se acordó de papá Laurel, peleando solo, atrincherado en el corral, tumbando soldados del gobierno con una escopeta de perdigones para golondrinas. Y se acordó de la carta que le escribió el coronel Aureliano Buendía y del título de capitán que papá Laurel rechazó, diciendo: “Díganle a Aureliano que esto no lo hice por la guerra, sino para evitar que esos salvajes se comieran mis conejos”».
En mayo de 1955 aparece la primera edición de La hojarasca. Macondo y algunos de sus rasgos más sobresalientes, desde los últimos días del siglo –cuando el coronel y su esposa y Meme llegaron allí una vez terminada la guerra– hasta 1928 cuando el coronel se enfrenta al pueblo. Al relato lo precede un texto fechado («Macondo, 1909»), que por su tono y brevedad parece el fragmento de unas memorias, en donde Camino a Macondo-RH37834.indd 30 30/9/20 16:47 31 está descrita la otra cara de la bonanza bananera: un pueblo transformado por la avalancha de la hojarasca, «hasta convertir lo que fue un callejón con un río en un extremo y un corral para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho con los desperdicios de los otros pueblos».
Tres asuntos más afloran en esta novela. En primer lugar, el cura que regresa a hacerse cargo de la parroquia, que participó en la guerra civil del 85, coronel a los diecisiete años y de quien nadie recuerda su nombre de pila, pero sí el apodo que le puso su madre «(porque era voluntarioso y rebelde)»: El Cachorro. Luego, la aparición en el campamento del coronel Aureliano Buendía de un extraño militar «con el sombrero y las botas adornadas con pieles y dientes y uñas de tigre»: ¡el duque de Marlborough! Y por último, en el monólogo final de Isabel, un guiño elocuente del acontecimiento que se precipitará sobre el pueblo: «… si es que entonces no ha pasado todavía ese viento final que barrerá a Macondo, sus dormitorios llenos de lagartos y su gente taciturna, devastada por los recuerdos».
La aparición en 1961 de El coronel no tiene quien le escriba permite hacer acopio de otros elementos y apreciar trazos más precisos. El relato tiene lugar en el pueblo, aislado, a ocho horas en lancha. No hay tren, ni compañía bananera. En la sastrería, visible, un letrero que en La mala hora se encuentra en la peluquería: «Prohibido hablar de política». El clima que se respira es de violencia partidista, de represión política, y el alcalde es un militar que padece una severa infección dental. Una circunstancia que se repite con los alcaldes militares en las novelas y cuentos de García Márquez. Casi todos ellos padecen dolor de muelas. En «Un día de éstos», una frase revela ese infortunio: «El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación».
En ese ambiente de aislamiento y zozobra que soporta el pueblo, deambula un coronel de setenta y cuatro años que lleva medio siglo, desde la rendición en 1902, esperando su pensión. Una reminiscencia suya ilustra la llegada de la hojarasca a Macondo, cincuenta años atrás: «En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta en el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. “Me voy”, dijo entonces el coronel. “El olor del banano me descompone los intestinos.” Y abandonó a Macondo en el tren de regreso…». En Cien años de soledad el lector encontrará a este coronel, a la edad de veinte años, en el momento crucial de la firma del armisticio. Menos de veinte líneas en una novela de cuatrocientas páginas, cuando llega al campamento antes de que el coronel Aureliano Buendía estampe su nombre en la última copia del acuerdo de paz: «Era el tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo. […] Con una parsimonia exasperante descargó los baúles, los abrió, y fue poniendo en la mesa, uno por uno, setenta y dos ladrillos de oro. Nadie recordaba la existencia de aquella fortuna». Por solicitud del joven tesorero, el coronel Aureliano Buendía le expide un recibo. El mismo recibo que él anexará a los documentos de trámite de su pensión.
Esta es la naturaleza del andamiaje que se va armando en la cabeza del escritor. En la novela de 1961 el coronel de setenta y cuatro años, un ser anacrónico que en un diálogo con el médico cuando este trata de explicarle la seguridad de los vuelos trasatlánticos, comenta «Debe ser como las alfombras voladoras», mientras que en la novela de 1967 apenas alcanza los veinte años, es un coronel rebelde tesorero de la revolución y devuelve unos fondos que todos habían olvidado.
