Adelanto
Tras las rosas de Víctor Gaviria
Dentro del marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, la Universidad Jorge Tadeo Lozano, presenta el libro 'El Taller', que reúne 12 de los mejores textos que ha generado la cátedra de Redacción de Prensa II. El lanzamiento será el 27 de abril a las 7:00 pm en el auditorio Jorge Isaacs de Corferias. Aquí, uno de los capítulos.
En las míticas comunas de Medellín y sus barrios marginados transcurría una realidad para muchos inverosímil, antes de la trilogía de largometrajes del cineasta antioqueño Víctor Gaviria. Después de ver La vendedora de rosas, queda el interrogante sobre la veracidad de esas imágenes, como si se tratara de un mundo lejano, de un escenario inalcanzable y desconocido al que solo se llega inhalando pegante industrial. Esta película, que recibió más de catorce premios internacionales en la escena del cine, dejó a un grupo de jóvenes a la deriva. Si es difícil para un actor profesional abandonar un rodaje, aún peor lo sería para ellos, quienes ingresaron a ese proyecto siendo niños, y en él encontrarían un hogar, una familia, sin imaginar que tiempo después la fama los escupiría de nuevo a su realidad.
“En La vendedora de rosas, los actores naturales le aportan mucho a la película porque narran sus propias vivencias, es su manera particular de ver el mundo la que construye el guión, es una realidad que a todos nos toca. La doble moral hace creer que lo que produce la violencia es hacerla mediática, es decir gonorrea… yo hago películas que den elementos para que se entienda que la violencia no es un tema, es una realidad, realidad que todos construimos y por ende todos debemos afrontarla”, reseña Víctor Gaviria, sobre la verdad inexorable que hay detrás de su largometraje La vendedora de rosas.
La Cachetona y su deseo de libertad
Al día siguiente de mi llegada a Medellín, bajé de la estación del metro a mi encuentro con Diana Murillo, La Cachetona, una de las actrices principales que hicieron parte del elenco de la película. Al llegar descubrí a una mujer ya madura, aún conservaba sus mejillas rellenas, tenía la piel hermosa y oscura como una noche sin luna, pero sin duda, marcada con azotes de indiferencia, de la lucha del día a día, iluminada por sus dientes blancos que esbozaban su sonrisa, la misma que brilló en la pantalla grande hace ya dieciséis años.
Mientras comíamos una bandeja paisa en un restaurante típico de la ciudad, me contaba que había pasado la noche en vela esperando a Luisa, su hija, cercana a cumplir catorce años y que ya le ha dado más de un dolor de cabeza, “pero cómo la voy a culpar si yo fui así de fregada”, dijo con esa risa de quien recuerda alguna picardía.
Diana Murillo, La Cachetona, revive momentos del rodaje en una de las locaciones de ‘Barrio Triste’, donde deambuló antes de conocer a Víctor Gaviria.
Escuchábamos cacarear a los reporteros en el vaticano sobre una paloma blanca que se posaba en la Capilla Sixtina representando –según ellos– la presencia del mismo espíritu santo. De repente la estridente sonoridad de la noticia de último minuto paralizó el lugar, ¡Habemus Papam!, Diana soltó una carcajada, y como una prueba fehaciente de que su vida no ha sido del todo fácil exclamó: “¡le dan tanta importancia a lo del papa!, ¿quién ha visto a Dios? porque hasta ahora yo no lo he visto”.
– Al papá de Luisa me lo mataron en el tercer piso de la casa, él no quiso prestar la moto para una vuelta de una gente del barrio y le dieron varios pepazos, como la policía no subía hasta la loma donde vivía me tocó bajarlo al hombro con mi cuñada para darle un entierro digno.
– Lo mismo que le ocurrió a Lady Tabares con su pareja, ¿no?
-Sí, y casi que por lo mismo, por no prestar una hijueputa moto. Yo a Lady le dije que tenía que superar eso, que la vida seguía, pero eso la marcó mucho a ella, incluso más que haber estado en la película. Igual es difícil olvidar cómo le disparan a la pareja, se lo botan a los pies y al día siguiente verlos pasar por el barrio como si nada hubiera sucedido. Así es acá, por eso me preocupa Luisa, porque ya hay unos paramilitares en el barrio y son amigos de ella, ella ya se va de la casa, ya consume marihuana y ¡tiene catorce años!
