Crónica
Un librero en el diván
Recuerdo de la FILBo mediante los calambres de trabajar 12 horas diarias durante dos semanas a la merced de la claustrofobia de los pabellones, el agobio permanente de los compradores, la falsa suficiencia intelectual de leer muchas contratapas para vender lo mayor posible, el cansancio y la resignación.
Acepto la propuesta de trabajar en la Feria Internacional del Libro de Bogotá porque mi condición de desempleado permanente no me califica para rechazar ofertas laborales con naturalidad. El año pasado trabajé en el pabellón del país invitado y experimenté los calambres de no sentarme por doce horas durante dieciocho días. Este año me ofrecen una feria que dura tres días menos, con una silla para descansar en los periodos muertos y un local mucho más pequeño en el pabellón de independientes. Haber trabajado en ferias antes me dota de cierta experiencia. Aunque aquí “la experiencia” esté más emparentada con él hecho de haber presenciado un evento traumático en el pasado y no con haber acumulado conocimiento práctico sobre el oficio de librero. En dos cosas están de acuerdo los libreros bogotanos que conozco: a) en que haber vendido libros una vez no te hace librero; b) nada se compara al trabajo en ferias.
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Abril 23. Día del idioma. Abro cajas. Apilo libros. Los organizo de manera que se le facilite al comprador tener una versión total del catálogo de la editorial en el menor tiempo posible. El olor de los stands recién pintados se mezcla al del film de los libros nuevos produciendo una sensación agradable. Huele a flores artificiales. Me siento parte de un grupo de testigos selectos en el inicio de algo importante. Estoy en el pabellón 17 y, aunque el sol no se ve directamente después de las 11 a.m. por el ventanal que da a la carrera 40, durante toda la feria sabré si es de día o de noche con solo levantar la mirada. Al interior de los pabellones que van del 1 al 9 se trabaja sin derecho a la luz solar. Dispongo mi stand para que el cliente encuentre lo que busca haciendo su menor esfuerzo. Organizo los libros por temática, luego por editorial. Los junto por color. Al enfilarlos con el mayor rigor posible, me vuela un poco la cabeza tener delante unos trescientos títulos de los que nunca oí hablar. La mayoría están recubiertos por fajas con recomendaciones: “Una lectura imprescindible”, “Necesario, conmovedor, trascendental”, “El libro que todo el mundo debería leer”, “Un viaje de ida y vuelta al corazón humano”, con nombres de periódicos gringos y demás autoridades de todo orden impresas en letras cursivas al costado inferior derecho de cada sentencia. Estas declaraciones me fascinan y perturban al mismo tiempo, igual por su contenido esotérico o su carácter imperativo que por su acumulación. Por el modo en que las recomendaciones parecen ridículas cuando uno se retira dos pasos de la mesa y descubre que al menos el 70% de las novedades se proclaman desde sus fajas como obras maestras de la literatura universal. Nunca he visto un ejemplar de Hamlet que se atreva a predicar —no puedo evitar que el fenómeno de la faja se me haga un tanto reguetonero— “Shakespeare, the big boss” o “Más de ochenta traducciones obligadas”. Tal vez esto ocurra porque existen libros que no necesitan ser recomendados todo el tiempo por The New York Times o porque la vida fiable de las recomendaciones es verdaderamente corta y solo un puñado de libros elegidos logra sobrevivir a la confianza de quienes compran guiados por las fajas y hacen del libro un clásico —al menos— de las ventas. También la faja desaparece cuando el libro fracasa en el mercado, y estos son mis argumentos para decir que la faja de los libros, sin importar lo que se imprima en ellas, no sirve para determinar si un libro es bueno o malo, sino para saber si se trata de una novedad. Pero nada de lo anterior preocupa si uno no presta atención. Todos hemos caído en las trampas de las fajas. Así que no puedo dejar de sentirme paranoico al imaginar que el veredicto de ciertas autoridades es suficiente para que solo sea cuestión de tiempo la aparición de un desquiciado que haga a la gente meter sus cabezas en los hornos microondas o tomar mercurio, mediante pegatinas prometedoras adheridas al plástico de los tarritos o a las puertas de cristal: “La mejor cura contra el acné de todos los tiempos. –The Guardian”.
