Literatura

El cuento con el que Poe imaginó la llegada en globo a la Luna

Publicado originalmente en 1835 en la revista 'Southern Literary Messenger', en 'La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall' —homenajeado luego por Julio Verne en 'De la Tierra a la Luna'— Poe juega en los límites de ficción a través de un manuscrito en el que se detalla cómo un hombre habría llegado a la luna con un revolucionario globo que comprime el vacío del espacio en aire respirable.

Edgar Allan Poe
15 de julio de 2019
'La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall' (1835) es una historia corta por Edgar Allan Poe publicado en la edición de junio 1835 de la revista mensual 'Southern Literary Messenger', y la intención de Poe era que fuera un engaño.

La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall

Con el corazón lleno de furiosas fantasías
De las que soy el amo
Con una lanza ardiente y un caballo de aire,
Errando voy por el desierto.
(La canción de Tomás el loco

Según los informes que llegan de Rotterdam, esta ciudad parece hallarse en alto grado de excitación intelectual. Han ocurrido allí fenómenos tan inesperados, tan novedosos, tan diferentes de las opiniones ordinarias, que no cabe duda de que a esta altura toda Europa debe estar revolucionada, la física conmovida, y la razón y la astronomía dándose de puñadas. 

Parece ser que el día... de... (ignoro la fecha exacta), una vasta multitud se había reunido, por razones que no se mencionan, en la gran plaza de la Bolsa de la muy ordenada ciudad de Rotterdam. La temperatura era excesivamente tibia para la estación y apenas se movía una hoja; la multitud no perdía su buen humor por el hecho de recibir algún amistoso chaparrón de cuando en cuando, proveniente de las enormes nubes blancas profusamente suspendidas en la bóveda azul del firmamento. Hacia mediodía, sin embargo, se advirtió una notable agitación entre los presentes; restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez mil bocas, y un grito sólo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad y los alrededores de Rotterdam. 

No tardó en descubrirse la razón de este alboroto. Por detrás de la enorme masa de una de las nubes perfectamente delineadas que ya hemos mencionado, viose surgir con toda claridad, en un espacio abierto de cielo azul, una sustancia extraña, heterogénea pero aparentemente sólida, de forma tan singular, de composición tan caprichosa, que escapaba por completo a la comprensión, aunque no a la admiración de la muchedumbre de robustos burgueses que desde abajo la contemplaban boquiabiertos. ¿Qué podía ser? En nombre de todos los diablos de Rotterdam, ¿qué pronosticaba aquella aparición? Nadie lo sabía; nadie podía imaginarlo; nadie, ni siquiera el burgomaestre, Mynheer Superbus Von Underduk, tenía la menor clave para desenredar el misterio. Así, pues, ya que no cabía hacer nada más razonable, todos ellos volvieron a colocarse cuidadosamente la pipa a un lado de la boca y, mientras mantenían los ojos fijamente clavados en el fenómeno, fumaron, descansaron, se contonearon como ánades, gruñendo significativamente, y luego volvieron a contonearse, gruñeron, descansaron y, finalmente... fumaron otra vez. 

Entretanto el objeto de tanta curiosidad y tanto humo descendía más y más hacia aquella excelente ciudad. Pocos minutos después se encontraba lo bastante próximo para que se lo distinguiera claramente. Parecía ser... ¡Sí, indudablemente era una especie de globo! Pero un globo como jamás se había visto antes en Rotterdam. Pues, permítaseme preguntar, ¿se ha visto alguna vez un globo íntegramente fabricado con periódicos sucios? No en Holanda, por cierto; y, sin embargo, bajo las mismísimas narices del pueblo —o, mejor dicho, a cierta distancia sobre sus narices— veíase el globo en cuestión, como lo sé por los mejores testimonios, compuesto del aludido material que a nadie se le hubiera ocurrido jamás para semejante propósito. Aquello constituía un egregio insulto al buen sentido de los burgueses de Rotterdam. 

Con respecto a la forma del raro fenómeno, todavía era más reprensible, pues consistía nada menos que en un enorme gorro de cascabeles al revés. Y esta similitud se vio notablemente aumentada cuando, al observarlo más de cerca, la muchedumbre descubrió una gran borla o campanilla colgando de su punta y, en el borde superior o base del cono, un círculo de pequeños instrumentos que semejaban cascabeles y que tintineaban continuamente haciendo oír la tonada de Betty Martin. Pero aún había algo peor. Colgando de cintas azules en la extremidad de esta fantástica máquina, veíase, a modo de navecilla, un enorme sombrero de castor parduzco, de ala extraordinariamente ancha y de copa hemisférica, con cinta negra y hebilla de plata. No deja de ser notable que muchos ciudadanos de Rotterdam juraran haber visto con anterioridad dicho sombrero, y que la entera muchedumbre pareciera contemplarlo familiarmente, mientras la señora Grettel Pfaall, al distinguirlo, profería una exclamación de jubilosa sorpresa, declarando que el sombrero era idéntico al de su honrado marido en persona. 

Ahora bien, esta circunstancia merecía tenerse en cuenta, pues Pfaall, en unión de tres camaradas, había desaparecido de Rotterdam cinco años atrás de manera tan súbita como inexplicable, y hasta la fecha de esta narración todas las tentativas por encontrarlos habían fracasado. Es verdad que se descubrieron algunos huesos que parecían humanos, mezclados con un montón de restos de raro aspecto, en un lugar muy retirado al este de la ciudad; y algunos llegaron al punto de imaginar que en aquel sitio había tenido lugar un horrible asesinato, del que Hans Pfaall y sus amigos habían sido seguramente las víctimas. Pero no nos alejemos de nuestro tema. 

El globo (pues ya no cabía duda de que lo era) hallábase a unos cien pies del suelo, permitiendo a la muchedumbre contemplar con bastante detalle la persona de su ocupante. Por cierto que se trataba de un ser sumamente singular. No debía de tener más de dos pies de estatura, pero, aun siendo tan pequeño, no hubiera podido mantenerse en equilibrio en una navecilla tan precaria, de no ser por un aro que le llegaba a la altura del pecho y se hallaba sujeto al cordaje del globo. El cuerpo del hombrecillo era excesivamente ancho, dando a toda su persona un aire de redondez singularmente absurdo. Sus pies, claro está, resultaban invisibles. Las manos eran enormemente anchas. Tenía cabello gris, recogido atrás en una coleta. La nariz era prodigiosamente larga, ganchuda y rubicunda; los ojos, grandes, brillantes y agudos; aunque arrugados por la edad, el mentón y las mejillas eran generosos, gordezuelos y dobles, pero en ninguna parte de su cabeza se alcanzaba a descubrir la menor señal de orejas. Este extraño y diminuto caballero vestía un amplio capote de raso celeste y calzones muy ajustados haciendo juego, sujetos con hebillas de plata en las rodillas. Su chaqueta era de un tejido amarillo brillante; un gorro de tafetán blanco le caía garbosamente a un lado de la cabeza. Y, para completar su atavío, un pañuelo rojo sangre envolvía su garganta, volcándose sobre el pecho en un elegante lazo de extraordinarias dimensiones. 

Habiendo bajado, como ya dije, a unos cien pies del suelo, el anciano y menudo caballero se vio acometido por un intenso temblor, y no pareció nada dispuesto a continuar su descenso a terra firma. Arrojando con gran dificultad una cantidad de arena contenida en una bolsa de tela que extrajo penosamente, logró mantener estacionario el globo. Procedió entonces, con gran agitación y prisa, a extraer de un bolsillo de su capote una respetable cartera de tafilete. La sopesó con desconfianza, mientras la miraba lleno de sorpresa, pues su peso parecía dejarlo estupefacto. Finalmente la abrió y, sacando de ella una enorme carta atada con una cinta roja, que ostentaba un sello de cera del mismo color, la dejó caer exactamente a los pies del burgomaestre, Mynheer Superbus Von Underduk. 

Su Excelencia se inclinó para recogerla. Pero el aeronauta, siempre muy agitado y sin que nada más lo detuviera por lo visto en Rotterdam, procedió a efectuar activamente los preparativos de partida, y, como para ello era necesario soltar parte del lastre a fin de ganar altura, dejó caer media docena de sacos de arena sin preocuparse de vaciar su contenido, y todos ellos cayeron infortunadamente sobre las espaldas del burgomaestre, arrojándolo al suelo no menos de media docena de veces, a la vista de todos los habitantes de Rotterdam. No debe suponerse, empero, que el gran Underduk dejó pasar impunemente esta impertinencia del diminuto caballero. Se afirma, por el contrario, que en el curso de su media docena de caídas, emitió no menos de media docena de furiosas bocanadas de humo de la pipa, a la cual se mantuvo aferrado con todas sus fuerzas y a la cual está dispuesto a seguir aferrado (Dios mediante) hasta el día de su fallecimiento. 

En el ínterin el globo remontó como una alondra y, alejándose sobre la ciudad, terminó por perderse serenamente detrás de una nube similar a aquella de la cual había emergido tan divinamente, borrándose para las miradas de los buenos ciudadanos de Rotterdam. La atención se concentró, por lo tanto, en la carta, cuyo descenso y consecuencias habían resultado tan subversivas para la persona y la dignidad de su excelencia Von Underduk. Este funcionario no había descuidado en medio de sus movimientos giratorios la importante tarea de apoderarse de la carta, la cual, luego de atenta inspección, resultó haber caído en las manos más apropiadas, por cuanto hallábase dirigida al mismo burgomaestre y al profesor Rubadub, en sus calidades oficiales de presidente y vicepresidente del Colegio de Astronomía de Rotterdam. Los susodichos dignatarios no tardaron en abrirla y hallaron que contenía la siguiente extraordinaria e importantísima comunicación: 

«A sus Excelencias Von Underduk y Rubadub, Presidente y Vicepresidente del Colegio de Astrónomos del Estado, en la ciudad de Rotterdam. 

»Vuestras Excelencias han de acordarse quizá de un humilde artesano llamado Hans Pfaall, de profesión remendón de fuelles, quien, junto con otras tres personas, desapareció de Rotterdam hace aproximadamente cinco años, de una manera que debió considerarse entonces como inexplicable. Empero, si place a vuestras Excelencias, yo, autor de esta comunicación, soy el aludido Hans Pfaall en persona. Mis conciudadanos saben bien que durante cuarenta años residí en la pequeña casa de ladrillos emplazada al comienzo de la callejuela denominada Sauerkraut, donde vivía en la época de mi desaparición. Mis antepasados residieron igualmente en ella durante tiempos inmemoriales, siguiendo como yo la respetable y por cierto lucrativa profesión de remendón de fuelles; pues, a decir verdad, hasta estos últimos años, en que las gentes han perdido la cabeza con la política, ningún honesto ciudadano de Rotterdam podía desear o merecer un oficio mejor que el mío. El crédito era amplio, jamás faltaba trabajo y no había carencia ni de dinero ni de buena voluntad. Pero, como estaba diciendo, no tardamos en sentir los efectos de la libertad, los grandes discursos, el radicalismo y demás cosas por el estilo. Personas que habían sido los mejores clientes del mundo ya no tenían un momento libre para pensar en nosotros. Todo su tiempo se les iba en lecturas acerca de las revoluciones, para mantenerse al día en las cuestiones intelectuales y el espíritu de la época. Si había que avivar un fuego, bastaba un periódico viejo para apantallarlo, y, a medida que el gobierno se iba debilitando, no dudo de que el cuero y el hierro adquirían durabilidad proporcional, pues en poco tiempo no hubo en todo Rotterdam un par de fuelles que necesitaran una costura o los servicios de un martillo. 

»Imposible soportar semejante estado de cosas. No tardé en verme pobre como una rata; como tenía mujer e hijos que alimentar, mis cargas se hicieron intolerables, y pasaba hora tras hora reflexionando sobre el método más conveniente para quitarme la vida. Los acreedores, entretanto, me dejaban poco tiempo de ocio. Mi casa estaba literalmente asediada de la mañana a la noche. Tres de ellos, en particular, me fastidiaban insoportablemente, montando guardia ante mi puerta y amenazándome con la justicia. Juré que de los tres me vengaría de la manera más terrible, si alguna vez tenía la suerte de que cayeran en mis manos; y creo que tan sólo el placer que me daba pensar en mi venganza me impidió llevar a la práctica mi plan de suicidio y hacerme saltar la tapa de los sesos con un trabuco. Me pareció que lo mejor era disimular mi cólera y engañar a los tres acreedores con promesas y bellas palabras, hasta que un vuelco del destino me diera oportunidad de cumplir mi venganza. 

»Un día, después de escaparme sin ser visto por ellos, y sintiéndome más abatido que de costumbre, pasé largo tiempo errando por sombrías callejuelas, sin objeto alguno, hasta que la casualidad me hizo tropezar con el puesto de un librero. Viendo una silla destinada a uso de los clientes, me dejé caer en ella y, sin saber por qué, abrí el primer volumen que se hallaba al alcance de mi mano. Resultó ser un folleto que contenía un breve tratado de astronomía especulativa, escrito por el profesor Encke, de Berlín, o por un francés de nombre parecido. Tenía yo algunas nociones superficiales sobre el tema y me fui absorbiendo más y más en el contenido del libro, leyéndolo dos veces seguidas antes de darme cuenta de lo que sucedía en torno de mí. Como empezaba a oscurecer, encaminé mis pasos a casa. Pero el tratado (unido a un descubrimiento de neumática que un primo mío de Nantes me había comunicado recientemente con gran secreto) había producido en mí una impresión indeleble y, a medida que recorría las oscuras calles, daban vueltas en mi memoria los extraños y a veces incomprensibles razonamientos del autor. 