La Cachetona conoció a Víctor en un hogar a las afueras de la ciudad en el cual estaba interna. “A él lo llevó Martica, la que hacía de Judy, allá empezó a hablar con nosotras y decía que quería hacer una película y a mí con tal que me sacaran de allá, le actuaba lo que quisiera y acepté”, reflexionó luego de recordar que su intención jamás fue ser actriz, sino ser libre. Diana aún vende rosas en la 70, calle comercial de Medellín, pero ahora lo hace sola por temor a caer nuevamente en los vicios. “La calle es muy amañadora, yo empecé a volarme por raticos y luego ya no volvía a la casa, consumía vicio, hasta que mi mamá me internó y allá conocí a todos los de la película”.
Barrio Triste
Desde un puente que se eleva en el centro de Medellín, escuchaba sonar las campanas de una iglesia anunciando las tres de la tarde, reconocí de inmediato el lugar sin jamás haber estado allí, y es que sin lugar a duda esta ha sido una característica del cine de Víctor Gaviria, mostrar la realidad por medio de la ficción, él expuso un universo que se creía inexistente, desnudó de manera sublime ante el mundo al Medellín de los años noventa –y al actual–, al Medellín que aún se desarrolla entre la violencia y la drogadicción. Su cine está inspirado en nuestra propia identidad social. Me encontraba en el lugar que había visto cientos de veces en la película, estaba en Barrio Triste.
Este, según Diana, era el barrio del Sagrado Corazón de Jesús, pero le quedaba mejor Barrio Triste a aquella selva de mecánicos y jíbaros donde la sangre y la grasa se juntan con facilidad. Al final de la calle hay un lugar llamado “La Manga”, allí los habitantes de la calle viven a sus anchas, sin ninguna represión de orden público. Estábamos en busca de John Freddy Ríos, quien interpretó a la edad de diecisiete años a “Choco” en La vendedora de rosas. Estaba tendido en un colchón en medio del prado, su aspecto era desaliñado y en su torso desnudo se apreciaban un sinfín de cicatrices que adquirió en las riñas y por andar roche y pepo –bajo el efecto de sustancias alucinógenas–. Me extendió su mano y me pidió que me sentara a su lado, ya que, además de ser un habitante de calle, está en condición de discapacidad: John Freddy no puede caminar hace algunos años, después de haber recibido dos disparos en su cabeza por un ajuste de cuentas. “A mí me dañaron pero yo le incendié el rancho a una gente en venganza y por eso no puedo volver por allá, ellos creen que estoy muerto” y después como pensando en voz alta añadió: “aunque aquí postrado sí estoy muerto en vida”.
John Freddy Ríos recuerda desde su personaje, Chocolatina, su personalidad siempre conflictiva y libertina.
– ¿Cuál es su mejor recuerdo de la película?
– Cuando fuimos a Bogotá para el estreno, nos metimos al baño del avión con ‘el Zarco’ y por los nervios habíamos metido un poco e’ vainas y estábamos ya más volados. El ser actor me hizo pensar por un momento que iba a salir adelante.
– ¿Y la plata?
– Una chiiimbaaaaaa –respondió con ese tono pausado al hablar que provoca el consumo de sacol (pegante industrial)– le compré la casita a la cucha y hasta ahí fue, la sensación de la fama también era buena pero eso se acaba.
De una vieja mochila que colgaba de su silla de ruedas, sacó un puñado de fotografías y me las enseñó mientras hablaba con dificultad –por el sacol y por la ausencia de los incisivos en su dentadura– “esa fue la mejor época, es una experiencia que no tiene nadie más y yo sin merecerlo la tuve”.