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Desde el segundo día de feria hay atención al público. Tengo pinchazos de bisturí en la mano izquierda y restos de sangre en las cutículas por la manipulación de las cajas. Aunque las cortaditas de las que hablo suenan exageradas cuando las llamo heridas, ahora, tras del hecho, tengo que cuidarme por igual de no seguirme cortando y de no manchar los libros de sangre. Las mañanas inician con una voz irreal que viene del techo y que cada día a las 10 a.m. da la bienvenida al público anunciando que este año la feria conmemora el bicentenario de independencia de la república colombiana. De fondo suenan en versiones simplificadas La Victoria de Wellington, La Marcha del Coronel Bogey y otras canciones marciales cuyos derechos de reproducción no rayan con las restricciones legales en materia de propiedad intelectual. La misión de estas canciones es anular el pensamiento o lo reemplazarlo por un tarareo que impide la concentración.
Los primeros en llegar al pabellón 17 son los niños de los colegios. Algunos llegan corriendo. Nunca compran. Preguntan mucho y sufren de extrañas manías. ¿Desayunarán con cocaína? No les presto demasiada atención. No conviene desgastarse. Por fortuna, el pabellón 17 está ubicado lo suficientemente lejos de las entradas para que los grupos de niños se dispersen en el camino. Se les reconoce por el uso de sudaderas impermeables de colores chillones. Me fijo en un grupo de cinco. El uniforme comparte colores con la bandera de Sierra Leona. Son muchachos entre trece y quince años. Sus manos levantan sin falla los libros con portadas extravagantes: primero los que poseen algún tipo de brillo, luego los que exhiben en sus tapas variaciones de la escala de rojos, después a los que muestran caricaturas bajo el título.
Me sorprende muchísimo que el libre albedrío en materia de mercado se vea tan influenciado por si los libros se encuentran más lejos o más cerca del borde de la mesa en que se paran los compradores, siendo los libros cercanos de ese borde los levantados mayor frecuencia. En consecuencia, los libros más lejanos y los de colores pasteles son los menos hojeados. Memorizar estas conductas me permite comparar a ciertos compradores con colegiales. Atribuirles edades colegiales a quienes actúan calcando esta conducta. Asumo que se trata de gente fácilmente atraíble mediante la primera impresión visual o, en definitiva, de malos lectores.
No es que asuma a la ligera que todos los colegiales son malos lectores, pero la forma en que ciertos adolescentes juegan con las esquinas de los libros nuevos, levantando el mayor número de páginas posibles en un movimiento frenético del dedo pulgar, o la manera en la que ciertos personajes extraños pasan las páginas despreocupados por doblarlas, queriendo romperlas o con las manos untadas de fruta o chocolate, me hace pensar en que tengo una idea distorsionada de lo que el libro es o que no existe educación sobre la manipulación de los libros en los estudiantes por parte de quien corresponda. Y desde aquí todo mal, porque, en su mayoría, estos licenciados en lengua castellana o ciencias sociales que presiden la manada de adolescentes vienen a la feria para zafarse de dictar clase, para ganarle un día de trabajo al sistema a cambio de tareas que hostigan a los trabajadores de las ferias del planeta con mediocridades que varían desde pedirles a los libreros el nombre de sus cinco libros favoritos o, más superficialmente aún, sacarse selfies con lo que más les llame la atención de la feria. Y pregunto: ¿No promueven estas prácticas de contemplación de las portadas, el desinterés por lo que el libro es por dentro?