»Algunos pasajes habían impresionado extraordinariamente mi imaginación. Cuanto más meditaba, más intenso se hacía el interés que habían despertado en mí. Lo limitado de mi educación en general, y más especialmente de los temas vinculados con la filosofía natural, lejos de hacerme desconfiar de mi capacidad para comprender lo que había leído, o inducirme a poner en duda las vagas nociones que había extraído de mi lectura, sirvió tan sólo de nuevo estímulo a la imaginación, y fui lo bastante vano, o quizá lo bastante razonable para preguntarme si aquellas torpes ideas, propias de una mente mal regulada, no poseerían en realidad la fuerza, la realidad y todas las propiedades inherentes al instinto o a la intuición. 

»Era ya tarde cuando llegué a casa, y me acosté en seguida. Mi mente, sin embargo, estaba demasiado excitada para poder dormir, y pasé toda la noche sumido en meditaciones. Levantándome muy temprano al otro día, volví al puesto del librero y gasté el poco dinero que tenía en la compra de algunos volúmenes sobre mecánica y astronomía práctica. Una vez que hube regresado felizmente a casa con ellos, consagré todos mis momentos libres a su estudio y pronto hice progresos tales en dichas ciencias, que me parecieron suficientes para llevar a la práctica cierto designio que el diablo o mi genio protector me habían inspirado. 

»A lo largo de este período me esforcé todo lo posible con conciliarme la benevolencia de los tres acreedores que tantos disgustos me habían dado. Lo conseguí finalmente, en parte con la venta de mis muebles, que sirvió para cubrir la mitad de mi deuda, y, en parte, con la promesa de pagar el saldo apenas se realizara un proyecto que, según les dije, tenía en vista, y para el cual solicitaba su ayuda. Como se trataba de hombres ignorantes, no me costó mucho conseguir que se unieran a mis propósitos. 

»Así dispuesto todo, logré, con ayuda de mi mujer y actuando con el mayor secreto y precaución, vender todos los bienes que me quedaban, y pedir prestadas pequeñas sumas, con diversos pretextos y sin preocuparme (lo confieso avergonzado) por la forma en que las devolvería; pude reunir así una cantidad bastante considerable de dinero en efectivo. Comencé entonces a comprar, de tiempo en tiempo, piezas de una excelente batista, de doce yardas cada una, hilo de bramante, barniz de caucho, un canasto de mimbre grande y profundo, hecho a medida, y varios otros artículos requeridos para la construcción y aparejamiento de un globo de extraordinarias dimensiones. Di instrucciones a mi mujer para que lo confeccionara lo antes posible, explicándole la forma en que debía proceder. Entretanto tejí el bramante hasta formar una red de dimensiones suficientes, le agregué un aro y el cordaje necesario, y adquirí numerosos instrumentos y materiales para hacer experimentos en las regiones más altas de la atmósfera. Me las arreglé luego para llevar de noche, a un lugar distante al este de Rotterdam, cinco cascos forrados de hierro, con capacidad para unos cincuenta galones cada uno, y otro aún más grande, seis tubos de estaño de tres pulgadas de diámetro y diez pies de largo, de forma especial; una cantidad de cierta sustancia metálica, o semimetálica, que no nombraré, y una docena de damajuanas de un ácido sumamente común. El gas producido por estas sustancias no ha sido logrado por nadie más que yo, o, por lo menos, no ha sido nunca aplicado a propósitos similares. Sólo puedo decir aquí que es uno de los constituyentes del ázoe, tanto tiempo considerado como irreductible, y que tiene una densidad 37,4 veces menor que la del hidrógeno. Es insípido, pero no inodoro; en estado puro arde con una llama verdosa, y su efecto es instantáneamente letal para la vida animal. No tendría inconvenientes en revelar este secreto si no fuera que pertenece (como ya he insinuado) a un habitante de Nantes, en Francia, que me lo comunicó reservadamente. La misma persona, por completo ajena a mis intenciones, me dio a conocer un método para fabricar globos mediante la membrana de cierto animal, que no deja pasar la menor partícula del gas encerrado en ella. Descubrí, sin embargo, que dicho tejido resultaría sumamente caro, y llegué a creer que la batista, con una capa de barniz de caucho, serviría tan bien como aquél. Menciono esta circunstancia porque me parece probable que la persona en cuestión intente un vuelo en un globo equipado con el nuevo gas y el aludido material, y no quiero privarlo del honor de su muy singular invención. 

»Me ocupé secretamente de cavar agujeros en las partes donde pensaba colocar cada uno de los cascos más pequeños durante la inflación del globo; los agujeros constituían un círculo de veinticinco pies de diámetro. En el centro, lugar destinado al casco más grande, cavé asimismo otro pozo. En cada uno de los agujeros menores deposité un bote que contenía cincuenta libras de pólvora de cañón, y en el más grande un barril de ciento cincuenta libras. Conecté debidamente los botes y el barril con ayuda de contactos, y, luego de colocar en uno de los botes el extremo de una mecha de unos cuatro pies de largo, rellené el agujero y puse el casco encima, cuidando que el otro extremo de la mecha sobresaliera apenas una pulgada del suelo y resultara casi invisible detrás del casco. Rellené luego los restantes agujeros y sobre cada uno coloqué los barriles correspondientes. 

»Fuera de los artículos enumerados, llevé secretamente al depósito uno de los aparatos perfeccionados de Grimm, para la condensación del aire atmosférico. Descubrí, sin embargo, que esta máquina requería diversas transformaciones antes de que se adaptara a las finalidades a que pensaba destinarla. Pero, con mucho trabajo e inflexible perseverancia, logré finalmente completar felizmente todos mis preparativos. Muy pronto el globo estuvo terminado. Contendría más de cuarenta mil pies cúbicos de gas y podría remontarse fácilmente con todos mis implementos, y, si maniobraba hábilmente, con ciento setenta y cinco libras de lastre. Le había aplicado tres capas de barniz, encontrando que la batista tenía todas las cualidades de la seda, siendo tan resistente como ésta y mucho menos cara. 

»Una vez todo listo, logré que mi mujer jurara guardar el secreto de todas mis acciones desde el día en que había visitado por primera vez el puesto de libros. Prometiéndole volver tan pronto como las circunstancias lo permitieran, le di el poco dinero que me había quedado y me despedí de ella. No me preocupaba su suerte, pues era lo que la gente califica de mujer fuera de lo común, capaz de arreglárselas en el mundo sin mi ayuda. Creo, además, que siempre me consideró como un holgazán, como un simple complemento, sólo capaz de fabricar castillos en el aire, y que no dejaba de alegrarla verse libre de mí. Era noche oscura cuando le dije adiós, y, llevando conmigo, como aides de camp, a los tres acreedores que tanto me habían hecho sufrir, transportamos el globo, con la barquilla y los aparejos, al depósito de que he hablado, eligiendo para ello un camino retirado. Encontramos todo perfectamente dispuesto y, de inmediato, me puse a trabajar. 

»Era el primero de abril. La noche, como he dicho, estaba oscura; no se veía una sola estrella y una llovizna que caía a intervalos nos molestaba muchísimo. Pero lo que más ansiedad me inspiraba era el globo, el cual, a pesar de su espesa capa de barniz, comenzaba a pesar demasiado a causa de la humedad; podía ocurrir asimismo que la pólvora se estropeara. Estimulé, pues, a mis tres acreedores para que trabajaran diligentemente, ocupándolos en amontonar hielo en torno al casco central y en remover el ácido contenido en los otros. No cesaban de importunarme con preguntas sobre lo que pensaba hacer con todos aquellos aparatos y se mostraban sumamente disgustados por el extenuante trabajo a que los sometía. No alcanzaban a darse cuenta, según afirmaban, de las ventajas resultantes de calarse hasta los huesos nada más que para tomar parte en aquellos horribles conjuros. Empecé a intranquilizarme y seguí trabajando con todas mis fuerzas, porque creo verdaderamente que aquellos imbéciles estaban convencidos de que había pactado con el diablo, y que lo que estaba haciendo no tenía nada de bueno. Y mucho temía por eso que me abandonaran. Pude convencerlos, sin embargo, mediante promesas de pago completo, tan pronto hubiera dado término al asunto que tenía entre manos. Como es natural, interpretaron a su modo mis palabras, imaginándose, sin duda, que de todas maneras yo terminaría por obtener una gran cantidad de dinero en efectivo, y con tal de que les pagara lo que les debía, más una pequeña cantidad suplementaria por los servicios prestados, estoy seguro de que poco se preocupaban de cuanto ocurriera luego a mi alma o a mi cuerpo. 

»Después de cuatro horas y media consideré que el globo estaba suficientemente inflado. Até entonces la barquilla, instalando en ella todos mis instrumentos: un telescopio, un barómetro con importantes modificaciones, un termómetro, un electrómetro, una brújula, un compás, un cronómetro, una campana, una bocina, etc.; como también un globo de cristal, cuidadosamente obturado, y el aparato condensador; algo de cal viva, una barra de cera para sellos, una gran cantidad de agua y muchas provisiones, tales como pemmican, que posee mucho valor nutritivo en poco volumen. Metí asimismo en la barquilla una pareja de palomas y un gato. 

»Se acercaba el amanecer y consideré que había llegado el momento de partir. Dejando caer un cigarro encendido como por casualidad, aproveché el momento de agacharme a recogerlo para encender secretamente el trozo de mecha que, como ya he dicho, sobresalía ligeramente del borde inferior de uno de los cascos menores. La maniobra no fue advertida por ninguno de los tres acreedores; entonces, saltando a la barquilla, corté la única soga que me ataba a la tierra y tuve el gusto de ver que el globo remontaba vuelo con extraordinaria rapidez, arrastrando sin el menor esfuerzo ciento setenta y cinco libras de lastre, del cual habría podido llevar mucho más. En el momento de abandonar la tierra el barómetro marcaba treinta pulgadas y el termómetro centígrado acusaba diecinueve grados. 

»Apenas había alcanzado una altura de cincuenta yardas cuando, rugiendo y serpenteando tras de mí de la manera más horrorosa, se alzó un huracán de fuego, cascajo, maderas ardiendo, metal incandescente y miembros humanos destrozados que me llenó de espanto y me hizo caer en el fondo de la barquilla, temblando de terror. Me daba cuenta de que había exagerado la carga de la mina y que todavía me faltaba sufrir las consecuencias mayores de su voladura. En efecto, menos de un segundo después sentí que toda la sangre del cuerpo se me acumulaba en las sienes, y en ese momento una conmoción que jamás olvidaré reventó en la noche y pareció rajar de lado a lado el firmamento. Cuando más tarde tuve tiempo para reflexionar no dejé de atribuir la extremada violencia de la explosión, por lo que a mí respecta, a su verdadera causa, o sea, a hallarme situado inmediatamente encima de donde se había producido, en la línea de su máxima fuerza. Pero en aquel momento sólo pensé en salvar la vida. El globo empezó por caer, luego se dilató furiosamente y se puso a girar como un torbellino con vertiginosa rapidez, y finalmente, balanceándose y sacudiéndose como un borracho, me lanzó por encima del borde de la barquilla y me dejó colgando, a una espantosa altura, cabeza abajo y con el rostro mirando hacia afuera, suspendido de una fina cuerda que accidentalmente colgaba de un agujero cerca del fondo de la barquilla de mimbre, y en el cual, al caer, mi pie izquierdo quedó enganchado de la manera más providencial. 

»Sería imposible, completamente imposible, formarse una idea adecuada del horror de mi situación. Traté de respirar, jadeando, mientras un estremecimiento comparable al de un acceso de calentura recorría mi cuerpo. Sentí que los ojos se me salían de las órbitas, una náusea horrorosa me envolvió, y acabé por perder completamente el sentido. 

»No podría decir cuánto tiempo permanecí en este estado. Debió de ser mucho, sin embargo, pues cuando recobré parcialmente el sentimiento de la existencia advertí que estaba amaneciendo y que el globo volaba a prodigiosa altura sobre un océano absolutamente desierto, sin la menor señal de tierra en cualquiera de los límites del vasto horizonte. Empero, mis sensaciones al volver del desmayo no eran tan angustiosas como cabía suponer. Había mucho de locura en el tranquilo examen que me puse a hacer de mi situación. Levanté las manos a la altura de los ojos, preguntándome asombrado cuál podía ser la causa de que tuviera tan hinchadas las venas y tan horriblemente negras las uñas. Examiné luego cuidadosamente mi cabeza, sacudiéndola repetidas veces, hasta que me convencí de que no la tenía del tamaño del globo como había sospechado por un momento. Tanteé después los bolsillos de mis calzones y, al notar que me faltaban unas tabletas y un palillero, traté de explicarme su desaparición, y al no conseguirlo me sentí inexpresablemente preocupado. Me pareció notar entonces una gran molestia en el tobillo izquierdo y una vaga conciencia de mi situación comenzó a dibujarse en mi mente. Pero, por extraño que parezca, no me asombré ni me horroricé. Si alguna emoción sentí fue una traviesa satisfacción ante la astucia que iba a desplegar para librarme de aquella posición en que me hallaba, y en ningún momento puse en duda que lo lograría sin inconvenientes. 

