Arcadia 140

El proceso de escritura de 'Cien años de soledad'

Antes de escribir su obra magna, García Márquez llevaba casi 20 años buscándola en las entrañas de su vida, de su familia, de su pueblo, en el marco de la cultura caribe y de la historia colombiana. Hasta que, después de por fin encontrar el tono, una mañana a mediados de junio de 1965 se encerró durante 14 meses en su casa en México para redactarla. Crónica de una gesta monumental.

Dasso Saldívar*
2 de junio de 2017
García Márquez editando 'Cien años de soledad', en 1967. Foto: HANDOUT / HARRY RANSOM CENTER AT THE UNIVERSITY OF TEXAS / AFP PHOTO

Es notorio que fueron las dos grandes ciudades latinoamericanas de los años sesenta (grandes sobre todo en los aspectos culturales, artísticos y literarios) las parteras de la escritura y de la publicación de Cien años de soledad: México y Buenos Aires. Se ha especulado sobre la suerte que hubiera corrido la obra magna de García Márquez si esta se hubiera publicado, por ejemplo, en Madrid o en Bogotá. Con toda seguridad, la buena estrella de la novela no solo hubiera retrasado su aparición, sino que la rotundidad de su éxito hubiera sido algo muy distinto. Por suerte, el escritor estaba seguro de la obra que acaba de escribir hacia mediados de 1966 y sabía que solo Barcelona o Buenos Aires podían darle su consagración. Por eso, poco antes de firmar el contrato que le envió Paco Porrúa de Editorial Sudamericana, el novelista se la había ofrecido a Carlos Barral en Barcelona, pero este no la leyó a tiempo por estar en vísperas de vacaciones. De México, que le había brindado el marco idóneo para sentarse a escribirla a mediados de julio del año anterior, ya no podía esperar mayor cosa. Él mismo contaría que durante la escritura de la novela solía hablarles de ella a algunos editores mexicanos y que, a excepción de la pequeña editorial Era, a ninguno se le había pasado por la cabeza la simple formalidad de leerla siquiera. Cuando en Buenos Aires estalló el escándalo de su publicación por Sudamericana, a partir del 5 de junio de 1967, los mismos editores que lo habían ignorado se precipitaron sobre el escritor en tono recriminatorio: “¿Y por qué no nos diste a nosotros la novela?”. “¡Ah, porque ninguno de ustedes me la pidió!”, se justificaba el escritor.

La seguridad que García Márquez tenía en su novela no era el delirio de un gran escritor de éxitos minoritarios. Él llevaba ya casi 20 años buscándola en las mismas entrañas de su vida, de su familia, de su pueblo, en el marco de la cultura caribe y de la historia colombiana, y aprendiendo a escribirla en dos libros de cuentos, en tres novelas espléndidas y en cientos de reportajes y artículos de prensa. Tan seguro estaba de que algún día alcanzaría esa cumbre, que le había prometido a su joven y flamante esposa, Mercedes Barcha, cuando en marzo de 1958 volaban de Barranquilla a su luna de miel en Caracas, que él, el mayor de los 16 hijos del telegrafista y de la niña bonita de Aracataca, escribiría a los 40 años “la obra maestra” de su vida.

La historia de La casa, como se llamó Cien años de soledad durante 18 años, había comenzado hacia mediados de 1948, mientras su autor era un escritor de relatos y un aprendiz de periodista en El Universal de Cartagena. Con apenas 21 años, en unas tiras largas de papel periódico, intentaría contar ya la historia de la familia Buendía, centrada en la soledad, un tanto caprichosa entonces, del derrotado coronel Aureliano Buendía en la Guerra de los Mil Días, la misma donde había luchado su abuelo Nicolás Márquez bajo las órdenes del general Rafael Uribe. Durante cuatro años bregaría con esta larga, amorfa e interminable historia, hasta llegar a convencerse de que era “un paquete demasiado grande” para su limitada experiencia vital y literaria de entonces.