Caminamos pocos metros y Diana se detuvo frente a una pequeña puerta en medio de los talleres de mecánica, “¿Quiere entrar?”, me dijo como si se tratara de una gran sorpresa. Cuando abrieron la puerta supe por qué estábamos allí, su aspecto no había cambiado, las escaleras estrechas y grises nos llevaban a un camino de recuerdos. “Aquí nada ha cambiado, esa era nuestra pieza”. Aquella pensión fue durante varios meses la locación donde se rodaron las escenas más relevantes de la película, donde se entendía la complicidad y amistad que existía entre las niñas de la calle. Al salir del lugar tomamos un taxi hasta la Universidad de Antioquia, allí nos esperaba Liliana Giraldo para compartir un poco de la investigación en la que participa sobre los niños en condición de habitante de calle.
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Liliana Giraldo antes de partir a la Plaza de las Flores, lugar donde compra las Rosas que vende en la 70 en Medellín.
Entramos a uno de los salones de la Universidad y Diana me presentó a conocidos suyos, entre ellos a Liliana, sin percatarme de que esa Liliana era la que buscábamos, estaba irreconocible. El consumo de bazuco y perico había deteriorado totalmente su dentadura y su aspecto físico.
“Mucho gusto, Liliana Giraldo”- dijo con el mismo desdén que la caracterizó en la película.
– ¿Cuál es la razón principal por la cual los niños se van de la casa? Preguntó el catedrático que lidera el proyecto de investigación. “La búsqueda de la adultez, uno quiere sentirse útil, independiente, pero no sabe cómo hacerlo. Cuando murió mi mamita (abuela), mi mamá la cogió contra mí y mi padrastro se robaba ese cariño que me tenía mi mamá, entonces me aburrí porque uno con la mamá tiene un hogar, pero la familia la tiene es en la calle”, replicó Liliana recordando su propia historia.
Nos sentamos a tomar un jugo. Ella lo guardó en el bolso, me dijo que lo vendería junto con sus rosas en la 70 esa misma noche.
– ¿La vendedora de rosas fue su mejor experiencia?
– Vea –hizo una pausa y luego un gesto irónico me hizo saber que mi pregunta era ridícula– yo quedé embarazada durante la película del que hacía de Anderson, el noviecito de Mónica, él se llamaba Elkin Vargas.
- ¿Llamaba?, ¿Falleció?, ¿Por qué?
– Sí, le dieron un montón de puñaladas, ¿por qué?... por buena gente será –explicó casi como un regaño y continuó–. El niño que yo tuve con él, me vi obligada a dejarlo con mi mamá y me fui de Medellín, cuando volví él ya tenía seis años, me lo llevé conmigo y él no respondía a nada, no jugaba, no hablaba… lo llevé al hospital y me dijeron que había sido abusado durante mucho tiempo. –Terminó casi como un susurro y con ríos en los ojos–.
– ¿Qué pasó con su hijo?
– El hospital se lo dio al Bienestar Familiar y después de tenerme de aquí para allá me lo robaron, el niño desapareció –suspiró y dijo con cierta esperanza– hoy en día tiene dieciséis años y lo sigo buscando. Luego quedé nuevamente en embarazo y el mismo día del parto lo perdí, ¿sí ve? mi Dios me tiene es pa’ estar sola. Entonces, niña –nuevamente iracunda– ¿cómo pretende que la película haya sido lo mejor de mi vida, cuando he tenido que sobrellevar tantas cosas? Entonces entendí su rabia y su rebeldía contra el mundo.
Cuando caía la noche, Diana me llevó a la Plaza Botero, caminábamos de prisa entre la multitud, me decía que había que tener ojos hasta en la nuca. Mientras nos dirigíamos a la estación de San Antonio veía niñas que difícilmente alcanzaban los doce años de edad, exhibiendo sus cuerpos semidesnudos como mercancía, en su mano izquierda un sube y baja (pegamento que se aspira en una bolsa plástica) y en la otra un gesto insinuante hacia los clientes potenciales del lugar. Alrededor no hay voyeristas –como los que hay en Bogotá al cruzar la Caracas con 22– nadie se inmuta ante su presencia, en Medellín ya se acostumbraron a ver una niñez prostituida y ensacolada.