»Pasé varios minutos sumido en profunda meditación. Me acuerdo muy bien de que apretaba los labios, apoyaba un dedo en la nariz y hacía todas las gesticulaciones propias de los hombres que, cómodamente instalados en sus sillones, reflexionan sobre cuestiones importantes e intrincadas. Luego de haber concentrado suficientemente mis ideas, procedí con gran cuidado y atención a ponerme las manos a la espalda y a soltar la gran hebilla de hierro del cinturón de mis pantalones. Dicha hebilla tenía tres dientes que, por hallarse herrumbrados, giraban dificultosamente en su eje. Después de bastante trabajo conseguí colocarlos en ángulo recto con el plano de la hebilla y noté satisfecho que permanecían firmes en esa posición. Teniendo entre los dientes dicho instrumento, me puse a desatar el nudo de mi corbata. Debí descansar varias veces antes de conseguirlo, pero finalmente lo logré. Até entonces la hebilla a una de las puntas de la corbata y me sujeté el otro extremo a la cintura para más seguridad. Enderezándome luego con un prodigioso despliegue de energía muscular, logré en la primera tentativa lanzar la hebilla de manera que cayese en la barquilla; tal como lo había anticipado, se enganchó en el borde circular de la cesta de mimbre. 

»Mi cuerpo se encontraba ahora inclinado hacia el lado de la barquilla en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, pero no debe entenderse por esto que me hallara sólo a cuarenta y cinco grados por debajo de la vertical. Lejos de ello, seguía casi paralelo al plano del horizonte, pues mi cambio de posición había determinado que la barquilla se desplazara a su vez hacia afuera, creándome una situación extremadamente peligrosa. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que si al caer hubiera quedado con la cara vuelta hacia el globo y no hacia afuera como estaba, o bien si la cuerda de la cual me hallaba suspendido hubiese colgado del borde superior de la barquilla y no de un agujero cerca del fondo, en cualquiera de los dos casos me hubiera sido imposible llevar a cabo lo que acababa de hacer, y las revelaciones que siguen se hubieran perdido para la posteridad. Razones no me faltaban, pues, para sentirme agradecido, aunque, a decir verdad, estaba aún demasiado aturdido para sentir gran cosa, y seguí colgado durante un cuarto de hora, por lo menos, de aquella extraordinaria manera, sin hacer ningún nuevo esfuerzo y en un tranquilo estado de estúpido goce. Pero esto no tardó en cesar y se vio reemplazado por el horror, la angustia y la sensación de total abandono y desastre. Lo que ocurría era que la sangre acumulada en los vasos de mi cabeza y garganta, que hasta entonces me había exaltado delirantemente, empezaba a retirarse a sus canales naturales, y que la lucidez que ahora se agregaba a mi conciencia del peligro sólo servía para privarme de la entereza y el coraje necesarios para enfrentarlo. Por suerte, esta debilidad no duró mucho. El espíritu de la desesperación acudió a tiempo para rescatarme, y mientras gritaba y luchaba como un desesperado me enderecé convulsivamente hasta alcanzar con una mano el tan ansiado borde y, aferrándome a él con todas mis fuerzas, conseguí pasar mi cuerpo por encima y caer de cabeza y temblando en la barquilla. 

»Pasó algún tiempo antes de que me recobrara lo suficiente para ocuparme del manejo del globo. Después de examinarlo atentamente, descubrí con gran alivio que no había sufrido el menor daño. Los instrumentos estaban a salvo y no se había perdido ni el lastre ni las provisiones. Por lo demás, los había asegurado tan bien en sus respectivos lugares, que hubiese sido imposible que se estropearan. Miré mi reloj y vi que eran las seis de la mañana. Ascendíamos rápidamente y el barómetro indicaba una altitud de tres millas y tres cuartos. En el océano, inmediatamente por debajo de mí, aparecía un pequeño objeto negro de forma ligeramente oblonga, que tendría el tamaño de una pieza de dominó, y que en todo sentido se le parecía mucho. Asesté hacia él mi telescopio y no tardé en ver claramente que se trataba de un navío de guerra británico de noventa y cuatro cañones que orzaba con rumbo al oeste—sudoeste, cabeceando duramente. Fuera de este barco sólo se veía el océano, el cielo y el sol que acababa de levantarse. 

»Ya es tiempo de que explique a Vuestras Excelencias el objeto de mi viaje. Vuestras Excelencias recordarán que ciertas penosas circunstancias en Rotterdam me habían arrastrado finalmente a la decisión de suicidarme. La vida no me disgustaba por sí misma sino a causa de las insoportables angustias derivadas de mi situación. En esta disposición de ánimo, deseoso de vivir y a la vez cansado de la vida, el tratado adquirido en la librería, junto con el oportuno descubrimiento de mi primo de Nantes, abrieron una ventana a mi imaginación. Finalmente me decidí. Resolví partir, pero seguir viviendo; abandonar este mundo, pero continuar existiendo... En suma, para dejar de lado los enigmas: resolví, pasara lo que pasara, abrirme camino hasta la luna. Y para que no se me suponga más loco de lo que realmente soy, procederé a detallar lo mejor posible las consideraciones que me indujeron a creer que un designio semejante, aunque lleno de dificultades y de peligros, no estaba más allá de lo posible para un espíritu osado. 

»El primer problema a tener en cuenta era la distancia de la tierra a la luna. El intervalo medio entre los centros de ambos planetas equivale a 59,9643 veces el radio ecuatorial de la tierra; vale decir unas 237.000 millas. Digo el intervalo medio, pero debe tenerse en cuenta que como la órbita de la luna está constituida por una elipse cuya excentricidad no baja de 0,05484 del semieje mayor de la elipse, y el centro de la tierra se halla situado en su foco, si me era posible de alguna manera llegar a la luna en su perigeo, la distancia mencionada más arriba se vería disminuida. Dejando por ahora de lado esa posibilidad, de todas maneras había que deducir de las 237.000 millas el radio de la tierra, o sea, 4.000, y el de la luna, 1.080, con lo cual, en circunstancias ordinarias, quedarían por franquear 231.920 millas. 

»Me dije que esta distancia no era tan extraordinaria. Viajando por tierra, se la ha recorrido varias veces a un promedio de setenta millas por hora, y cabe prever que se alcanzarán velocidades muy superiores. Pero incluso así no me llevaría más de ciento sesenta y un días alcanzar la superficie de la luna. Varios detalles, empero, me inducían a creer que mi promedio de velocidad sobrepasaría probablemente en mucho el de sesenta millas horarias, y, como dichas consideraciones me impresionaron profundamente, no dejaré de mencionarlas en detalle más adelante. 

»El siguiente punto a considerar era mucho más importante. Conforme a las indicaciones del barómetro, se observa que a una altura de 1.000 pies sobre el nivel del mar hemos dejado abajo una trigésima parte de la masa atmosférica total; que a los 10.600 pies hemos subido a un tercio de la misma; que a los 18.000 pies, que es aproximadamente la elevación del Cotopaxi, sobrepasamos la mitad de la masa material —o, por lo menos, ponderable— del aire que corresponde a nuestro globo. Se calcula asimismo que a una altitud que no exceda la centésima parte del diámetro terrestre —vale decir, que no exceda de ochenta millas—, el enrarecimiento del aire sería tan excesivo que la vida animal no podría resistirlo, y, además, que los instrumentos más sensibles de que disponemos para asegurarnos de la presencia de la atmósfera resultarían inadecuados a esa altura. 

»No dejé de reparar, sin embargo, en que estos últimos cálculos se fundan por entero en nuestro conocimiento experimental de las propiedades del aire y de las leyes mecánicas que regulan su dilatación y su compresión en lo que cabe llamar, hablando comparativamente, la vecindad inmediata de la tierra; y que al mismo tiempo se da por sentado que la vida animal es esencialmente incapaz de modificación a cualquier distancia inalcanzable desde la superficie. Ahora bien, partiendo de tales datos, todos estos razonamientos tienen que ser simplemente analógicos. La mayor altura jamás alcanzada por el hombre es de 25.000 pies en la expedición aeronáutica de Gay-Lussac y Biot. Se trata de una altura moderada, aun si se la compara con las ochenta millas en cuestión, y no pude dejar de pensar que la cosa se prestaba a la duda y a las más amplias especulaciones. 

»De hecho, al ascender a cualquier altitud dada, la cantidad de aire ponderable sobrepasada al seguir ascendiendo no se halla en proporción con la altura adicional alcanzada (como puede deducirse claramente de lo ya dicho), sino en una proporción decreciente constante. Resulta claro, pues, que por más alto que ascendamos no podemos, literalmente hablando, llegar a un límite más allá del cual no haya atmósfera. Mi opinión era que debía existir, aunque pudiera ser que se hallara en un estado de infinita rarefacción. 

»Por otra parte, sabía que no faltaban argumentos para probar la existencia de un límite real y definido de la atmósfera más allá del cual no habría absolutamente nada de aire. Pero una circunstancia descuidada por los sostenedores de dicha teoría me pareció, si no capaz de refutarla por entero, digna, al menos, de ser considerada seriamente. Al comparar los intervalos entre las sucesivas llegadas del cometa de Encke a su perihelio, y después de tener debidamente en cuenta todas las perturbaciones ocasionadas por la atracción de los planetas, parece ser que los períodos están disminuyendo gradualmente; vale decir que el eje mayor de la elipse trazado por el cometa se está acortando en un lento pero regular proceso de reducción. Ahora bien, esto debería suceder así si suponemos que el cometa experimenta una resistencia por parte de un medio etéreo excesivamente rarefacto que ocupa la zona de su órbita, ya que semejante medio, al retardar la velocidad del cometa, debe aumentar su fuerza centrípeta debilitando la centrífuga. En otras palabras, la atracción del sol estaría alcanzando cada vez más intensidad y el cometa iría aproximándose a él a cada revolución. No parece haber otra manera de explicar la variación aludida. 

»Hay más: Se observa que el diámetro real de la nebulosidad del cometa se contrae rápidamente al acercarse al sol y se dilata con igual rapidez al alejarse hacia su afelio. ¿No me hallaba justificado al suponer, con Valz, que esta aparente condensación de volumen se origina por la compresión del aludido medio etéreo, y que se va densificando proporcionalmente a su proximidad al sol? El fenómeno que afecta la forma lenticular y que se denomina luz zodiacal era también un asunto digno de atención. Esta radiación tan visible en los trópicos, y que no puede confundirse con ningún resplandor meteórico, se extiende oblicuamente desde el horizonte, siguiendo, por lo general, la dirección del ecuador solar. Tuve la impresión de que provenía de una atmósfera enrarecida que se dilataba a partir del sol, por lo menos hasta más allá de la órbita de Venus, y en mi opinión a muchísima mayor distancia34. No podía creer que este medio ambiente se limitara a la zona de la elipse del cometa o a la vecindad inmediata del sol. Fácil era, por el contrario, imaginarla ocupando la entera región de nuestro sistema planetario, condensada en lo que llamamos atmósfera en los planetas, y quizá modificada en algunos de ellos por razones puramente geológicas; vale decir, modificada o alterada en sus proporciones (o su naturaleza esencial) por materias volatilizadas emanantes de dichos planetas. 

»Una vez adoptado este punto de vista, ya no vacilé. Descontando que hallaría a mi paso una atmósfera esencialmente análoga a la de la superficie de la tierra, pensé que con ayuda del muy ingenioso aparato de Grimm sería posible condensarla en cantidad suficiente para las necesidades de la respiración. Esto eliminaría el obstáculo principal de un viaje a la luna. Había gastado dinero y mucho trabajo en adaptar el instrumento al fin requerido, y tenía plena confianza en su aplicación si me era dado cumplir el viaje dentro de cualquier período razonable. Y esto me trae a la cuestión de la velocidad con que podría efectuarlo. 

»Verdad es que los globos, en la primera etapa de sus ascensiones, se remontaban a velocidad relativamente moderada. Ahora bien, la fuerza de elevación reside por completo en el peso superior del aire atmosférico comparado con el del gas del globo; cuando el aeróstato adquiere mayor altura y, por consiguiente, arriba a capas atmosféricas cuya densidad disminuye rápidamente, no parece probable ni razonable que la velocidad original vaya acelerándose. Pero, por otra parte, no tenía noticias de que en ninguna ascensión conocida se hubiese advertido una disminución en la velocidad absoluta del ascenso; sin embargo, tal hubiera debido ser el caso, aunque más no fuera por el escape del gas en globos de construcción defectuosa, aislados con una simple capa de barniz. Me pareció, pues, que las consecuencias de dicho escape de gas debían ser suficientes para contrabalancear el efecto de la aceleración lograda por la mayor distancia del globo al centro de gravedad. Consideré que, si hallaba a mi paso el medio ambiente que había imaginado, y si éste resultaba esencialmente lo que denominamos aire atmosférico, no se produciría mayor diferencia en la fuerza ascendente por causa de su extremado enrarecimiento, ya que el gas de mi globo no sólo se hallaría sujeto al mismo enrarecimiento (con cuyo objeto le permitiría que escapara en cantidad suficiente para evitar una explosión), sino que, siendo lo que era, continuaría mostrándose específicamente más liviano que cualquier compuesto de nitrógeno y oxígeno. Había, pues, una posibilidad —y muy grande— de que en ningún momento de mi ascenso alcanzara un punto donde los pesos unidos de mi inmenso globo, el gas inconcebiblemente ligero que lo llenaba, la barquilla y su contenido lograran igualar el peso de la masa atmosférica desplazada por el aeróstato; y fácilmente se comprenderá que sólo el caso contrario hubiera podido detener mi ascensión. Mas aun en este caso era posible aligerar el globo de casi trescientas libras arrojando el lastre y otros pesos. Entretanto, la fuerza de gravedad seguiría disminuyendo continuamente en proporción al cuadrado de las distancias; y así, con una velocidad prodigiosamente acelerada, llegaría, por fin, a esas alejadas regiones donde la fuerza de atracción de la tierra sería superada por la de la luna. 