Durante estos años se hizo legendaria entre sus amigos y colegas de Cartagena y Barranquilla la historia imposible de “el mamotreto”, apodo con el que empezó a conocerse La casa. García Márquez la llevaba bajo el brazo a todas partes y le soltaba el rollo infinito de su lectura a todo el que quisiera escucharla. Ramiro de la Espriella recordaría la que les hizo un fin de semana a él, a su madre Tomasa y a su hermano Óscar en la finca familiar de La Loma del Diablo, en Turbaco. La tediosa sesión estaba siendo amenizada con el ron añejo que Ramiro y Gabriel le saqueaban con una cánula al viejo De la Espriella, cuando la madre sorprendió al escritor revelándole una de sus fuentes: “¡Ese es el general Rafael Uribe Uribe!”, exclamó doña Tomasa. “Y usted ¿cómo lo sabe?”, le preguntó él intrigado. “Por las muñecas, porque el general Uribe Uribe las tenía así de gruesas”.

A pesar de que ya García Márquez había dado el salto de su abuelo, modelo del coronel de La hojarasca (cuya primera versión data de mediados de 1949, según los testimonios de sus primeros lectores, Héctor Rojas Herazo y Gustavo Ibarra Merlano), al general Rafael Uribe, referente principal del coronel Aureliano Buendía; a pesar de que la casa, el ambiente, las historias y algunos de los personajes de La casa pasarían a conformar la novela magna; y a pesar de que, entre los años 1952 y 1953, García Márquez exploraría a fondo, en compañía de Rafael Escalona y Manuel Zapata Olivella, los pueblos de La Guajira y del Gran Magdalena de donde provenían sus abuelos maternos, García Márquez no pudo ir entonces mucho más allá con “el mamotreto” de La casa. La falta de experiencia y de lecturas, el desconocimiento a fondo de las sutiles artes de la invención y de la narración, y, cómo no, su corta experiencia vital, lo obligaron a poner en remojo el proyecto imposible de “el mamotreto”. Tendrían que pasar casi tres lustros más para que aprendiera a concebirla y a escribirla, tiempo durante el cual residiría en distintos países y acumularía experiencias esenciales en lo personal y en lo familiar, en lo literario y en lo periodístico, a la vez que se ocupaba de sus afanes cinematográficos. Las lecturas e influencias de Sófocles, Rabelais, Defoe, Dumas, Melville, Conrad, Kafka, Joyce, Faulkner, Woolf, Borges, y las muy tempranas de Las mil y una noches, le fueron enseñando el camino para llegar a la novela soñada y ensayada una y otra vez, pero sin perder nunca de vista a Aracataca y la casa natal, así como la influencia y las historias de sus abuelos maternos: los mismos lugares, personajes e historias a los que quería “volver”.

Y así La casa se convirtió en el gran tronco común del cual irían surgiendo con el tiempo La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande. Más aún: podría decirse que todo, o casi todo, lo escrito por García Márquez desde “La tercera resignación”, su primer cuento de 1947, hasta “El mar del tiempo perdido”, su primer relato mexicano de 1961, conforma el largo, complejo y minucioso camino que conduce a Cien años de soledad, incluida buena parte de los cientos de artículos y reportajes de las dos primeras etapas periodísticas del escritor. A través de ellos fue hallando y perfilando personajes, escenarios, atmósferas, argumentos y elementos estructurales y formales para la gran novela en perspectiva. En su cuarto artículo de El Universal, publicado el 26 de mayo de 1948, aparece ya, con sus “alfombras mágicas” miliunanochescas y el “río indispensable”, el primer bosquejo de la aldea que sería Macondo. En “La tercera resignación” y en “Eva está dentro de su gato”, sus dos primeros cuentos publicados el año anterior en El Espectador, despuntan los temas de la casa, la soledad, la nostalgia, la muerte, el afán de trascendencia de la muerte, las muertes superpuestas, las taras hereditarias, el enclaustramiento y la belleza asociada a la fatalidad.