Conociendo a Víctor Gaviria
Gustavo Pinilla, escritor y amigo cercano de Víctor, me contó que en el lugar en el que me hospedaba en Medellín, El Poblado, –uno de los sectores más prestigiosos de la ciudad–, había crecido Víctor Gaviria en medio de una familia bien acomodada, y que cuando salía a jugar veía a otros niños en condiciones no tan similares a las suyas. Frente a su casa se podía observar un barrio marginado por la violencia y la pobreza, uno como Barrio Triste; entonces allí nació su interés y posteriormente su pasión por el neorrealismo italiano. Esa noche recibí una llamada de Víctor, nos veríamos al día siguiente para visitar a Mileyder Gil, otra de sus actrices.
Mileyder Gil, quince años después de interpretar a Andrea en La vendedora de rosas.
Y entonces por fin, estaba allí, divisé a unos pocos metros a Víctor. Mientras contestaba una llamada, se quitaba sus lentes y los guardaba en el bolsillo de su camisa a cuadros, justo ahí pude ver esa mirada que lo caracteriza, esa mirada que lo ha visto todo. Su rostro era igual al que se imprimía en las primeras páginas de los diarios de 1998, cuando su película La vendedora de rosas fue nominada a una Palma de Oro en Francia. El paso del tiempo solo se veía reflejado en su cabello ahora entrecano y aún ensortijado, que ya lucía cuando realizaba cortos en Súper-8 en los años ochenta; bajo su bigote espeso se dibujaba una amplia sonrisa que contestaba otra de las tantas llamadas que entraban cada dos minutos a su celular. Ya me lo había advertido Diana: “Don Víctor Gaviria era más ocupado que el alcalde de Medellín”.
Dominada por los nervios, me vi en la necesidad de esconderme tras una columna del lugar. Me temblaban las manos, en mi cabeza nuevamente enumeraba una lista de preguntas por hacer a quien contó la realidad de Medellín, a un fenómeno del cine, a un poeta, cronista y escritor, a quien llevó a Colombia al Festival Internacional de Cine de Cannes, y eso no me ayudó. Respiré de nuevo y aún temblorosa me dirigí hacia él; después de un amable saludo afirmó: “te dije que a esta hora porque Mileyder se despierta muy tarde”, con esa dulzura y seguridad que solo puede tener un padre. Supe entonces que la relación con sus actores iba más allá de la duración de un rodaje.
Cuando ya iba por el segundo café de la mañana, Víctor me hablaba con entusiasmo sobre una de las escenas de la película en la que Mónica, la vendedora de rosas, besa a su pareja, Anderson. “Mientras rodábamos esa escena, Liliana –que era la novia de Anderson en la vida real– se atacó a llorar porque Lady Tabares le daba un beso al noviecito, es que eso de verdad es como poner a actuar pájaros, es muy verraco” dijo asombrado entre risas explicando lo difícil que es poner en escena a un actor natural.
El cine neorrealista se caracteriza no solo por el desarrollo de su argumento en medio de secuencias al aire libre o por la influencia de la población marginada sino también por el uso de actores no profesionales. Según Víctor, esto hace que la película logre conseguir esa verosimilitud que necesita, hace que se vuelva más interesante –de allí su admiración por Vittorio de Sica, gran exponente del cine italiano de la posguerra–. Y aunque podría pensarse que este tipo de cine es un cine de bajo presupuesto, –por partir de la narrativa de lo cotidiano, por sus actores y locaciones– lo cierto es que para un largometraje como La vendedora de rosas, se necesitó cerca de un año de preproducción (en una película convencional solo se requieren dos meses como máximo) donde todo el elenco convivió en una casa en la que Víctor pretendía crear una hermandad de niños de la calle que se viera reflejada ante la cámara; este tipo de cine sólo proviene de una mente como la suya con corrientes estéticas e ideológicas muy opuestas al cine tradicional.
El trabajo de Víctor Gaviria, al igual que el de grandes de la literatura como García Márquez o Rulfo, hace énfasis en la descomposición social de América Latina, y más que hacer una denuncia, simplemente busca dar herramientas para comprender las problemáticas que aún afligen a la sociedad colombiana. Cuando se observa de cerca este lienzo que pintó Gaviria en La vendedora, resulta difícil entender cómo es que logró estructurar todo un largometraje con sus actores naturales.
Hace más de veinte años el cine tocó a Victor Gaviria y desde entonces no ha parado de contar la realidad a través de la ficción.