»Había otra dificultad que me producía alguna inquietud. Se ha observado que en las ascensiones en globo a alturas considerables, aparte de la dificultad respiratoria, se producen fenómenos sumamente penosos en todo el organismo, acompañados frecuentemente de hemorragias de nariz y otros síntomas alarmantes, que se van agudizando a medida que aumenta la altura35. No dejaba de preocuparme este aspecto. ¿No podía ocurrir que dichos síntomas continuaran en aumento hasta provocar la muerte? Pero llegué a la conclusión de que no. Su origen debía buscarse en la progresiva disminución de la presión atmosférica usual sobre la superficie del cuerpo y la consiguiente dilatación de los vasos sanguíneos superficiales; no se trataba de una desorganización capital del sistema orgánico, como en el caso de la dificultad respiratoria, donde la densidad atmosférica resulta químicamente insuficiente para la debida renovación de la sangre en un ventrículo del corazón. A menos que faltara esta renovación, no veía razón alguna para que la vida no pudiera mantenerse, incluso en el vacío; pues la expansión y compresión del pecho, llamadas vulgarmente respiración, son acciones puramente musculares, y causa, no efecto, de la respiración. En una palabra, supuse que así como el cuerpo llegaría a habituarse a la falta de presión atmosférica, del mismo modo las sensaciones dolorosas irían disminuyendo; para soportarlas mientras duraran confiaba en la férrea resistencia de mi constitución. 

»Así, aunque no todas, he detallado algunas de las consideraciones que me indujeron a proyectar un viaje a la luna. Procederé ahora, si así place a vuestras Excelencias, a comunicaros los resultados de una tentativa cuya concepción parece tan audaz, y que en todo caso no tiene paralelo en los anales de la humanidad. 

»Habiendo alcanzado la altitud antes mencionada —vale decir, tres millas y tres cuartos— arrojé por la barquilla una cantidad de plumas, descubriendo que aun ascendía con suficiente velocidad, por lo cual no era necesario privarme de lastre. Me alegré de esto, pues deseaba guardar conmigo todo el peso posible, por la sencilla razón de que no tenía ninguna seguridad sobre la fuerza de atracción o la densidad atmosférica de la luna. Hasta ese momento no sentía molestias físicas, respiraba con entera libertad y no me dolía la cabeza. El gato descansaba tranquilamente sobre mi chaqueta, que me había quitado, y contemplaba las palomas con un aire de nonchalance. En cuanto a éstas, atadas por una pata para que no volaran, ocupábanse activamente de picotear los granos de arroz que les había echado en el fondo de la barquilla. 

»A las seis y veinte el barómetro acusó una altitud de 26.400 pies, o sea casi cinco millas. El panorama parecía ilimitado. En realidad, resultaba fácil calcular, con ayuda de la trigonometría esférica, el ámbito terrestre que mis ojos alcanzaban. La superficie convexa de un segmento de esfera es a la superficie total de la esfera lo que el senoverso del segmento al diámetro de la esfera. Ahora bien, en este caso, el senoverso —vale decir el espesor del segmento por debajo de mí— era aproximadamente igual a mi elevación, o a la elevación del punto de vista sobre la superficie. «De cinco a ocho millas» expresaría, pues, la proporción del área terrestre que se ofrecía a mis miradas. En otras palabras, estaba contemplando una decimosextava parte de la superficie total del globo. El mar aparecía sereno como un espejo, aunque el telescopio me permitió advertir que se hallaba sumamente encrespado. Ya no se veía el navío, que al parecer había derivado hacia el este. Empecé a sentir fuertes dolores de cabeza a intervalos, especialmente en la región de los oídos, aunque seguía respirando con bastante libertad. El gato y las palomas no parecían sentir molestias. 

»A las siete menos veinte el globo entró en una región de densas nubes, que me ocasionaron serias dificultades, dañando mi aparato condensador y empapándome hasta los huesos; fue éste, por cierto, un singular rencontre, pues jamás había creído posible que semejante nube estuviera a tal altura. Me pareció conveniente soltar dos pedazos de cinco libras de lastre, conservando un peso de ciento sesenta y cinco libras. Gracias a esto no tardé en sobrevolar la zona de las nubes, y al punto percibí que mi velocidad ascensional había aumentado considerablemente. Pocos segundos después de salir de la nube, un relámpago vivísimo la recorrió de extremo a extremo, incendiándola en toda su extensión como si se tratara de una masa de carbón ardiente. Esto ocurría, como se sabe, a plena luz del día. Imposible imaginar la sublimidad que hubiese asumido el mismo fenómeno en caso de producirse en las tinieblas de la noche. Sólo el infierno hubiera podido proporcionar una imagen adecuada. Tal como lo vi, el espectáculo hizo que el cabello se me erizara mientras miraba los abiertos abismos, dejando descender la imaginación para que vagara por las extrañas galerías abovedadas, los encendidos golfos y los rojos y espantosos precipicios de aquel terrible e insondable incendio. Me había salvado por muy poco. Si el globo hubiese permanecido un momento más dentro de la nube, es decir, si la humedad de la misma no me hubiera decidido a soltar lastre, probablemente no hubiera escapado a la destrucción. Esta clase de peligros, aunque poco se piensa en ellos, son quizá los mayores que deben afrontar los globos. Pero ahora me encontraba a una altitud demasiado grande como para que el riesgo volviera a presentarse. 

»Subíamos rápidamente, y a las siete en punto el barómetro indicó nueve millas y media. Empecé a experimentar una gran dificultad respiratoria. La cabeza me dolía muchísimo y, al sentir algo húmedo en las mejillas, descubrí que era sangre que me salía en cantidad por los oídos. Mis ojos me preocuparon también mucho. Al pasarme la mano por ellos me pareció que me sobresalían de las órbitas; veía como distorsionados los objetos que contenía el globo, y a éste mismo. Los síntomas excedían lo que había supuesto y me produjeron alguna alarma. En este momento, obrando con la mayor imprudencia e insensatez, arrojé tres piezas de cinco libras de lastre. La velocidad acelerada del ascenso me llevó demasiado rápidamente y sin la gradación necesaria a una capa altamente enrarecida de la atmósfera, y estuvo a punto de ser fatal para mi expedición y para mí mismo. Súbitamente me sentí presa de un espasmo que duro más de cinco minutos, y aun después de haber cedido en cierta medida, seguí respirando a largos intervalos, jadeando de la manera más penosa, mientras sangraba copiosamente por la nariz y los oídos, y hasta ligeramente por los ojos. Las palomas parecían sufrir mucho y luchaban por escapar, mientras el gato maullaba desesperadamente y, con la lengua afuera, movíase tambaleando de un lado a otro de la barquilla, como si estuviera envenenado. Demasiado tarde descubrí la imprudencia que había cometido al soltar el lastre. Supuse que moriría en pocos minutos. Los sufrimientos físicos que experimentaba contribuían además a incapacitarme casi por completo para hacer el menor esfuerzo en procura de salvación. Poca capacidad de reflexión me quedaba, y la violencia del dolor de cabeza parecía crecer por instantes. Me di cuenta de que los sentidos no tardarían en abandonarme, y ya había aferrado una de las sogas correspondientes a la válvula de escape, con la idea de intentar el descenso, cuando el recuerdo de la broma que les había jugado a mis tres acreedores, y sus posibles consecuencias para mí, me detuvieron por el momento. Me dejé caer en el fondo de la barquilla, luchando por recuperar mis facultades. Lo conseguí hasta el punto de pensar en la conveniencia de sangrarme. Como no tenía lanceta, me vi precisado a arreglármelas de la mejor manera posible, cosa que al final logré cortándome una vena del brazo izquierdo con mi cortaplumas. 

»Apenas había empezado a correr la sangre cuando noté un sensible alivio. Luego de perder aproximadamente el contenido de media jofaina de dimensiones ordinarias, la mayoría de los síntomas más alarmantes desaparecieron por completo. De todos modos no me pareció prudente enderezarme en seguida, sino que, después de atarme el brazo lo mejor que pude, seguí descansando un cuarto de hora. Pasado este plazo me levanté, sintiéndome tan libre de dolores como lo había estado en la primera parte de la ascensión. No obstante seguía teniendo grandísimas dificultades para respirar, y comprendí que pronto habría llegado el momento de utilizar mi condensador. En el ínterin miré a la gata, que había vuelto a instalarse cómodamente sobre mi chaqueta, y descubrí con infinita sorpresa que había aprovechado la oportunidad de mi indisposición para dar a luz tres gatitos. Esto constituía un aumento completamente inesperado en el número de pasajeros del globo, pero no me desagradó que hubiera ocurrido; me proporcionaba la oportunidad de poner a prueba la verdad de una conjetura que, más que cualquier otra, me había impulsado a efectuar la ascensión. Había imaginado que la resistencia habitual a la presión atmosférica en la superficie de la tierra era la causa de los sufrimientos por los que pasa toda vida a cierta distancia de esa superficie. Si los gatitos mostraban síntomas equivalentes a los de la madre, debería considerar como fracasada mi teoría, pero si no era así, entendería el hecho como una vigorosa confirmación de aquella idea. 

»A las ocho de la mañana había alcanzado una altitud de diecisiete millas sobre el nivel del mar. Así, pues, era evidente que mi velocidad ascensional no sólo iba en aumento, sino que dicho aumento hubiera sido verificable aunque no hubiese tirado el lastre como lo había hecho. Los dolores de cabeza y de oídos volvieron a intervalos y con mucha violencia, y por momentos seguí sangrando por la nariz; pero, en general, sufría mucho menos de lo que podía esperarse. Mi respiración, empero, se volvía más y más difícil, y cada inspiración determinaba un desagradable movimiento espasmódico del pecho. Desempaqué, pues, el aparato condensador y lo alisté para su uso inmediato. 

»A esta altura de mi ascensión el panorama que ofrecía la tierra era magnífico. Hacia el oeste, el norte y el sur, hasta donde alcanzaban mis ojos, se extendía la superficie ilimitada de un océano en aparente calma, que por momentos iba adquiriendo una tonalidad más y más azul. A grandísima distancia hacia el este, aunque discernibles con toda claridad, veíanse las Islas Británicas, la costa atlántica de Francia y España, con una pequeña porción de la parte septentrional del continente africano. Era imposible advertir la menor señal de edificios aislados, y las más orgullosas ciudades de la humanidad se habían borrado completamente de la faz de la tierra. 

»Lo que más me asombró del aspecto de las cosas de abajo fue la aparente concavidad de la superficie del globo. Bastante irreflexivamente había esperado contemplar su verdadera convexidad a medida que subiera, pero no tardé en explicarme aquella contradicción. Una línea tirada perpendicularmente desde mi posición a la tierra hubiera formado la perpendicular de un triángulo rectángulo, cuya base se hubiera extendido desde el ángulo recto hasta el horizonte, y la hipotenusa desde el horizonte hasta mi posición. Pero mi lectura era poco o nada en comparación con la perspectiva que abarcaba. En otras palabras, la base y la hipotenusa del supuesto triángulo hubieran sido en este caso tan largas, comparadas con la perpendicular, que las dos primeras hubieran podido considerarse casi paralelas. De esta manera el horizonte del aeronauta aparece siempre como si estuviera al nivel de la barquilla. Pero, como el punto situado inmediatamente debajo de él le parece estar —y está— a gran distancia, da también la impresión de hallarse a gran distancia por debajo del horizonte. De ahí la aparente concavidad, que habrá de mantenerse hasta que la elevación alcance una proporción tan grande con el panorama, que el aparente paralelismo de la base y la hipotenusa desaparezca. 

»A esta altura las palomas parecían sufrir mucho. Me decidí, pues, a ponerlas en libertad. Desaté primero una, bonitamente moteada de gris, y la posé sobre el borde de la barquilla. Se mostró muy inquieta; miraba ansiosamente a todas partes, agitando las alas y arrullando suavemente, pero no pude persuadirla de que se soltara del borde. Por fin la agarré, arrojándola a unas seis yardas del globo. Pero, contra lo que esperaba, no mostró ningún deseo de descender, sino que luchó con todas sus fuerzas por volver, mientras lanzaba fuertes y penetrantes chillidos. Logró por fin alcanzar su posición anterior, mas apenas lo había hecho cuando apoyó la cabeza en el pecho y cayó muerta en la barquilla. 

»La otra fue más afortunada, pues para impedir que siguiera el ejemplo de su compañera y regresara al globo, la tiré hacia abajo con todas mis fuerzas, y tuve el placer de verla continuar su descenso con gran rapidez, haciendo uso de sus alas de la manera más natural. Muy pronto se perdió de vista, y no dudo de que llegó sana y salva a casa. La gata, que parecía haberse recobrado muy bien de su trance, procedió a comerse con gran apetito la paloma muerta, y se durmió luego satisfechísima. Sus gatitos parecían sumamente vivaces y no mostraban la menor señal de malestar. 