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Mi compañera de stand se llama Ana Luisa. Ha trabajado varios años seguidos con esta editorial. Su dominio del catálogo es admirable. A ambos se nos dan las ventas. Yo estoy mucho más atrasado en el conocimiento de nuestros productos. Hace un par de años, jamás le hubiera recomendado a nadie un libro sin haberlo leído antes. Ahora leo las partes de atrás en mis ratos libres. Descubro que se me dan más las ventas cuando leo contracubiertas que me resultan graciosas o que me remiten a clásicos de la literatura que ya he leído. Hoy he vendido cinco veces un libro que asegura ser “Un thriller estático, una versión de Robinson Crusoe ambientada en la España vacía…”. El libro se llama Los Asquerosos. Lo comparo, sin haberlo leído, con Corre, Conejo de Updike. Armo mi propia versión de Manuel, el protagonista de Los Asquerosos, con lo que me dan las primeras dos páginas y la contratapa. Mi recomendación se ve ampliamente respaldada por la faja del libro que ordena “HUYE DE TODO. LEE ESTA NOVELA” y, encima de las letras, un rótulo más pequeño dice que el libro ha vendido en España más de treinta mil ejemplares. Repito tanto el cuento a los visitantes que termino comprando el libro con la idea de entrevistar al autor después de leerlo. Encarno paradójicamente al comprador ingenuo y al librero astuto, hasta el colmo de haberme vendido un libro a mí mismo, valiéndome únicamente de mi conocimiento del mercado. Es normal que uno tome actitudes delirantes al final de la primera semana de trabajo. En este punto invento excusas en la escritura para hacer del cansancio de las doce horas de pie algo menos violento. La idea de entrevistar a Santiago Lorenzo, el autor de Los Asquerosos, me hace ver a la feria como un acontecimiento que me permite hacer relaciones al margen. Termino ofreciendo la entrevista a un par de revistas antes de tenerla. Un editor se muestra interesado. Cuando pido el contacto en la editorial, me dicen que Santiago Lorenzo no sale de su pueblo de quince personas en el interior de España, que no usa Smartphone y no da entrevistas por correo electrónico. He fracasado pero todavía no me entero. Veo sus entrevistas en YouTube. Se me ha metido en la cabeza que debo propagar por los medios culturales colombianos el último grito de la literatura española que ni siquiera he leído en este punto.
Siento los ojos inyectados por la exposición permanente a la luz blanca que cae sobre nuestro stand de principio a fin. Todos los días. Sigo pensando que al menos tenemos la ventana hacia la carrera 40 y que esto es una ventaja. Alienta pensar que parte de esa luz halógena se escapa a la calle por la ventana. En los últimos cinco días he tragado más pastillas de ibuprofeno que en todo lo que va corrido del año. Ana Luisa trae café todas las mañanas para ambos. El ibuprofeno también es un aporte suyo y es milagroso contra el dolor de espalda. Soy de quejarme poco sin la confianza precisa. Me reprimen mis 84 kilos y mis 180 centímetros de altura. No es común que un hombre de dimensiones semejantes se queje públicamente, y menos si se le está pagando sobre todo por el uso de sus facultades físicas. Nunca había pensado en la identificación del cansancio ajeno como un factor para la confianza. Imagino que funciona igual con la humillación, el luto y la pena. Pienso estas cosas de noche, tras bañarme con agua fría. Me cuesta mantener el pulso al escribir. Es la tensión de todos los músculos queriendo renunciar al movimiento o el nerviosismo provocado por los excesos de tabaco y café que me mantienen despierto durante el día. En todo caso, remato la jornada con cerveza. Estas consideraciones sobre el cansancio solo me son dadas al momento de escribirlas. O mi situación muscular se ha convertido en mi único tema nocturno o realmente soy de los que prefiere quejarse en privado y el cuerpo me pide hacerlo aunque sea por escrito. Creo que el dolor me ha avanzado de abajo para arriba, sin tener en cuenta el espasmo de la parte baja de mi espalda que está conmigo desde el primer día. Cierro los ojos para concentrarme en cada parte resentida por separado y me parece lógico creer que los pinchazos me empezaron en los talones y que mi manía recurrente, en periodos de inmovilidad, de pararme sobre los bordes externos de mis pies para dejar descansar las plantas hizo que el dolor se me subiera a las rodillas y a la cintura. Es una cuestión de mala postura. El nudo de la espalda tiene que ver con que el libro sea un patrón pesado. Con que cueste cargar más de veinte ejemplares sin necesidad de una caja. A propósito de las cajas, esta feria he descubierto que soy un muy buen empacador. En la noche busco tutoriales en internet para mejorar mi técnica; conceptualizo sin problema criterios que tengo aprendidos por prueba y error. Hay noches en que me duermo pensando en que yo sería un atleta prometedorsísimo si empacar cajas fuera un deporte olímpico. A veces el cansancio no me deja dormir.