¿Cómo se construyó el guión?, Víctor se queda en silencio por un instante y responde “ni yo mismo entiendo cómo Se toma un momento y luego de confesar que nunca ha sido muy apegado a las estructuras de guión que se utilizan en el cine, expone varios factores que fueron indispensables para la creación del largometraje La vendedora de rosas.
– “El primer universo que me encontré fue el de Mónica Rodríguez, cada diálogo que tenía con ella me mostraba pequeñas estructuras –dijo recordando su experiencia con Mónica antes de que fuera asesinada– el trabajo de campo, las entrevistas con los niños que serían los personajes, todo eso quedó grabado y las transcripciones fueron conservadas con ese lenguaje propio, ese gonorrea constante no está allí por cuestiones estéticas, esas expresiones representan parte del universo de los niños de la calle”.
El largometraje también está basado en el cuento La vendedora de cerillas de Hans Christian Andersen, donde se narra la historia de una niña en una fría noche de navidad y es este texto el que complementa los testimonios de las niñas de la calle. “Hay otra estructura que no es cinematográfica sino de la vida misma, y es la dramaturgia que hay en torno a la noche de navidad. Los niños siempre esperan con ansia la pólvora, la música, la noche del 24 y la mañana del 25 para mostrar los regalos a sus vecinos, para bien o para mal todos la esperamos. Entonces así fue más fácil hacer la película, reuniendo cada episodio que contaban los niños y orientándolo hacia ese concepto de la noche de navidad, era la única forma de controlar tantos universos de los niños”, dijo Gaviria concluyendo.
– ¿No fue un obstáculo trabajar con niños consumidores?
– “El cuento de Andersen y La vendedora de rosas terminan con la sonrisa imperceptible en el rostro de una niña, producto de una alucinación que tiene de reencontrarse con su abuelita. Cuando hacíamos las entrevistas les preguntábamos qué alucinaban, y siempre nos contaban cómo volvían a sus casas, a ver a su mamá, su abuela, sus hermanos, a un ambiente amoroso, aquí la droga tenía un aspecto positivo. Sin embargo nosotros no podíamos intervenir en sus vidas, había un respeto hacia ellos y hacia sus decisiones. En ocasiones fue un obstáculo, a veces el Zarco llegaba lleno de puñaladas que él mismo se hacía, por ejemplo, pero es un factor que tenía que respetarse”.
Los niños de la calle frecuentan ese paraíso perdido de su infancia mediante el sacol, buscan encontrar esa “umbilicalidad” perdida entre las calles del centro de Medallo donde se entregan al azar de la oscura noche, Víctor llama a la búsqueda de ese encuentro “el camino de los afectos”, una reivindicación moral que difícilmente alcanzan los niños sin alucinar. Este es solo uno de los conceptos que también estructuraron la película, nacen de una profunda investigación etnográfica por parte de Víctor y de los guionistas Carlos Henao y Diana Ospina, donde a través de esos diálogos, encuentran historias inimaginables, universos originales y simbólicos que dan vida a La vendedora de rosas.
Erwin Goggel, Giovanny Quiroz “El Zarco”, Leidy Tabares “Mónica”, Víctor Gaviria y su esposa en el Festival de cine de Cannes, Francia 1998. Fotografía: Eduardo “La Rata” Carvajal.
Habían transcurrido ya dos horas y solo habíamos hablado acerca del rodaje de uno de sus largometrajes, de la construcción del mismo y de su experiencia como director; pero podrían escribirse sobre Víctor Gaviria innumerables páginas sobre su legado como poeta, escritor y director, de todos sus premios y reconocimientos a nivel mundial, de su sensatez y su sensibilidad; es de esos pocos personajes sobre los que realmente se puede afirmar, no necesita presentación alguna, porque su trabajo a lo largo de estos años lo ha dicho todo.