»A las ocho y cuarto, como me era ya imposible inspirar aire sin los más intolerables dolores, procedí a ajustar a la barquilla la instalación correspondiente al condensador. Dicho aparato requiere algunas explicaciones, y Vuestras Excelencias deberán tener presente que mi finalidad, en primer término, consistía en aislarme y aislar completamente la barquilla de la atmósfera altamente enrarecida en la cual me encontraba, a fin de introducir en el interior de mi compartimento, y por medio de mi condensador, una cantidad de la referida atmósfera suficientemente condensada para poder respirarla. Con esta finalidad en vista, había preparado una envoltura o saco muy fuerte, perfectamente impermeable y flexible. Toda la barquilla quedaba contenida dentro de este saco. Vale decir que, luego de tenderlo por debajo del fondo de la cesta de mimbre y hacerlo subir por los lados, lo extendí a lo largo de las cuerdas hasta el borde superior o aro al cual estaba atada la red del globo. Una vez levantado el saco, cerrando por completo todos los lados y el fondo, había que asegurar su abertura o boca, pasando la tela sobre el aro de la red o, en otras palabras, entre la red y el aro. Pero si la red quedaba separada del aro para permitir dicho paso, ¿cómo se sostendría entretanto la barquilla? Pues bien, la red no estaba atada de manera fija al aro, sino sujeta a éste mediante una serie de presillas o lazos. Por tanto, sólo había que desatar unos cuantos de estos lazos por vez, dejando la barquilla suspendida de los restantes. Insertada así una porción de tela que constituía la parte superior del saco, volví a ajustar los lazos, ya no al aro, pues ello hubiera sido imposible desde el momento que ahora intervenía la tela, sino a una serie de grandes botones asegurados en la tela misma, a unos tres pies por debajo de la abertura del saco; los intervalos entre los botones correspondían a los intervalos entre los lazos. Hecho esto, aflojé otra cantidad de lazos del aro, introduje una nueva porción de la tela y los lazos sueltos fueron a su vez conectados con sus botones correspondientes. De esta manera pude insertar toda la parte superior del saco entre la red y el aro. Como es natural, este último cayó entonces dentro de la barquilla, mientras el peso de ésta quedaba sostenido tan sólo por la fuerza de los botones. 

»A primera vista este dispositivo podría parecer inadecuado, pero no era así, pues los botones eran fortísimos y estaban tan cerca uno del otro que sólo les tocaba soportar individualmente un pequeño peso. Aunque la barquilla y su contenido hubiesen sido tres veces más pesados, no me habría sentido intranquilo. 

»Procedí luego a levantar otra vez el aro por dentro de la envoltura de goma elástica y lo inserté casi a su altura anterior por medio de tres soportes muy livianos preparados al efecto. Hice esto, como se comprenderá, a fin de mantener distendido el saco en su terminación, de modo que la parte inferior de la red conservara su posición normal. Sólo me faltaba ahora cerrar la abertura del saco, y lo hice rápidamente, juntando los pliegues de la tela y retorciéndolos apretadamente desde dentro por medio de una especie de tourniquet fijo. 

»A los lados de este envoltorio ajustado a la barquilla había tres cristales espesos pero muy transparentes, por los cuales podía ver sin la menor dificultad en todas las direcciones horizontales. En la parte del saco que constituía el fondo había una cuarta ventanilla del mismo género, que correspondía a una pequeña abertura en el piso de la barquilla. Esto me permitía ver hacia abajo, pero, en cambio, no había podido ajustar un dispositivo similar en la parte superior, dada la forma en que se cerraba el saco y las arrugas que formaba, por lo cual no podía esperar ver los objetos situados en el cenit. De todas maneras la cosa no tenía importancia, pues aun en el caso de haber colocado una mirilla en lo alto, el globo mismo me hubiera impedido hacer uso de ella. 

»A un pie por debajo de una de las mirillas laterales había un orificio circular, de tres pulgadas de diámetro, en el cual había fijado una rosca de bronce. A esta rosca se atornillaba el largo tubo del condensador, cuyo cuerpo principal se encontraba, naturalmente, dentro de la cámara de caucho. Por medio del vacío practicado en la máquina, dicho tubo absorbía una cierta cantidad de atmósfera circundante y la introducía en estado de condensación en la cámara de caucho, donde se mezclaba con el aire enrarecido ya existente. Una vez que la operación se había repetido varias veces, la cámara quedaba llena de aire respirable. Pero, como en un espacio tan reducido no podía tardar en viciarse a causa de su continuo contacto con los pulmones, se lo expulsaba con ayuda de una pequeña válvula situada en el fondo de la barquilla; el aire más denso se proyectaba de inmediato a la enrarecida atmósfera exterior. Para evitar el inconveniente de que se produjera un vacío total en la cámara, esta purificación no se cumplía de una vez, sino progresivamente; para ello la válvula se abría unos pocos segundos y volvía a cerrarse, hasta que uno o dos impulsos de la bomba del condensador reemplazaban el volumen de la atmósfera desalojada. Por vía de experimento instalé a la gata y sus gatitos en una pequeña cesta que suspendí fuera de la barquilla por medio de un sostén en el fondo de ésta, al lado de la válvula de escape, que me servía para alimentarlos toda vez que fuera necesario. Esta instalación, que dejé terminada antes de cerrar la abertura de la cámara, me dio algún trabajo, pues debí emplear una de las perchas que he mencionado, a la cual até un gancho. Tan pronto un aire más denso ocupó la cámara, el aro y las pértigas dejaron de ser necesarias, pues la expansión de aquella atmósfera encerrada distendía fuertemente las paredes de caucho. 

»Cuando hube terminado estos arreglos y llenado la cámara como acabo de explicar, eran las nueve menos diez. Todo el tiempo que pasé así ocupado sufría una terrible opresión respiratoria, y me arrepentí amargamente de la negligencia o, mejor, de la temeridad que me había hecho dejar para último momento una cuestión tan importante. Mas apenas estuvo terminada, comencé a cosechar los beneficios de mi invención. Volví a respirar libre y fácilmente. Me alegró asimismo descubrir que los violentos dolores que me habían atormentado hasta ese momento se mitigaban casi completamente. Todo lo que me quedaba era una leve jaqueca, acompañada de una sensación de plenitud o hinchazón en las muñecas, los tobillos y la garganta. Parecía, pues, evidente que gran parte de las molestias derivadas de la falta de presión atmosférica habían desaparecido tal como lo esperara, y que muchos de los dolores padecidos en las últimas horas debían atribuirse a los efectos de una respiración deficiente. 

»A las nueve menos veinte, es decir, muy poco antes de cerrar la abertura de la cámara, el mercurio llegó a su límite y dejó de funcionar el barómetro, que, como ya he dicho, era especialmente largo. Indicaba en ese momento una altitud de 132.000 pies, o sea veinticinco millas, vale decir que me era dado contemplar una superficie terrestre no menor de la trescientas veinteava parte de su área total. A las nueve perdí de vista las tierras al este, no sin antes advertir que el globo derivaba rápidamente hacia el nor-noroeste. El océano por debajo de mí conservaba su aparente concavidad, aunque mi visión se veía estorbada con frecuencia por las masas de nubes que flotaban de un lado a otro. 

»A las nueve y media hice el experimento de arrojar un puñado de plumas por la válvula. No flotaron como había esperado, sino que cayeron verticalmente como una bala y en masa, a extraordinaria velocidad, perdiéndose de vista en un segundo. Al principio no supe qué pensar de tan extraordinario fenómeno, pues no podía creer que mi velocidad ascensional hubiera alcanzado una aceleración repentina tan prodigiosa. Pero no tardó en ocurrírseme que la atmósfera se hallaba ahora demasiado rarificada para sostener una mera pluma, y que, por lo tanto, caían a toda velocidad; lo que me había sorprendido eran las velocidades unidas de su descenso y mi elevación. 

»A las diez hallé que no tenía que ocuparme mayormente de nada. Todo marchaba bien y estaba convencido de que el globo subía con una rapidez creciente, aunque ya no tenía instrumentos para asegurarme de su progresión. No sentía dolores ni molestias de ninguna clase, y estaba de mejor humor que en ningún momento desde mi partida de Rotterdam; me ocupé, pues, de observar los diversos instrumentos y de regenerar la atmósfera de la cámara. Decidí repetirlo cada cuarenta minutos, más para mantener mi buen estado físico que porque la renovación fuese absolutamente necesaria. Entretanto no pude impedirme anticipar el futuro. Mi fantasía corría a gusto por las fantásticas y quiméricas regiones lunares. Sintiéndose por una vez libre de cadenas, la imaginación erraba entre las cambiantes maravillas de una tierra sombría e inestable. Había de pronto vetustas y antiquísimas florestas, vertiginosos precipicios y cataratas que se precipitaban con estruendo en abismos sin fondo. Llegaba luego a las calmas soledades del mediodía, donde jamás soplaba una brisa, donde vastas praderas de amapolas y esbeltas flores semejantes a lirios se extendían a la distancia, silenciosas e inmóviles por siempre. Y luego recorría otra lejana región, donde había un lago oscuro y vago, limitado por nubes. Pero no sólo estas fantasías se posesionaban de mi mente. Horrores de naturaleza mucho más torva y espantosa hacían su aparición en mi pensamiento, estremeciendo lo más hondo de mi alma con la mera suposición de su posibilidad. Pero no permitía que esto durara demasiado tiempo, pensando sensatamente que los peligros reales y palpables de mi viaje eran suficientes para concentrar por entero mi atención. 

»A las cinco de la tarde, mientras me ocupaba de regenerar la atmósfera de la cámara, aproveché la oportunidad para observar a la gata y sus gatitos a través de la válvula. Me pareció que la gata volvía a sufrir mucho, y no vacilé en atribuirlo a la dificultad que experimentaba para respirar; en cuanto a mi experimento con los gatitos, tuvo un resultado sumamente extraño. Como es natural, había esperado que mostraran algún malestar, aunque en grado menor que su madre, y ello hubiese bastado para confirmar mi opinión sobre la resistencia habitual a la presión atmosférica. No estaba preparado para descubrir, al examinarlos atentamente, que gozaban de una excelente salud y que respiraban con toda soltura y perfecta regularidad, sin dar la menor señal de sufrimiento. No me quedó otra explicación posible que ir aún más allá de mi teoría y suponer que la atmósfera altamente rarificada que los envolvía no era quizá (como había dado por sentado) químicamente suficiente para la vida animal, y que una persona nacida en ese medio podría acaso inhalarla sin el menor inconveniente, mientras que al descender a los estratos más densos, en las proximidades de la tierra, soportaría torturas de naturaleza similar a las que yo acababa de padecer. Nunca he dejado de lamentar que un torpe accidente me privara en ese momento de mi pequeña familia de gatos, impidiéndome adelantar en el conocimiento del problema en cuestión. Al pasar la mano por la válvula, con un tazón de agua para la gata, se me enganchó la manga de la camisa en el lazo que sostenía la pequeña cesta y lo desprendió instantáneamente del botón donde estaba tomado. Si la cesta se hubiera desvanecido en el aire, no habría dejado de verla con mayor rapidez. No creo que haya pasado más de un décimo de segundo entre el instante en que se soltó y su desaparición. Mis buenos deseos la siguieron hasta tierra, pero, naturalmente, no tenía la menor esperanza de que la gata o sus hijos vivieran para contar lo que les había ocurrido. 

»A las seis, noté que una gran porción del sector visible de la tierra se hallaba envuelta en espesa oscuridad, que siguió avanzando con gran rapidez hasta que, a las siete menos cinco, toda la superficie a la vista quedó cubierta por las tinieblas de la noche. Pero pasó mucho tiempo hasta que los rayos del sol poniente dejaron de iluminar el globo, y esta circunstancia, aunque claramente prevista, no dejó de producirme gran placer. Era evidente que por la mañana contemplaría el astro rey muchas horas antes que los ciudadanos de Rotterdam, a pesar de que se hallaban situados mucho más al este y que así, día tras día, en proporción a la altura alcanzada, gozaría más y más tiempo de la luz solar. Me decidí por entonces a llevar un diario de viaje, registrando la crónica diaria de veinticuatro horas continuas, es decir, sin tomar en consideración el intervalo de oscuridad. 

»A las diez, sintiendo sueño, resolví acostarme por el resto de la noche; pero entonces se me presentó una dificultad que, por más obvia que parezca, había escapado a mi atención hasta el momento de que hablo. Si me ponía a dormir, como pensaba, ¿cómo regenerar entretanto la atmósfera de la cámara? Imposible respirar en ella por más de una hora, y, aunque este término pudiera extenderse a una hora y cuarto, se seguirían las más desastrosas consecuencias. La consideración de este dilema me preocupó seriamente, y apenas se me creerá si digo que, después de todos los peligros que había enfrentado, el asunto me pareció tan grave como para renunciar a toda esperanza de llevar a buen fin mi designio y decidirme a iniciar el descenso. 

»Mi vacilación, empero, fue sólo momentánea. Reflexioné que el hombre es esclavo de la costumbre y que en la rutina de su existencia hay muchas cosas que se consideran esenciales, y que lo son tan sólo porque se han convertido en hábitos. Cierto que no podía pasarme sin dormir; pero fácilmente me acostumbraría, sin inconveniente alguno, a despertar de hora en hora en el curso de mi descanso. Sólo se requerirían cinco minutos como máximo para renovar por completo la atmósfera de la cámara, y la única dificultad consistía en hallar un método que me permitiera despertar cada vez en el momento requerido. 

»Confieso que esta cuestión me resultó sumamente difícil. Conocía, por supuesto, la historia del estudiante que, para evitar quedarse dormido sobre el libro, tenía en la mano una bola de cobre, cuya caída en un recipiente del mismo metal colocado en el suelo provocaba un estrépito suficiente para despertarlo si se dejaba vencer por la modorra. Pero mi caso era muy distinto y no me permitía acudir a ningún expediente parecido; no se trataba de mantenerme despierto, sino de despertar a intervalos regulares. Al final di con un medio que, por simple que fuera, me pareció en aquel momento de tanta importancia como la invención del telescopio, la máquina de vapor o la imprenta. 