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Tras ocho días de abstinencia comercial he empezado a gastarme mi sueldo en libros. Gastarme mi sueldo es un decir, porque me pagan a finales de mayo. Un número importantes de vendedores de este pabellón —incluyéndome— son jóvenes de quienes se puede prejuzgar fácilmente una debilidad por la lectura. La mayoría tenemos un aspecto hipster que tiende, dependiendo el caso, hacia lo nerd o hacia lo punk, pero que nunca termina de ser 100% nerd o 100% punk. La mayoría usamos gafas de acetato. Cada tanto veo pasar a alguno de mis colegas vendedores con bolsas de libros recién comprados. Ayer compré los diarios de Cheever y las aguafuertes completas de Arlt. Todavía tengo libros que compré en la feria del año pasado sin leer. Es difícil no sentir delirios de conspiración. Puedo contar al menos un vendedor por stand del que sospecho compulsiones serias por la acumulación de libros. Escarbando en mi presentimiento, es coherente pensar en lo sistemático que parece esta escogencia de libreros que, motivados por descuentos tentadores que siguen estando por encima del precio de costo, gastarán al menos la mitad de sus sueldos comprando los mismos artículos por los que son contratados como vendedores. Es buen negocio por donde se le vea. Y algo me dice que mis jefes lo saben con el mismo temperamento diabólico que requieren los dueños de un bufé ”todo lo que puedas comer” al contratar muchachos adictos a las frituras por sueldos que se presentan como generosos, pero que en realidad contemplan que al menos la mitad del desembolso mensual hecho al trabajador habrá de volver a la caja por obra y gracia de la gula crónica del empleado.
"Puedo contar al menos un vendedor por stand del que sospecho compulsiones serias por la acumulación de libros. Escarbando en mi presentimiento, es coherente pensar en lo sistemático que parece esta escogencia de libreros que, motivados por descuentos tentadores que siguen estando por encima del precio de costo, gastarán al menos la mitad de sus sueldos comprando los mismos artículos por los que son contratados como vendedores". foto: Juan Londoño
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He escuchado a la voz de los altoparlantes agradecer al presidente de la república por su visita, exaltar el papel determinante de la alcaldía de Bogotá, decirles a los visitantes que ellos son la feria, llamar por sus nombres a los panelistas y a los cientos de escritores y ponentes invitados, decir que la feria no sería posible sin los patrocinadores, gremios, editoriales, distribuidoras, librerías y asociaciones que la conforman. Solo el primer día oí que la voz llamaba a un camionero por la placa de su carro, para pedirle que lo estacionara mejor. En nueve días de feria no le escucho todavía agradecer ni a los bodegueros ni a los estibadores ni a los vendedores de libros. Acá tendría que volver a aquel axioma de los libreros bogotanos que proclaman que vender libros ocasionalmente no te hace librero. Por primera vez en todo este tiempo soy consciente de que la escarapela con que entro al pabellón 17 dice “Servicio” y no se distingue a la de los vendedores de televisión satelital o cursos de inglés que orbitan entre pabellones. “Servicio” dicen también las escarapelas de quienes atienden los quioscos de crispetas y esas mujeres que arrean carretas al tope de libros de las bodegas a los stands. ¿Será esta la diferencia entre un librero y un vendedor de libros? Empieza a llover al compás de La Marcha de los Granaderos Británicos. Todos mis pares de zapatos están mojados. Abril es un mes húmedo además de cruel. Suelo poner a secar mis zapatos al interior del stand, muy