En La hojarasca, asistimos a la fundación de Macondo y a la aparición de todo un arsenal de temas que García Márquez desarrollaría en sus libros posteriores y especialmente en Cien años de soledad, y, aparejado a su ópera prima, conseguiría dar otro salto cualitativo en el “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, que originalmente era un subcapítulo de La hojarasca. En este breve relato el tiempo se detiene mediante la cosificación o espacialización, llegando a ser maleable, como habría de ocurrir en el Macondo de José Arcadio Buendía y en los pergaminos de Melquíades, que es la novela en sánscrito dentro de la novela. Como sabemos, esta astucia poética es la que le permitiría al gitano, poeta y profeta, concentrar un siglo de episodios cotidianos coexistiendo en un mismo instante. Pero para llegar a concebir personajes como Melquíades y Prudencio Aguilar, García Márquez había comenzado una revolución de gran calado, casi inadvertida, con el niño narrador de “Alguien desordena estas rosas” (que tendría su complemento esencial años después en la lectura de Pedro Páramo), donde por primera vez un personaje suyo es un espíritu viviente al margen de su estado corporal. Otras aportaciones esenciales para el futuro Macondo se dan en “La siesta del martes” y en “Un día después del sábado”. Pero las más importantes se desarrollan en “Los funerales de la Mamá Grande” y “El mar del tiempo perdido”, ficciones macondianas que se erigen en verdaderos umbrales de Cien años de soledad, pues, aparte de la temática, el tiempo y el espacio se fusionan de una manera espontánea y convincente.

Con estos y otros hallazgos de demiurgo, una reflexión profunda y minuciosa sobre el tono y la concepción de la novela, más las posibilidades y limitaciones que le habían enseñado cuatro años de experiencias cinematográficas en México, García Márquez se encerró una mañana de mediados de julio de 1965, en su estudio de La Cueva de la Mafia del barrio San Ángel Inn, a contarnos por fin las mil y una historias de La casa de sus tormentos.

El día anterior había regresado con su familia de unas breves vacaciones en Acapulco, durante las cuales, repetiría el escritor, encontró por fin el tono, la clave de Sésamo que le permitió acceder a la novela. Esa misma noche Álvaro Mutis y Carmen Miracle fueron a visitar a sus amigos. De pronto, García Márquez le dijo a Mutis en tono confidencial: “Maestro, voy a escribir una novela. Mañana mismo voy a empezar. ¿Se acuerda de aquel mamotreto que nunca le mostré y que le entregué en el aeropuerto de Techo, en enero de 1954, para que me lo metiera en la cajuela del coche? Pues es esa, pero de otra manera”. Y a la mañana siguiente empezó a trabajar de forma afiebrada, demencial, en lo que desde entonces y para siempre sería Cien años de soledad.

Él pensó que el encierro conventual que necesitaba para escribirla duraría seis meses, pero fueron 13 o 14. Con los ahorros que tenía, más lo que le dejó Mutis, juntó 5.000 dólares y se los entregó a Mercedes, con el ruego de que no lo molestara por nada hasta que terminara la novela. Como a los seis meses se habían agotado los 5.000 dólares, y el escritor se fue a Monte de Piedad y empeñó el Opel blanco de la familia. Con todo, en los últimos meses Mercedes tuvo que pedir fiados el pan, la carne, la leche y otras cosas de comer, y hablar con Luis Coudurier, el dueño de la casa, para que les siguiera fiando el alquiler otros tres meses más, hasta que su marido terminara el libro. Cuando el 10 de septiembre de 1966 firmó el contrato que, en octubre del año anterior, le había enviado Paco Porrúa de Sudamericana, con 500 dólares de adelanto, había ocurrido de todo en sus vidas y en las vidas de los personajes de la novela, pero él era ya un hombre endeudado y feliz por haber echado a andar sola la monstruosa criatura de sus pesadillas de casi 20 años.