»Necesario es señalar en primer término que, a la altura alcanzada, el globo continuaba su ascensión vertical de la manera más serena, y que la barquilla lo acompañaba con una estabilidad tan perfecta que hubiera resultado imposible registrar en ella la más leve oscilación. Esta circunstancia me favoreció grandemente para la ejecución de mi proyecto. La provisión de agua se hallaba contenida en cuñetes de cinco galones cada uno, atados firmemente en el interior de la barquilla. Solté uno de ellos y, tomando dos sogas, las até a través del borde de mimbre de la barquilla, paralelamente y a un pie de distancia entre sí, para que formaran una especie de soporte sobre el cual puse el cuñete y lo fijé en posición horizontal. 

»A unas ocho pulgadas por debajo de las cuerdas, y a cuatro pies del fondo de la barquilla, instalé otro soporte, pero éste de madera fina, utilizando el único trozo que llevaba a bordo. Coloqué sobre él, justamente debajo de uno de los extremos del cuñete, un pequeño pichel de barro. Practiqué luego un agujero en el extremo correspondiente del cuñete, al que adapté un tapón cónico de madera blanda. Empecé a ajustar y a aflojar el tapón hasta que, luego de algunas pruebas, conseguí el punto necesario para que el agua, rezumando del orificio y cayendo en el pichel de abajo, lo llenara hasta el borde en sesenta minutos. Esto último pude calcularlo fácilmente, observando hasta dónde se llenaba el recipiente en un período dado. 

»Hecho esto, lo que queda por decir es obvio. Instalé mi cama en el piso de la barquilla, de modo tal que mi cabeza quedaba exactamente bajo la boca del pichel. Al cumplirse una hora, el pichel se llenaba por completo, y al empezar a volcarse lo hacía por la boca, situada ligeramente más abajo que el borde. Ni que decir que el agua, cayendo desde una altura de cuatro pies, me daba en la cara y me despertaba instantáneamente del más profundo sueño. 

»Eran ya las once cuando completé mis preparativos y me acosté en seguida, lleno de confianza en la eficacia de mi invento. No me defraudó, por cierto. Puntualmente fui despertado cada sesenta minutos por mi fiel cronómetro, y en cada oportunidad no olvidé vaciar el pichel en la boca del cuñete, a la vez que me ocupaba del condensador. Estas interrupciones regulares en mi sueño me causaron menos molestias de las que había previsto, y cuando me levanté al día siguiente eran ya las siete y el sol se hallaba a varios grados sobre la línea del horizonte. 

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»3 de abril.- El globo había alcanzado una inmensa altitud y la convexidad de la tierra podía verse con toda claridad. Por debajo de mí, en el océano, había un grupo de pequeñas manchas negras, indudablemente islas. Por encima, el cielo era de un negro azabache y se veían brillar las estrellas; esto ocurría desde el primer día de vuelo. Muy lejos, hacia el norte, percibí una línea muy fina, blanca y sumamente brillante, en el borde mismo del horizonte, y no vacilé en suponer que se trataba del borde austral de los hielos del mar polar. Mi curiosidad se avivó, pues confiaba en avanzar más hacia el norte, y quizá en un momento dado quedara colocado justamente sobre el polo. Lamenté que mi grandísima elevación impidiera en este caso hacer observaciones detalladas; pero de todas maneras cabía cerciorarse de muchas cosas. 

»Nada de extraordinario ocurrió durante el día. Los instrumentos funcionaron perfectamente y el globo continuó su ascenso sin que se notara la menor vibración. Hacía mucho frío, que me obligó a ponerme un abrigado gabán. Cuando la oscuridad cubrió la tierra me acosté, aunque la luz del sol siguió brillando largas horas en mi vecindad inmediata. El reloj de agua se mostró puntual y dormí hasta la mañana siguiente, con las interrupciones periódicas ya señaladas. 

»4 de abril.- Me levanté lleno de salud y buen ánimo y quedé asombrado al ver el extraño cambio que se había producido en el aspecto del océano. En vez del azul profundo que mostraba el día anterior, era ahora de un blanco grisáceo y de un brillo insoportable. La convexidad del océano era tan marcada, que la masa de agua más distante parecía estar cayendo bruscamente en el abismo del horizonte; por un momento me quedé escuchando si se percibían los ecos de aquella inmensa catarata. Las islas no eran ya visibles; no podría decir si habían quedado por debajo del horizonte, hacia el sur, o si la creciente elevación impedía distinguirlas. Me inclinaba, sin embargo, a esta última hipótesis. El borde de hielo al norte se divisaba cada vez con mayor claridad. El frío disminuyó sensiblemente. No ocurrió nada de importancia y pasé el día leyendo, pues había tenido la precaución de proveerme de libros. 

»5 de abril.- Asistí al singular fenómeno de la salida del sol, mientras casi toda la superficie visible de la tierra seguía envuelta en tinieblas. Pero luego la luz se extendió sobre la superficie y otra vez distinguí la línea del hielo hacia el norte. Se veía muy claramente y su coloración era mucho más oscura que la de las aguas oceánicas. No cabía dudar de que me estaba aproximando a gran velocidad. Me pareció distinguir nuevamente una línea de tierra hacia el este y también otra al oeste, pero sin seguridad. Tiempo moderado. Nada importante sucedió durante el día. Me acosté temprano. 

»6 de abril.- Tuve la sorpresa de descubrir el borde de hielo a una distancia bastante moderada, mientras un inmenso campo helado se extendía hasta el horizonte. Era evidente que si el globo mantenía su rumbo actual, no tardaría en situarse sobre el océano polar ártico, y daba casi por descontado que podría distinguir el polo. Durante todo el día continuamos aproximándonos a la zona del hielo. Al anochecer, los límites de mi horizonte se ampliaron súbitamente, lo cual se debía, sin duda, a la forma esferoidal achatada de la tierra, y a mi llegada a la parte más chata en las vecindades del círculo ártico. Cuando la oscuridad terminó de envolverme me acosté lleno de ansiedad, temeroso de pasar por encima de lo que tanto deseaba observar sin que fuera posible hacerlo. 

»7 de abril.- Me levanté temprano y con gran alegría pude observar finalmente el Polo Norte, pues no podía dudar de que lo era. Estaba allí, justamente debajo del aeróstato; pero, ¡ay!, la altitud alcanzada por éste era tan enorme que nada podía distinguirse en detalle. A juzgar por la progresión de las cifras indicadoras de las distintas altitudes en los diferentes períodos desde las seis a. m. del dos de abril hasta las nueve menos veinte a. m. del mismo día (hora en la cual el barómetro llegó a su límite), podía inferirse que en este momento, a las cuatro de la mañana del siete de abril, el globo había alcanzado una altitud no menor de 7.254 millas sobre el nivel del mar. Esta elevación puede parecer inmensa, pero el cálculo sobre el cual la había basado era probablemente muy inferior a la verdad. Sea como fuere, en ese instante me era dado contemplar la totalidad del diámetro mayor de la tierra; todo el hemisferio norte se extendía por debajo de mí como una carta en proyección ortográfica, el gran círculo del ecuador constituía el límite de mi horizonte. Empero, Vuestras Excelencias pueden fácilmente imaginar que las regiones hasta hoy inexploradas que se extienden más allá del círculo polar ártico, si bien se hallaban situadas debajo del globo y, por tanto, sin la menor deformación, eran demasiado pequeñas relativamente y estaban a una distancia demasiado enorme del punto de vista como para que mi examen alcanzara una gran precisión. 

»Lo que pude ver, empero, fue tan singular como excitante. Al norte del enorme borde de hielos ya mencionado, y que de manera general puede ser calificado como el límite de los descubrimientos humanos en esas regiones, continúa extendiéndose una capa de hielo ininterrumpida (o poco menos). En su primera parte, la superficie es muy llana, hasta terminar en una planicie total y, finalmente, en una concavidad que llega hasta el mismo polo, formando un centro circular claramente definido, cuyo diámetro aparente subtendía con respecto al globo un ángulo de unos sesenta y cinco segundos, y cuya coloración sombría, de intensidad variable, era más oscura que cualquier otro punto del hemisferio visible, llegando en partes a la negrura más absoluta. Fuera de esto, poco alcanzaba a divisarse. Hacia mediodía, el centro circular había disminuido en circunferencia, y a las siete p. m. lo perdí de vista, pues el globo sobrepasó el borde occidental del hielo y flotó rápidamente en dirección del ecuador. 

»8 de abril.- Noté una sensible disminución en el diámetro aparente de la tierra, aparte de una alteración en su color y su apariencia general. Toda el área visible participaba en grados diferentes de una coloración amarillo pálido, que en ciertas partes llegaba a tener una brillantez que hacía daño a la vista. Mi radio visual se veía, además, considerablemente estorbado, pues la densa atmósfera contigua a la tierra estaba cargada de nubes, entre cuyas masas sólo alcanzaba a divisar aquí y allá jirones de la tierra. Estas dificultades para la visión directa me habían venido molestando más o menos durante las últimas cuarenta y ocho horas, pero mi enorme altitud actual hacía que las masas de nubes se juntaran, por así decirlo, y el obstáculo se volvía más y más palpable en proporción a mi ascenso. Pude notar fácilmente, empero, que el globo sobrevolaba la serie de los grandes lagos de Norteamérica, y que seguía un curso hacia el sur que pronto me aproximaría a los trópicos. Esta circunstancia no dejó de llenarme de satisfacción y la saludé como un augurio favorable de mi triunfo final. Por cierto que la dirección seguida hasta ahora me había inquietado mucho, pues era evidente que si se mantenía por más tiempo no me daría posibilidad alguna de llegar a la luna, cuya órbita se halla inclinada con respecto a la eclíptica en un ángulo de tan sólo 5° 8’ 48”. Por más raro que parezca, sólo en los últimos días empecé a comprender el gran error que había cometido al no tomar como punto de partida desde la tierra algún lugar en el plano de la elipse lunar

»9 de abril.- El diámetro terrestre apareció hoy grandemente disminuido, y el color de la superficie adquiría de hora en hora un matiz más amarillento. El globo mantuvo su rumbo al sur y llegó a las nueve p. m. al borde septentrional del golfo de México. 

»10 de abril.- Hacia las cinco de la mañana fui bruscamente despertado por un estrépito, semejante a un terrible crujido, que no alcancé a explicarme. Duró muy poco, pero me bastó oírlo para comprender que no se parecía a nada que hubiera escuchado previamente en la tierra. Inútil decir que me alarmé muchísimo, atribuyendo aquel ruido a la explosión del globo. Examiné atentamente los instrumentos sin descubrir nada anormal. Pasé gran parte del día meditando sobre un hecho tan extraordinario, pero no me fue posible arribar a ninguna explicación. Me acosté insatisfecho, en un estado de gran ansiedad y agitación. 

»11 de abril.- Descubrí una sorprendente disminución en el diámetro aparente de la tierra y un considerable aumento, observable por primera vez, del de la luna, que alcanzaría su plenitud pocos días más tarde. A esta altura se requería una prolongada y extenuante labor para condensar suficiente aire atmosférico respirable en la cámara. 

»12 de abril.- Una singular alteración se produjo en la dirección del globo, y, aunque la había anticipado en todos sus detalles, me causó la más grande de las alegrías. Habiendo alcanzado, en su rumbo anterior, el paralelo veinte de latitud sur, el globo cambió súbitamente de dirección, volviéndose en ángulo agudo hacia el este, y así continuó durante el día, manteniéndose muy cerca del plano exacto de la elipse lunar. Merece señalarse que, como consecuencia de este cambio de ruta, se produjo una perceptible oscilación de la barquilla, la cual se mantuvo con mayor o menor intensidad durante muchas horas. 

»13 de abril.- Volví a alarmarme seriamente por la repetición del violento ruido crujiente que tanto me había aterrorizado el día 10. Pensé mucho en esto, sin alcanzar una conclusión satisfactoria. El diámetro aparente de la tierra decreció muchísimo y subtendía desde el globo un ángulo de poco más de veinticinco grados. No se veía la luna, por hallarse casi en mi cenit. Seguimos en el plano de la elipse, pero avanzando muy poco hacia el este. 

»14 de abril.- Rapidísimo decrecimiento del diámetro de la tierra. Hoy me sentí fuertemente impresionado por la idea de que el globo recorrería la línea de los ápsides hacia el punto del perineo; en otras palabras, que seguía la ruta directa que lo llevaría inmediatamente a la luna en aquella parte de su órbita más cercana a la tierra. La luna misma se hallaba inmediatamente sobre mí y, por lo tanto, oculta a mis ojos. Tuve que trabajar dura y continuamente para condensar la atmósfera. 

»15 de abril.- Ni siquiera los perfiles de los continentes y los mares podían trazarse ya con claridad en la superficie de la tierra. Hacia las doce escuché por tercera vez el horroroso sonido que tanto me había asombrado. Pero ahora continuaba cada vez con más intensidad. Por fin, mientras estupefacto y aterrado aguardaba de segundo en segundo no sé qué espantoso aniquilamiento, la barquilla vibró violentamente y una masa gigantesca e inflamada de un material que no pude distinguir pasó con un fragor de cien mil truenos a poca distancia del globo. 