escondidos de la vista de mis jefes y de posibles ladrones. Mis jefes no me preguntan por qué estoy sin zapatos. A estas alturas de la feria se entiende que cada una de las acciones de este tipo están motivadas por los calambres musculares. El miércoles 1 de mayo la afluencia es de no creer. Tengo que parar a ratos y mirar hacia el suelo. Cuando la lluvia arrecia, los pabellones se convierten en escenarios de pesadilla para los fóbicos de las multitudes. Dos veces he tenido la sensación de que toda esa masa de cabezas y brazos va venir encima de mí como en las películas de zombis. El calor que emana de todo ese conjunto de ropas y pieles mojadas tiene el mismo olor que resultaría de la mezcla entre una tienda de mascotas y un salón de spinning a las 7 p.m.. Uno se termina acostumbrando al olor pasados cinco o diez minutos. Pero el olor está ahí y sospecho que ahora también está en mí. Cada vez que tengo tiempo para salir del pabellón al baño o a fumarme un cigarrillo y vuelvo al stand, el olor resucita, y es tan extraño sentirme parte de él que en algunas ocasiones me descubro respirando involuntariamente por la boca para no distinguir uno a uno los hedores que flotan en el aire.
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La programación nocturna de la feria incluye conferencias en sitios aledaños y reduce mis horas de sueño. Durante todo el día soy invitado a fiestas posferia por gente cercana que pasa por el stand asegurándome que la noche será divertida. Los días se repiten tan macabramente que las oportunidades de fiesta se me presentan como partes obligatorias de la feria. Las invitaciones son ocasiones de huida que plantean escenarios donde uno puede dejar descansar la sonrisa y la mirada brillante que sigue a mi “¿Buscan algo en particular?”, que es la frase con que abordo a la gente. Si los gurús del sueño tienen la razón, y trabajo doce horas al día, al salir de mi jornada cuento con cuatro horas disponibles para despejar la mente. En las noches más prometedoras, extiendo estas licencias sobre mi lapso recomendado de horas-sueño dos o tres horas. Aunque esto estimule las irritaciones que me causan las personas de cara constreñida que pasan de largo por la mesa de los libros como si despejaran mentalmente una ecuación difícil que solo ellos están llamados a resolver, o la ternura que me produce reconocerme en esos escritores anónimos que llevan sus manuscritos al pabellón de independientes y van de stand en stand preguntándoles a los libreros si están interesados en publicarlos. No hay duda en que trasnochar no se lleva bien con la cara de póquer que un vendedor de libros profesional debe poner al atender a las preguntas “¿Tienes algo de astrología nazi?”, “¿Usted ha leído todos estos libros?”, “¿Esas repisas de ahí están a la venta?”, “¿Cuánto cuesta el arriendo de este stand?”. Ya para el décimo día uno está tan ofuscado que no se puede mirar durante más de cinco minutos a nadie sin empezar a tararear Hay un Largo Camino Hasta Tipperary o lo que sea que salga de los altoparlantes del techo. Me parece que he escuchado esta música en mis sueños de las últimas noches. Seguir la melodía de las canciones mentalmente me salva muchas veces de seguirles el hilo en sus historias a los visitantes solitarios que fuerzan conversaciones larguísimas sobre sus propios asuntos y tienen la apariencia de no tener con quien más compartirlos. Con el paso de las noches, salir a tomar cerveza después de la feria parece parte del trabajo. De cuando en cuando me pregunto si haber brindado con Guillermo Fadanelli o Naty Menstrual la noche anterior vale el malestar de haber dormido poco tras doce horas de trabajo para afrontar otra jornada igual.