Diana llegó a nuestro encuentro una hora después de lo previsto, nuevamente Luisa había salido a una de las fiestas que organizan los ‘paras’ en el barrio Blanquizal, cercano a la comuna 13. Subimos al carro de Víctor, tenía un libro de cine abierto de par en par, monedas y miles de papeles que según él prefiere tirar al carro y no a la calle, como todo buen paisa. Mientras conducía admiraba el paisaje, lo asombraban las pintorescas fincas de familias prestantes del lugar y en la vía reconoció un anuncio en el que se leía “Colina Amigó”, el internado en el que conoció a sus actrices, entre ellas a una pequeña traviesa de diez años, que ya a esa edad se robaba la ropa de los alambrados y caminaba hasta Sabaneta e Itagüí pidiendo plata para jugar maquinitas. Ella interpretó a Andrea, a quien muchos recuerdan por ser “la gaguita”, que hablaba con cierta gracia, que inspiraba ternura, la misma que guarda Víctor en sus ojos al hablar del rodaje.
Entre arepas y memorias
Llegamos al municipio de Caldas hacia las once de la mañana, Mileyder aún se encontraba en su cama, se incorporó y saludó a Víctor y a la cachetona como si hubiesen pasado años sin su presencia. Nos sentamos en la sala adornada por retratos de su juventud y su familia, todos alrededor de un cuadro del sagrado corazón. Nos presentó a Miguel Ángel, su hijo de tres años cuyo padre conoció mientras ejercía la prostitución años antes en Bogotá.
Su cuerpo, perfectamente curvilíneo y femenino, hacía difícil la tarea de asociarla con su personaje en La vendedora, pero bastaba con escucharla hablar para identificar quién era, “yo pienso que Andrea fue un buen papel porque estimulaba mi personaje con la vida que llevaba en ese momento – dijo mientras asaba arepas para los invitados– pero eso no duró nada porque no conseguimos papeles importantes después de eso, algunas nos prostituimos durante un tiempo, pero hasta pa’ ser puta hay que ser organizada. Fue una experiencia muy bonita para todos, en mi vida no influyó tanto la película sino el internado porque si yo no hubiera entrado allá, estaría tirada en el centro como muchas de mis amigas de esa época”.
Lady Tabares en La vendedora de rosas.
Sentada en su cama –desde la que se apreciaba un viejo afiche del estreno de película– y luego de una carcajada por alguno de los recuerdos que la invadía, confesó melancólica: “para mí el mejor actor era el Zarco –permaneció en silencio y continuó– porque nadie pensaría lo tierno y amable que era con todos en el rodaje, era un hombre muy talentoso y al igual que Ramiro Meneses, tuvo la oportunidad que los demás no tuvimos, la de formarse como actor profesional. Le dieron una beca para estudiar en España, y ocho días antes de viajar lo acribillaron y lo tiraron al río Medellín, si uno se pone a pensar, los que han muerto han tenido un final muy similar al de la película”, concluyó diciendo que le aterra pensar en esas casualidades del destino.
Mientras regañaba a Miguel Ángel –que entre otras cosas recibió ese nombre, según ella, por querer un futuro diferente para él, uno diferente al de un Edison o un Byron– me contaba lo difícil que es tener una familia monoparental, y el de ella es solo uno de los cientos de casos que existen en Colombia. La crianza se torna difícil cuando se vive en un barrio donde cada sábado vienen a cobrar la vacuna, cinco mil pesos por casa, si no el panfleto que se entrega bajo las puertas explica las fatídicas consecuencias de no cumplirle a los paramilitares. Aún así conserva la esperanza de un futuro diferente para su hijo, uno donde no recurra al vicio para alcanzar sus más profundos e inocentes deseos, uno donde no juegue a existir y donde gane su dignidad sin esa salvaje rebeldía con la que los niños de la calle se enfrentan al mundo.
De regreso a Medellín, recorríamos la misma carretera pintoresca por la que alguna vez deambularon sin rumbo Mónica Rodríguez, Diana Murillo, Lady Tabares, Liliana Giraldo, Mileyder Gil y Martica Correa. Con la extraña sensación de estar suspendida en ese tiempo, concluí que pretender ignorar la realidad que golpea con violencia la puerta, es mucho más sencillo que tratar de entender una imagen tan desgarradora como la de un niño con una botella de sacol bajo sus labios tiernos. Entendí entonces que es más fácil vivir con los ojos cerrados, y que Víctor Gaviria jamás vivirá de ese modo.