»Cuando mi temor y mi estupefacción se hubieron disipado un tanto, poco me costó imaginar que se trataba de algún enorme fragmento volcánico proyectado desde aquel mundo al cual me acercaba rápidamente; con toda probabilidad era una de esas extrañas masas que suelen recogerse en la tierra y que a falta de mejor explicación se denominan meteoritos. 

»16 de abril.- Mirando hacia arriba lo mejor posible, es decir, por todas las ventanillas alternativamente, contemplé con grandísima alegría una pequeña parte del disco de la luna que sobresalía por todas partes de la enorme circunferencia de mi globo. Una intensa agitación se posesionó de mí, pues pocas dudas me quedaban de que pronto llegaría al término de mi peligroso viaje. El trabajo ocasionado por el condensador había alcanzado un punto máximo y casi no me concedía un momento de descanso. A esta altura no podía pensar en dormir. Me sentía muy enfermo, y todo mi cuerpo temblaba a causa del agotamiento. Era imposible que una naturaleza humana pudiese soportar por mucho más tiempo un sufrimiento tan grande. Durante el brevísimo intervalo de oscuridad, un meteorito pasó nuevamente cerca del globo, y la frecuencia de estos fenómenos me causó no poca aprensión. 

»17 de abril.- Esta mañana hizo época en mi viaje. Se recordará que el 13 la tierra subtendía un ángulo de veinticinco grados. El 14, el ángulo disminuyó mucho; el 15 se observó un descenso aún más notable, y al acostarme, la noche del 16, verifiqué que el ángulo no pasaba de los siete grados y quince minutos. ¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al despertar de un breve y penoso sueño, en la mañana de este día, y descubrir que la superficie por debajo de mí había aumentado súbita y asombrosamente de volumen, al punto de que su diámetro aparente subtendía un ángulo no menor de treinta y nueve grados! Me quedé como fulminado. Ninguna palabra podría expresar el infinito, el absoluto horror y estupefacción que me poseyeron y me abrumaron. Sentí que me temblaban las rodillas, que me castañeteaban los dientes, mientras se me erizaba el cabello. ¡Entonces... el globo había reventado! Fue la primera idea que corrió por mi mente. ¡El globo había reventado... y estábamos cayendo, cayendo, con la más impetuosa e incalculable velocidad! ¡A juzgar por la inmensa distancia tan rápidamente recorrida, no pasarían más de diez minutos antes de llegar a la superficie del orbe y hundirme en la destrucción! 

»Pero, a la larga, la reflexión vino en mi auxilio. Me serené, reflexioné y empecé a dudar. Aquello era imposible. De ninguna manera podía haber descendido a semejante velocidad. Además, si bien me estaba acercando a la superficie situada por debajo, no cabía duda de que la velocidad del descenso era infinitamente menor de la que había imaginado. Esta consideración sirvió para calmar la perturbación de mis facultades y logré finalmente enfrentar el fenómeno desde un punto de vista racional. Comprendí que el asombro me había privado en gran medida de mis sentidos, pues no había sido capaz de apreciar la enorme diferencia entre aquella superficie situada por debajo de mí y la de la madre tierra. Esta última se hallaba ahora sobre mi cabeza, completamente oculta por el globo, mientras la luna —la luna en toda su gloria— se tendía debajo de mí y a mis pies. 

»El estupor y la sorpresa que me había producido aquel extraordinario cambio de situaciones fueron quizá lo menos explicable de mi aventura, pues el bouleversement en cuestión no sólo era tan natural como inevitable, sino que lo había previsto mucho antes, sabiendo que debería producirse cuando llegara al punto exacto del viaje donde la atracción del planeta fuera superada por la atracción del satélite —o, más precisamente, cuando la gravitación del globo hacia la tierra fuese menos poderosa que su gravitación hacia la luna—. Ocurrió, sin duda, que desperté de un profundo sueño con todos los sentidos embotados, viéndome frente a un fenómeno que, si bien previsto, no lo estaba en ese momento mismo. En cuanto a mi cambio de posición, debió producirse de manera tan gradual como serena; de haber estado despierto en el momento en que tuvo lugar, es dudoso que me hubiera dado cuenta por alguna señal interna, vale decir por alguna irregularidad o trastorno de mi persona o de mis instrumentos. 

«Resulta casi inútil decir que, apenas hube comprendido la verdad y superado el terror que había absorbido todas las facultades de mi espíritu, concentré por completo mi atención en la apariencia física de la luna. Se extendía por debajo de mí como un mapa y, aunque comprendí que se hallaba aún a considerable distancia, los detalles de su superficie se me ofrecían con una claridad tan asombrosa como inexplicable. La ausencia total de océanos o mares e incluso de lagos y ríos me pareció a primera vista el rasgo más extraordinario de sus características geológicas. Y, sin embargo, por raro que parezca, advertí vastas regiones llanas de carácter decididamente aluvial, si bien la mayor parte del hemisferio se hallaba cubierto de innumerables montañas volcánicas de forma cónica que daban una impresión de protuberancias artificiales antes que naturales. La más alta no pasaba de tres millas y tres cuartos, pero un mapa de los distritos volcánicos de los Campos Flegreos proporcionaría a vuestras Excelencias una idea más clara de aquella superficie general que cualquier descripción insuficiente intentada aquí. La mayoría de aquellos volcanes estaban en erupción y me dieron a entender terriblemente su furia y su potencia con los repetidos truenos de los mal llamados meteoritos, que subían en línea recta hasta el globo con una frecuencia más y más aterradora. 

»18 de abril.- Comprobé hoy un enorme aumento de la masa lunar, y la velocidad evidentemente acelerada de mi descenso comenzó a llenarme de alarma. Se recordará que en las primeras etapas de mis especulaciones sobre la posibilidad de llegar a la luna, había contado en mis cálculos con la existencia de una atmósfera alrededor de ésta, cuya densidad fuera proporcionada a la masa del planeta; todo ello a pesar de las numerosas teorías contrarias, y cabe agregar, de la incredulidad general sobre la existencia de una atmósfera lunar. Pero además de lo que ya he indicado a propósito del cometa de Encke y la luz zodiacal, mi opinión se había visto vigorizada por ciertas observaciones de Mr. Schroeter, de Lilienthal. Este sabio observó la luna de dos días y medio, poco después de ponerse el sol, antes de que la parte oscurecida se hiciera visible, y continuó observándola hasta que fue perceptible. Los dos cuernos parecían afilarse en una ligera prolongación y mostraban su extremo débilmente iluminado por los rayos del sol antes de que cualquier parte del hemisferio en sombras fuera visible. Poco después, todo el borde sombrío se aclaró. Esta prolongación de los cuernos más allá del semicírculo debía provenir, según pensé, de la refracción de los rayos solares por la atmósfera de la luna. Calculé también que la altura de la atmósfera (capaz de refractar en el hemisferio en sombras suficiente luz para producir un crepúsculo más luminoso que la luz reflejada por la tierra cuando la luna se halla a unos 32° de su conjunción) era de 1.356 pies; de acuerdo con ello, supuse que la altura máxima capaz de refractar los rayos solares debía ser de 5.376 pies. 

»Mis ideas sobre este tópico se habían visto asimismo confirmadas por un pasaje del volumen ochenta y dos de las Actas Filosóficas, donde se afirma que durante una ocultación de los satélites de Júpiter por la luna, el tercero desapareció después de haber sido indiscernible durante uno o dos segundos, y que el cuarto dejó de ser visible cerca del limbo36

»Está de más decir que confiaba plenamente en la resistencia o, mejor dicho, en el sostén de una atmósfera cuya densidad había supuesto, a fin de llegar sano y salvo a la luna. Si al fin y al cabo me había equivocado, no podía esperar otra cosa que terminar mi aventura haciéndome mil pedazos contra la rugosa superficie del satélite. No me faltaban razones para sentirme aterrorizado. La distancia que me separaba de la luna era comparativamente insignificante, en tanto que el trabajo que me daba el condensador no había disminuido en absoluto y no advertía la menor indicación de que el enrarecimiento del aire comenzara a disminuir. 

»19 de abril.- Esta mañana, para mi gran alegría, cuando la superficie de la luna estaba aterradoramente cerca y mis temores llegaban a su colmo noté, a las nueve, que la bomba del condensador daba señales evidentes de una alteración en la atmósfera. A las diez, tenía ya razones para creer que la densidad había aumentado considerablemente. A las once, poco trabajo se requería en el aparato, y a las doce, después de vacilar un rato, me atreví a soltar el torniquete y, notando que nada desagradable ocurría, abrí finalmente la cámara de goma y la arrollé a los lados de la barquilla. 

»Como cabía esperar, un violento dolor de cabeza acompañado de espasmos fue la inmediata consecuencia de tan precipitado y peligroso experimento. Pero aquellos trastornos y la dificultad para respirar no eran tan grandes como para hacer peligrar mi vida, y decidí soportarlos lo mejor posible, en la seguridad de que desaparecerían apenas llegáramos a las capas inferiores más densas. Empero nuestra aproximación a la luna continuaba a una enorme velocidad, y pronto me di cuenta, con alarma, de que si bien no me había engañado al suponer una atmósfera de densidad proporcionada a la masa del satélite, me había equivocado al creer que dicha densidad, aun la más próxima a la superficie, sería capaz de sostener el gran peso de la barquilla del aeróstato. Así debería haber sido y en grado igual que en la superficie terrestre, suponiendo la pesantez de los cuerpos en razón de la condensación atmosférica en cada planeta. Pero no era así, sin embargo, como bien se veía por mi precipitada caída; y el porqué de ello sólo puede explicarse con referencia a las posibles perturbaciones geológicas a las cuales ya me he referido. 

»Sea como fuere, estaba muy cerca del planeta, bajando a una velocidad terrible. No perdí un instante, pues, en tirar por la borda el lastre, luego los cuñetes de agua, el aparato condensador y la cámara de caucho, y por fin todo lo que contenía la barquilla. Pero de nada me sirvió. Continuaba descendiendo a una terrible velocidad y me hallaba apenas a media milla del suelo. Como último recurso, y después de arrojar mi chaqueta, sombrero y botas, acabé cortando la barquilla misma, que era sumamente pesada; y así, colgado con ambas manos de la red tuve apenas tiempo de observar que toda la región hasta donde alcanzaban mis miradas estaba densamente poblada de pequeñas construcciones, antes de caer de cabeza en el corazón de una fantástica ciudad, en el centro de una enorme multitud de pequeños y feísimos seres que, en vez de preocuparse en lo más mínimo por auxiliarme, se quedaron como un montón de idiotas, sonriendo de la manera más ridícula y mirando de reojo al globo y a mí mismo. Alejándome desdeñosamente de ellos, alcé los ojos al cielo para contemplar la tierra que tan poco antes había abandonado, acaso para siempre, y la vi como un enorme y sombrío escudo de bronce, de dos grados de diámetro, inmóvil en el cielo y guarnecida en uno de sus bordes con una medialuna del oro más brillante. Imposible descubrir la más leve señal de continentes o mares; el globo aparecía lleno de manchas variables, y se advertían, como si fuesen fajas, las zonas tropicales y ecuatoriales. 

»Así, con permiso de vuestras Excelencias, luego de una serie de grandes angustias, peligros jamás oídos y escapatorias sin paralelo, llegué por fin sano y salvo, a los diecinueve días de mi partida de Rotterdam, al fin del más extraordinario de los viajes, y el más memorable jamás cumplido, comprendido o imaginado por ningún habitante de la tierra. Pero mis aventuras están aún por relatar. Y bien imaginarán vuestras Excelencias que, después de una residencia de cinco años en un planeta no sólo muy interesante por sus características propias, sino doblemente interesante por su íntima conexión, en calidad de satélite, con el mundo habitado por el hombre, me hallo en posesión de conocimientos destinados confidencialmente al Colegio de Astrónomos del Estado, y harto más importante que los detalles, por maravillosos que sean, del viaje tan felizmente concluido. 

»He aquí, en una palabra, la cuestión. Tengo muchas, muchísimas cosas que daría a conocer con el mayor gusto; mucho que decir del clima del planeta, de sus maravillosas alternancias de calor y frío, de la ardiente y despiadada luz solar que dura una quincena, y la frigidez más que polar que domina en la siguiente; del constante traspaso de humedad, por destilación semejante a la que se practica al vacío, desde el punto situado debajo del sol al punto más alejado del mismo; de una zona variable de agua corriente; de las gentes en sí; de sus maneras, costumbres e instituciones políticas; de su peculiar constitución física; de su fealdad, de su falta de orejas, apéndices inútiles en una atmósfera a tal punto modificada; de su consiguiente ignorancia del uso y las propiedades del lenguaje; de sus ingeniosos medios de intercomunicación, que lo reemplazan; de la incomprensible conexión entre cada individuo de la luna con algún individuo de la tierra, conexión análoga y sometida a la de las esferas del planeta y el satélite, y por medio de la cual la vida y los destinos de los habitantes del uno están entretejidos con la vida y los destinos de los habitantes del otro; y, por sobre todo, con permiso de Vuestras Excelencias, de los negros y horrendos misterios existentes en las regiones exteriores de la luna, regiones que, debido a la casi milagrosa concordancia de la rotación del satélite sobre su eje con su revolución sideral en torno a la tierra, jamás han sido expuestas, y nunca lo serán si Dios quiere, al escrutinio de los telescopios humanos. Todo esto y más, mucho más, me sería grato detallar. Pero, para ser breve, debo recibir mi recompensa. Ansío volver a mi familia y a mi hogar, y, como precio de la luz que está en mi mano arrojar sobre importantísimas ramas de la ciencia física y metafísica, me permito solicitar, por intermedio de vuestra honorable corporación, que me sea perdonado el crimen que cometí al partir de Rotterdam, o sea la muerte de mis acreedores. Tal es el motivo de esta comunicación. Su portador, un habitante de la luna a quien he persuadido y adiestrado para que sea mi mensajero en la tierra, esperará la decisión que plazca a vuestras excelencias, y retornará trayéndome el perdón solicitado, si es posible obtenerlo. 