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Desde el primer día de FILBo he lidiado con un software de nombre impronunciable que exacerba mi dislexia. Me tensiona quedarme solo en el stand y tener que vigilar al mismo tiempo la mesa de los libros y que el número que digito en el datafono coincida con el del valor total de la venta que me lanza la pantalla del computador. Puteo mentalmente a quienes me preguntan cualquier cosa mientras me ven cobrando en el puesto de caja. Me ponen nervioso los billetes de cien y cincuenta mil. Cuando los recibo los rayo fuerte con un marcador que nos han dicho que sirve para detectar billetes falsos. Los fines de semana se arman filas y, sin importar la hora, siempre hay gente mirando libros y queriendo pagar en caja. A veces se me olvida rayar los billetes o poner en las especificaciones de la factura que da el programa que estoy cobrando en débito cuando me pagan con tarjeta. Y no es que al día once de la feria no comprenda el procedimiento para hacerlo, lo que pasa es que he interiorizado que mi trabajo es más eficiente cuanto más rápido ejecute las ventas para atender al siguiente en la fila. Y es así como acumulo al final del día un descuadre en caja de poco menos de un millón de pesos. El cansancio ahora es mental, porque estoy sentado junto a Ana Luisa cotejando las horas entre los recibos emitidos por el datafono y por la caja, y fijándome si en esas letras pequeñas, imposibles de leer tras doce días de luz blanca, se lee “Efectivo” en vez de “Débito”. Todo esto pasa mientras los libreros de los otros stands salen del pabellón con las manos levantadas y diciendo “hasta mañana”.
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Por momentos pienso que mi cuerpo se ha impuesto a las molestias musculares o que ha aprendido a sobrellevarlas. Miro la mesa del stand y soy capaz de percibir tantos errores en la disposición de los libros que prefiero hacerme el loco. Deben quedar tres días para el final de la feria y ya detesto mi lugar de trabajo. Soy consciente de que el interior del stand está cada vez más sucio, que los paneles de madera que lo delimitan están mal pintados, que algunas de las repisas están estratégicamente diseñadas para que los libros se caigan al piso periódicamente y añadan trabajo en las horas muertas. Pero nada de esto está al alcance de los sentidos de los visitantes. El exceso de oferta empírica y los estrictos horarios de cierre de los pabellones siembran en cada uno de ellos la necesidad de recorrer el mayor número de stands en el menor tiempo posible. Sobre todo porque la mayoría de los visitantes solo viene a la FILBo una sola vez. Sus ojos no cuentan con el tiempo suficiente para detallar lo que a mí me ha tomado catorce días de contemplación. Pienso en que es muy de la masificación de los productos normalizar los errores o hacerlos pasar por desapercibidos mediante la exigencia de una lectura apresurada. Estoy involucrado en este juego como vendedor y esto justifica el poco tiempo que me dedica cada persona a la que atiendo. En parte porque a mí me pagan por saludarlos y a ellos no. Yo he sido visitante, y poniéndome en sus zapatos concibo abrumador asistir a una feria obligado a saludar a cada librero de manera personal. No por nada más aprecio de todo corazón que una mujer me haya acariciado la mano cuando le di el cambio de su compra, que me haya preguntado mi nombre y haya prometido volver aunque no lo cumpliera. También a la profesora de artes que me pidió mi número telefónico y a la abogada que tras hablar conmigo de literatura del caribe me dio su tarjeta diciendo que no dudara en llamarla si preciso alguna asesoría legal.