Y afloran las pesadillas y los mitos que acompañaron a los insurrectos. Una noche, la mujer oye al coronel murmurar algo entre sueños y le pregunta con quién habla, y él sin titubear responde: «Con el inglés disfrazado de tigre que apareció en el campamento […]. Era el duque de Marlborough».
En 1962, la Universidad Veracruzana, en Xalapa, México, publicó Los funerales de la Mamá Grande, un volumen con ocho cuentos. El más popular de todos, aquel que da nombre al libro, cuenta los últimos momentos de la «soberana absoluta del reino de Macondo». Los otros siete narran diversos episodios o personajes que tendrán luego, algunos de ellos, un desarrollo más amplio en Cien años de soledad, como el origen incierto de algunas fortunas o las legiones de Aureliano Buendía acampadas en la plaza pública, pero la mayoría de ellos comparten una atmósfera común: el trópico y sus olores. En medio de las plantaciones simétricas de banano el aire es húmedo y no se vuelve a sentir la brisa del mar, el pueblo flota en el calor y sus habitantes hacen la siesta agobiados por el sopor, hasta las casas yacen en una penumbra sofocante, octubre se eterniza con sus lluvias pantanosas y el movimiento de una lancha al partir del muelle del pueblo deja en el aire un vaho peculiar: «El agua exhaló un aliento de fango removido».
El 23 de abril de ese mismo año, el jurado del Premio Esso de Novela 1961 declaró ganadora La mala hora. Su edición era parte del premio y estaba contratada para ser realizada en España, pero allí decidieron intervenir el texto y cambiar algunas expresiones. García Márquez desautorizó esa edición y declaró como primera edición la realizada en 1966 por Ediciones Era de México. En ella el escritor incluyó la siguiente nota: «La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Ésta es, pues, la primera edición de La mala hora».
Conocida popularmente como la novela de los pasquines, –así la llamó el autor en varias oportunidades–, La mala hora es una meticulosa descripción del pueblo a lo largo de diecisiete días, sometido a una avalancha de pasquines anónimos que no dicen nada que no se sepa, pero provocan una tensión que amenaza con resucitar la violencia partidista del pasado. «Lo que quita el sueño –dice un personaje– no son los pasquines, sino el miedo a los pasquines.»
En la novela se encuentran unas pocas menciones –dos, en verdad– con las cuales se puede establecer una relación con episodios de Cien años de soledad. El alcalde, un teniente a quien también –por supuesto– le duele una muela, mientras almuerza en el comedor del hotel recuerda que el coronel Aureliano Buendía, «que iba a convenir en Macondo los términos de la capitulación de la última guerra civil, durmió una noche en aquel balcón, en una época en la que no había pueblos en muchas leguas a la redonda». La otra es el padre Ángel, que antes de llegar al pueblo fue párroco en Macondo.
A estas alturas más de un lector se ha preguntado qué pretende esta introducción al realizar este rastreo si el escritor declaró hace años que «en realidad uno no escribe sino un libro». Y en otra ocasión afirmó: «Por fortuna, Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere». La pesquisa de estas páginas no pretende dilucidar cuál es el libro que escribió García Márquez, tampoco determinar la realidad sobre la que se asienta ese universo. Esta antología solo tiene el propósito de mostrar la progresión, la búsqueda –a través de varios textos anteriores a Cien años de soledad– de ese mundo alucinado de ficción que tiene la ambición de ser real.
El mismo García Márquez se lo dijo a Ernesto González Bermejo en una larga y minuciosa entrevista publicada por la revista española Triunfo en 1970, «García Márquez: Ahora doscientos años de soledad»: «… lo que hay entre La hojarasca y Cien años de soledad son unos quince años de fastidiarse mucho, de vivir mucho y de estar pendiente de esto todos los días tratando de ver cómo eran las cosas». Y el resultado está ahí, Cien años de soledad (1967), una novela concebida por un autor que parecía tocado por los dioses, considerada desde su primera aparición como una de las mejores novelas en lengua española después de El Quijote.
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