Entrevista

“Prefiero la violencia que subsiste como una amenaza invisible”

‘Criacuervo’, la segunda novela del cartagenero Orlando Echeverri Benedetti, cuenta la historia de dos hermanos que se reencuentran, guiados por un amor compartido, en el desierto de La Guajira.

Daniel Rivera Marín
24 de abril de 2017
Orlando Echeverri Benedetti nació en Cartagena en 1980. Foto: Archivo particular.

Después de ganar el premio Nacional de Novela Idartes en 2014 con la novela Sin freno por la senda equivocada (El Peregrino Ediciones, 2014), el cartagenero Orlando Echeverrí Benedetti publica Criacuervo (Angosta, 2017), obra en la que cuenta la historia de los hermanos Zweig, huérfanos desde su juventud, cada uno con un futuro muy definido: el mayor con tendencia a ser un matón, un bribón; el menor, un atleta dedicado, disciplinado. Pero los futuros —como dice el poema apócrifo— saben caerse a la mitad. Después de años de ausencia, los hermanos deciden reencontrarse en el desierto de La Guajira, ayudados por un amor en común que ambos tuvieron en la juventud, pero todo se irá al traste.

La historia, resultado de una convocatoria que hizo la editorial Angosta y a la que aplicaron más de 400 escritores, está contada en un tono austero y policial, muy cercano a la escuela de Truman Capote. Sobre Echeverri Benedetti se puede decir que es un escritor joven —nació en 1980— con un registro mayor, de narrador de oficio; es periodista y escritor y vive desde hace varios años en Sevilla, España.

La primera imagen de la novela parece tener el registro de una crónica: un hecho de sangre, datos precisos sobre un accidente. ¿Persiste en su oficio de narrador alguna unión con los días de reportero?

El tiempo que trabajé como reportero tuvo influencia en lo que escribo y en cómo escribo, pero creo que la mayor deuda que tengo con el oficio es haber aprendido a escuchar con más atención. En cuanto a la primera imagen, como sabes, es la de una pareja de biólogos que se mata en un accidente de tránsito en las entrañas de Alemania y de allí se desprenden algunos datos. Quiénes eran, a qué se dedicaban, cómo murieron, etcétera. Pero no se especula acerca de las causas del accidente ni se hacen pesquisas, y además se cuenta muy poco acerca de qué clase de personas eran. Son dos sombras y su muerte parece un mero producto del albur. En consecuencia, terminan convirtiéndose en un vacío que heredan los protagonistas del libro. Klaus y Adler Zweig son, en efecto, los hijos del vacío.  

Como en su primera novela, aquí aparece la vida de un extranjero que termina ligado a Colombia, ¿tiene algún interés en la mirada extranjera sobre el país?

La idea que me gusta explotar es la del forastero arrojado en tierras extrañas y los conflictos que se derivan de esa circunstancia. Lo que para un nativo es natural y ordinario, para alguien foráneo puede resultar misterioso, especialmente cuando hay una gran distancia cultural y lingüística. También me interesa el tipo de soledad de los expatriados, que es una soledad melancólica, un diálogo con uno mismo en donde no queda más remedio que confrontarse. Cuando escribo intento captar el sinsabor de no pertenecer a nada o de intentar pertenecer a algo que no te corresponde y que, incluso, te expulsa.   

Parece que los hermanos Zweig —cómo no pensar en el gran Stefan— tienen ya un curso de vida trazado, uno con un talento portentoso, el otro signado por la violencia, pero eso cambia. ¿Está en el corazón de la novela la torcedura del destino?  

Te confieso que la elección del apellido no tuvo una relación deliberada con Stefan Zweig, pero desde luego en la novela abundan los guiños literarios. En cuanto a la pregunta, siempre me ha conmovido la idea de destino planteada por la tragedia griega, que ciertamente es uno de los recursos literarios más antiguos. El destino, en la tragedia, tiene con frecuencia las connotaciones de una maldición. Aunque el protagonista intente huir de él como de una trampa, terminará cayendo sin excepción en ella. El desconcierto que sigue viene de la certeza de que ha sido el mismo protagonista quien tomó las decisiones que lo condujeron al desenlace fatal. Me parece que todo el mundo, en mayor o menor medida, ha notado cómo sus decisiones terminaron conduciéndolo en el sentido opuesto al que pretendía. Ahora, creo que el corazón de la novela no es el destino. Diría que más bien es la tensión eterna que existe entre las ideas de albur y sino.  

Aparece en la segunda parte del libro el esbozo de una banda criminal llamada Las Liebres. ¿Es una revisión a las llamadas nuevas violencias colombianas? ¿Cree que hay ahí una arista por explorar en la literatura?

Solzhenitsyn decía que la violencia sólo puede ser disimulada por una mentira y que la mentira solo puede ser mantenida por la violencia. Criacuervo es un desierto en donde se vive esa tensión. Hay un tipo de violencia silenciosa, similar a la que causa despertar de una pesadilla. Una suerte de paz falseada, donde subsiste permanentemente una amenaza invisible. Las Liebres son, en la novela, la causa de un miedo ubicuo, latente, a pesar de que su presencia sea casi nula.   

Me parece que el tipo de violencia que se suele explorar en la literatura colombiana es más explícita y tiene locaciones geográficas muy típicas. Se me viene a la mente ahora mismo lo que llaman el género “sicaresco”. Un tema que, a mí, como escritor, no me interesa en absoluto. Vale la pena aclarar que el argumento de mi novela no ahonda en las bandas criminales de La Guajira. Toca el asunto de forma circunstancial. Sin lugar a dudas los conflictos en esa área del país han sido poco explorados por la literatura y ofrecen material que debería ser sacado a la luz. El país ha dejado La Guajira a su suerte.    

¿Cómo planeó la novela? ¿Cuánto tiempo de trabajo se llevó? ¿Hay una historia real detrás de todo?

No sé si haya un origen preciso. Existen numerosos relatos detrás de la historia. Diría que se trató de una asociación más o menos arbitraria. Por un lado, tenía un amigo que trabajó como obrero en las salinas de Manaure y que me hablaba a menudo de sus peripecias en el sector. Era un trabajo del que se quejaba con frecuencia porque era duro, a la intemperie, lo mantenía lejos de su familia y además tenía que lidiar con gente peligrosa. Las cosas que me contaba me parecían alucinantes y propias de una tierra sin ley. Luego haría mi propio peregrinaje por La Guajira y me obsesioné con la idea de escribir sobre el desierto. Por otro lado, en Buenos Aires conocí a un nadador profesional que se había retirado y que se fue a estudiar en Berlín. Conversábamos a menudo del funcionamiento de las federaciones de natación, de sus frustraciones como nadador retirado, de las anécdotas en las competencias, esa clase de cosas. La novela nació de esas y otras voces y sin lugar a dudas tiene también mucho de mí.

En relación con la estructura de la novela, surgió de una extenuante variación. En el transcurso de un año escribí tres versiones y sólo en la cuarta, que me llevó cuatro meses, encontré la forma que consideré adecuada. Después de ganar el concurso nacional de novela con Sin freno por la senda equivocada, decidí irme a Europa y, una vez en Berlín, me ocupé de hacer las correcciones necesarias para la parte que transcurre en Alemania. Supongo que de todo esto surgió Criacuervo.