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Para el último día de feria ya hay dolores que siento que me acompañarán toda la vida. Un pinchazo en la rodilla izquierda me obliga a flexionarla cada tanto en un ademán equino. Acabo de comprender que los caballos trabajan de pie. Me sorprende contar el número de personas que madrugan a comprar el último día de la feria. Sin que me pidan el consejo quisiera dejar muy claro que en mi opinión los días para ir a la feria son el primero y el último. Ana Luisa y yo nos miramos con caras triunfales. Le digo que lo hemos conseguido y ella me dice que me espere al desmontaje. Mañana tendremos que cargarnos todo el stand hasta la bodega de la editorial. Seguramente no lo haremos solos, pero ella se mantiene en que ese envión final es de lo más duro de la feria. No estoy de acuerdo. Reconozco entre los compradores de hoy a un escritor del circuito bogotano que lleva cinco libros y paga con crédito. Lo saludo por su nombre y trato de venderle Los Asquerosos. Él promete ir luego a la editorial y comprarlo. Cree que ya ha comprado suficiente. Al momento de pagar con su tarjeta de crédito me explica que debe diferir su pago en seis cuotas porque ayer compró una saga cuyo nombre no puedo retener. Asiento fingiendo interés. Me reconforta saber que no soy el único que está afectado por los días de feria. Me hace mucha ilusión que se acabe todo.
A mediodía hay menos compradores que en toda la feria y Ana Luisa me propone que me tome una hora para recorrer los stands. Visito el pabellón principal y doy vueltas por las librerías de saldos. En los vendedores más jóvenes veo un aire esperanzado, como cuando se trabaja en algo que uno sabe que jamás repetirá. Con los viejos es diferente. Imagino que el número de las ferias de los vendedores mayores asciende a dos dígitos y que no tienen escapatoria. He escuchado a muchos decir que envidian el oficio de librero. A Rimbaud le horrorizaban todos los oficios. A mí me horroriza pensar en esas personas que trabajan para el libro sin amarlo, para quienes el libro vale lo mismo que el ladrillo o la madera. Siento una especie de síndrome de Estocolmo laboral. Compro El Corazón es un Cazador Solitario para regalárselo a Ana Luisa. Al final de la jornada la voz de los parlantes anuncia oficialmente el fin. No puedo numerar las razones por las que me siento alegre. No las encuentro. La voz del altoparlante se despide y deja sonando una electrónica de los 90 mientras Ana Luisa y yo hacemos el cierre de caja del día.
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En principio pienso que pocas cosas me dan tanto placer que ver a los hombres del camión deshacer los paneles del stand y remover el piso de láminas. El bodeguero de la editorial ha venido a ayudarnos a inventariar los libros que sacamos del stock del programa con el lector láser. De vuelta, debemos apilarlos por título para que el software vaya registrando los faltantes de una vez. Es un trabajo tedioso. Lo hacemos sentados. Ana Luisa me pregunta qué haré después de hoy. Ella va a volver a Medellín mañana, que es donde vive y donde va a la universidad. Yo le respondo que dormir. “¿Y pasado mañana vas a empezar a esperar a que arranque la FILBo del año que viene?”, me pregunta y nos reímos. Empacamos el computador en cajas igual que los libros y esperamos a que la gente del camión termine de desmontar el stand. Ambos miramos en silencio cómo decenas de obreros levantan el lugar en que nos conocimos. De a poco los pasillos bordeados por stands coloridos van convirtiéndose en un galpón en ruinas que pronto estará vacío. Me da algo de nostalgia que la mecánica misma de la feria me arrebate la posibilidad de señalar con el dedo el lugar exacto en el que he trabajado, como se hace con las casas en que crecimos. Ana Luisa y yo llevamos las cajas al camión y vamos camino a la bodega de la editorial. Ella viajará en la cabina y yo en la bodega oscura entre el trasteo. El camión arranca. No tengo visión al exterior. Trato de predecir en qué parte del camino vamos. Estoy sentado sobre la mesa que ayer estuvo llena de libros. El ruido del motor me da sueño. Trato de recordar la melodía de La Rosa Amarilla de Texas. Creo que la he olvidado para siempre. Mientras me duermo pienso en el librero de ferias como en un cirquero; su identidad está sometida a la existencia del circo de la misma manera en que la del librero de ferias está sometida a la feria. Mañana estaré desempleado. Cabeceo. Es curioso que este temor por el desempleo venga a mí en la bodega de un camión que huele al recuerdo de muchas gotas de sudor juntadas en un número de acarreos que no soy capaz de precisar.