Escribía de ocho y media de la mañana a dos y media de la tarde, después de llevar a Rodrigo a y Gonzalo al colegio. El resto del día lo pasaba metido en La Cueva de la Mafia descubriendo y contando las locuras de los Buendía y vigilando muy de cerca el ángel exterminador de Macondo. A veces, Mercedes lo escuchaba reírse a carcajadas en su estudio, ella le preguntaba qué había pasado, y él le respondía: “¡Es que me río de las cosas que les ocurren a los cabrones de Macondo!”. Pero el escritor dejó siempre abierta la puerta para los cuatro amigos que solían visitarlo cada noche, y cuyas conversaciones cómplices, así como los libros y las noticias que le traían, alimentaban parte de su vida y parte de la novela. Álvaro Mutis y Carmen Miracle, Jomí García Ascot y María Luisa Elío solían llegar con un par de botellas de whisky hacia a las ocho de la noche, hora en la que el escritor salía de su cueva con un aspecto tan llamativo que Mutis habría de recordarlo como un sobreviviente del ring a 12 asaltos: “¡Aquello era bestial!”. En las largas conversaciones nocturnas se hablaba de todo y de todos, especialmente de la novela in progress, que era como la niña mimada de todos. Fueron también ellos los que le brindaron las primeras referencias de lectores privilegiados cada vez que el escritor terminaba un capítulo, a excepción de Mutis, pues, avezado lector de novelas mamotréticas, no quería leer la criatura por partes sino entera. Jomí García Ascot y María Luisa Elío fueron los mayores pregoneros del nuevo fenómeno literario, pero ella fue la cómplice más cercana que tuvo García Márquez durante todo el proceso de su escritura. Aunque no atinaban en contarles a sus amigos de qué iba la novela, enfatizaban que era “algo muy hermoso, algo que hace levitar”, y repetían por toda la ciudad de México: “Gabo está escribiendo el Moby Dick de América Latina”.

Cuando Mutis la pudo leer completa, se quedó “asombrado”, viendo en ella “el gran libro sobre América Latina”. Algo parecido ocurrió con Fuentes, que fue el primero en escribir un artículo panegírico, con Cortázar y con Emir Rodríguez Monegal. Cuando Plinio Apuleyo Mendoza, Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas devoraron también las 490 cuartillas del original, continuaron el aplauso interminable, de modo que, el día que Gabo y Mercedes fueron a la oficina de correos a enviarle la novela a Sudamericana, el autor tenía las referencias suficientes para estar seguro de que su novela sería también un éxito editorial. Pero Mercedes, que había tenido que manejar con mano ursulina tantos meses de estrechez, tenía sus reservas: “¡Oye, Gabito, ahora lo único que nos falta es que esa novela sea mala!”.

Impresa el 30 de mayo de 1967 y publicada el 5 de junio, Paco Porrúa, el director literario de Sudamericana, había sabido crear entre sus amigos de la prensa bonaerense el ambiente idóneo para lanzar un libro que él consideró como la “obra perfecta” de un clásico. Su mayor connivente fue Tomás Eloy Martínez, jefe de redacción del semanario Primera Plana, que le dedicó excepcionalmente una portada a García Márquez, un artículo entusiasta de su propia mano y un amplio reportaje de su enviado especial a México, el secretario de redacción Ernesto Schoó. Más aún: fueron estos dos diligentes parteros de la publicación de Cien años de soledad los encargados de recibir al escritor y a su esposa en el aeropuerto de Ezeiza el 16 de agosto de ese año. El escritor llegaba invitado por sus editores y Primera Plana como miembro del jurado del concurso de novela Primera Plana Sudamericana, impulsando de paso el relanzamiento de su novela, que en solo dos semanas había agotado la primera edición de 8.000 ejemplares y había obligado a los editores a sacar una segunda de 10.000. Según Porrúa, la ciudad sucumbió casi de inmediato a la novela y a la presencia de su autor. Según Eloy Martínez, durante los tres primeros días García Márquez pudo caminar por Buenos Aires como un hombre anónimo, hasta que una noche él y Mercedes fueron invitados al estreno de una obra en el teatro del Instituto Di Tella. La sala estaba en penumbra, pero a ellos los conducía un reflector hasta sus asientos. Cuando se fueron a sentar, de pronto el público se puso de pie y prorrumpió en aplausos: “¡Por su novela!”, le gritaron a coro.

Sin embargo, el primer síntoma alentador de su popularidad inmediata lo había percibido el propio García Márquez esa misma mañana, cuando, a la salida de un mercado, vio que una mujer llevaba en la bolsa de la compra un ejemplar de Cien años de soledad entre las lechugas y los tomates. Como me recordaría Paco Porrúa 25 años después, la novela, que había salido de la entraña popular, fue recibida por los lectores efectivamente como algo propio del mundo popular, no solo como gran literatura, sino también como un soplo mágico de vida.

*Autor de la biografía Viaje a la semilla.