»Tengo el honor de saludar respetuosamente a Vuestras Excelencias. 

»Vuestro humilde servidor, 

Hans Pfaall.» 

Se afirma que, al concluir la lectura de este extraordinario documento, el profesor Rubadub dejó caer al suelo su pipa, en el colmo de la sorpresa, mientras Mynheer Superbus Von Underduk, luego de quitarse los anteojos, limpiarlos y ponérselos en el bolsillo, olvidaba su dignidad al punto de girar tres veces sobre sus talones, en una quintaesencia de asombro y admiración. No cabía la menor duda: el perdón sería acordado. Así lo decidió redondamente el profesor Rubadub, y así lo pensó finalmente el ilustre Von Underduk, mientras tomaba del brazo a su colega y, sin decir palabra, se lo llevaba a su casa para deliberar sobre las medidas que convendría adoptar. Ya en la puerta de la casa del burgomaestre, el profesor se atrevió a decir que, como el mensajero había considerado prudente desaparecer —asustado mortalmente, sin duda, por la salvaje apariencia de los burgueses de Rotterdam—, de muy poco serviría el perdón, ya que sólo un selenita se atrevería a intentar un viaje semejante. El burgomaestre convino en la verdad de esta observación, y el asunto quedó finiquitado. Pero no pasó lo mismo con los rumores y las conjeturas. Una vez publicada, la carta dio origen a toda clase de murmuraciones y pareceres. Algunos que se pasaban de listos quedaron en ridículo al afirmar que aquello era una superchería. Pero entre gentes así, todo lo que excede el nivel de su comprensión es siempre una superchería. Por mi parte no alcanzo a imaginar en qué se fundaban para sostener semejante acusación. Veamos lo que decían: 

Primero: Que ciertos bromistas de Rotterdam tenían especial antipatía a ciertos burgomaestres y astrónomos. 

Segundo: Que un enano de extraño aspecto, de profesión malabarista, a quien le faltaban las orejas por haberle sido cortadas en castigo de algún delito, había desaparecido de su casa, en la vecina ciudad de Brujas. 

Tercero: Que los periódicos que forraban por completo el pequeño globo eran periódicos holandeses y, por tanto, no podían proceder de la luna. Eran papeles sucios, sumamente sucios, y Gluck, el impresor, hubiera jurado por la Biblia que habían sido impresos en Rotterdam. 

Cuarto: Que el muy malvado borracho de Hans Pfaall en persona, y los tres holgazanes que llama sus acreedores, habían sido vistos no hace más de dos o tres días en una taberna de los suburbios, al regresar con dinero en los bolsillos de un viaje de ultramar. 

Finalmente: Que existía una opinión general, o que debería serlo, según la cual el Colegio de Astrónomos de la ciudad de Rotterdam, al igual que todos los otros colegios parecidos del mundo —para no mencionar a los colegios y astrónomos en general—, no era ni mejor, ni más grande, ni más sabio de lo que hubiera debido ser. 

NOTA.- Estrictamente hablando, poca similitud existe entre la bagatela que antecede y la celebrada Historia de la Luna, de Mr. Locke; pero, como ambas consisten en supercherías (aunque una lo es en broma y la otra seriamente), y ambas burlas se refieren a la luna (tratando de parecer plausibles mediante detalles científicos), el autor de Hans Pfaall cree conveniente decir, en su defensa, que su jeu d’esprit se publicó en el Southern Literary Messenger tres semanas antes del de Mr. Locke en el New York Sun. Imaginando un parecido que quizá no existe, algunos periódicos de Nueva York cotejaron Hans Pfaall con la Historia de la Luna, a fin de verificar si el autor de un texto lo era también del otro. 

Puesto que la Historia de la Luna engañó a muchas más personas de las que voluntariamente lo admitirían, puede resultar entretenido mostrar cómo nadie debió aceptar el engaño, señalando esos detalles del relato que hubieran bastado para establecer su verdadero carácter. Por muy rica que fuera la imaginación desplegada en esta ingeniosa ficción, le falta la fuerza que le hubiera dado una atención más escrupulosa a los hechos y a las analogías generales. Que el público se haya dejado engañar, aunque sólo fuera por un momento, sólo prueba la crasa ignorancia que existe en materia de temas astronómicos. 

La distancia de la tierra a la luna es, en cifras redondas, de 240.000 millas. Si queremos asegurarnos de cuánto podrá un telescopio acercar aparentemente el satélite o cualquier otro objeto, bastará dividir la distancia por el poder magnificador o, más exactamente, el poder de penetración en el espacio de las lentes. Mr. Locke imagina que el poder de sus lentes es de 42.000. Si dividimos por esta cifra las 240.000 millas de la distancia a la luna, tenemos cinco millas y cinco séptimos como distancia aparente. Pero a esta distancia sería imposible ver a ningún animal, y mucho menos los mínimos detalles señalados en el relato. Mr. Locke afirma que sir John Herschel llegó a ver flores (la Papaver rheas, etc.), y que distinguió el color y la forma de los ojos de los pajarillos. Pero antes, empero, él mismo hace notar que el telescopio no permitirá apreciar objetos cuyo diámetro fuera menor de dieciocho pulgadas; pero aun esto excede las posibilidades de su supuesta lente. Observaremos de paso que dicho prodigioso telescopio habría sido fundido en la cristalería de los señores Hartley y Grant, en Dumbarton; pero he aquí que dicho establecimiento había cerrado sus puertas varios años antes de la publicación de la burla. 

En la página 13 (edición en folleto), y hablando de un «fleco velludo» sobre los ojos de una especie de bisonte, el autor dice: «La aguda mente del Dr. Herschel percibió inmediatamente que se trataba de un medio providencial para proteger los ojos del animal contra las enormes variaciones de luz y tinieblas que afectan periódicamente a todos los habitantes de nuestro lado de la luna». Esta observación no puede considerarse como muy «aguda». Los habitantes de nuestra cara de la luna no conocen la oscuridad, por lo cual tampoco sufren las «variaciones» mencionadas. En ausencia del sol, gozan de una luz procedente de la tierra equivalente a la de trece lunas llenas.

La topografía utilizada en el relato, si bien se declara que concuerda con la Carta Lunar de Blunt, difiere por completo de ésta y de las cartas restantes, e incluso se contradice a veces groseramente. La rosa de los vientos aparece también en inextricable confusión, pues el autor parece ignorar que en un mapa lunar aquélla no concuerda con los cuadrantes terrestres; vale decir, que el este se halla a la izquierda, etc. 

Engañado quizá por nombres tan vagos como Mare Nubium, Mare Tranquillitatis, Mare Fœcunditatis, etc., dados por los astrónomos a las regiones en sombra, Mr. Locke ha entrado en detalles acerca de océanos y grandes masas de agua en la luna, siendo que si hay un punto en el que concuerdan todos los astrónomos, es que en el satélite no hay la menor presencia de agua. Al examinar el límite entre luz y sombra (en la luna creciente), allí donde cruza alguna de esas regiones en sombra, la línea divisoria se muestra quebrada e irregular, lo cual no ocurriría si aquellas zonas estuvieran llenas de agua. 

La descripción de las alas del hombre-murciélago (pág. 21) es copia literal de la explicación dada por Peter Wilkins sobre las alas de sus isleños voladores. Debería haber bastado este simple detalle para provocar sospechas. 

En la página 23 leemos: «¡Qué prodigiosa influencia debe de haber ejercido nuestro globo, trece veces más grande, sobre el satélite, cuando era un embrión en el seno del tiempo, el sujeto pasivo de la afinidad química!» Esto es muy bello; pero cabe observar que un astrónomo no hubiera formulado jamás semejante observación, sobre todo, a un periódico científico, ya que la tierra no es trece sino cuarenta y nueve veces más grande que la luna. Una objeción similar puede hacerse a las últimas páginas, donde, a modo de introducción a ciertos descubrimientos sobre Saturno, el corresponsal procede a dar informes sobre dicho planeta dignos de un colegial: ¡y esto al Edinburgh Journal of Science

Pero, sobre todo, hay un punto que debió mostrar que se trataba de una ficción. Imaginamos la posibilidad de contemplar animales en la superficie de la luna; ¿qué es lo que llamaría primero la atención de un observador terrestre? ¿Su forma, tamaño y demás peculiaridades, o su notable posición! Parecerían estar caminando con las patas para arriba y la cabeza abajo, a modo de moscas en el techo. El verdadero observador hubiese proferido una instantánea exclamación de sorpresa (por más preparado que estuviera por sus conocimientos previos) ante la singularidad de esa posición, mientras que el observador ficticio no menciona siquiera la cosa, sino que habla de haber visto todo el cuerpo de dichas criaturas, cuando puede demostrarse que sólo le era dado ver el diámetro de sus cabezas.

Para concluir, cabe hacer notar que el tamaño, y especialmente las facultades de los hombres-murciélagos (por ejemplo, su habilidad para volar en una atmósfera tan enrarecida, si es que hay atmósfera en la luna), así como el resto de las fantasías concernientes a la vida animal y vegetal, discrepan generalmente con todos los razonamientos analógicos sobre dichos temas, y que en estos casos la analogía suele llevar a demostraciones concluyentes. Apenas es necesario agregar que todas las sugestiones atribuidas a Brewster y a Herschel a comienzos del relato, sobre «una transfusión de luz artificial a través del objeto focal de la visión», etc., etc., pertenecen a esa especie de literatura florida que cabe muy bien bajo la denominación de galimatías. 

Existe un límite real y muy definido para el descubrimiento óptico entre las estrellas, un límite que se comprende con sólo enunciarlo. Si todo lo requerido fuese la fundición de grandes lentes, el ingenio humano llegaría a proporcionar todo lo que se le pidiera, y tendríamos lentes de cualquier tamaño. Pero desdichadamente, a medida que las lentes aumentan de tamaño, y, por tanto, de poder penetrador, va disminuyendo la luz del objeto contemplado, por difusión de sus rayos. Y contra este inconveniente el ingenio humano no puede inventar remedio alguno, pues un objeto es contemplado gracias a la luz que de él emana, sea directa o reflejada. Así, la única luz «artificial» que podría servir a Mr. Locke sería aquella que se proyectara, no sobre el «objeto focal de la visión», sino sobre el objeto mismo a contemplar: en este caso, sobre la luna. Se ha calculado fácilmente que cuando la luz procedente de una estrella se difunde hasta ser tan débil como la luz natural procedente de la totalidad de las estrellas, en una noche clara y sin luna, en ese caso la estrella deja de ser visible para todo fin práctico. 

El telescopio del conde de Ross, recientemente construido en Inglaterra, tiene un speculum cuya superficie reflejante es de 4.071 pulgadas cuadradas; el telescopio de Herschel sólo tenía uno de 1.811. El tubo metálico del telescopio Ross mide seis pies de diámetro, en los bordes presenta un espesor de cinco pulgadas y media, y de cinco en el centro. Pesa tres toneladas y su largo focal es de 50 pies. 

Hace poco leí un librito singular y bastante ingenioso, cuyo título es el siguiente: L’Homme dans la lune, ou le Voyage chimerique fait au Monde de la Lune, nouuellement decouuert par Dominique Gonzales, Advanturier Espagnol, autrement dit le Courier Volant. Mis en notre langue par J. B. D. A. Paris, chez François Piot, pres la Fontaine de Saint Benoist. Et chez J. Goignart, au premier pilier de la grand’salle du Palais, proche les Consultations, MDCXLVII 176 páginas

El autor afirma haber traducido el texto inglés de un tal Mr. D’Avisson (¿Davidson?), aunque en sus declaraciones reina la más grande ambigüedad: «J’en ai eu —dice— l’original de monsieur D’Avisson, medecin des mieux versez qui soient aujourd’ huy dans la conoissance des Belles Lettres, et surtout de la Philosophie Naturelle. Je lui ai cette obligation entre les autres, de m’auoir non seulement mis en main ce Livre en anglois, mais encore le Manuscrit du Sieur Thomas D’Anan, gentilhomme Eccosois, recommandable pour sa vertu sur la version duquel j’advoue que j’ay tiré le plan de la mienne.» 

Después de algunas aventuras insignificantes, a la manera de Gil Blas, que ocupan las primeras treinta páginas, el autor relata que, hallándose enfermo durante un viaje por mar, la tripulación lo abandonó, junto con su doméstico negro, en la isla de Santa Helena. A fin de aumentar las probabilidades de conseguir alimento, ambos se separan y viven lo más lejos posible el uno del otro. Esto los induce a amaestrar pájaros, a fin de valerse de ellos como de palomas mensajeras. Poco a poco les enseñan a llevar paquetes, cuyo peso va aumentando gradualmente. Por fin se les ocurre unir las fuerzas de gran número de pájaros, a fin de que transporten por el aire al autor. Fabrican a tal efecto una máquina de la cual se da una detalladísima descripción, completada con un aguafuerte. Vemos en él al señor González, con gola rizada y gran peluca, sentado en algo que se parece muchísimo a un palo de escoba, del que tira una multitud de cisnes silvestres (ganzas) atados por la cola a la máquina. 

El suceso más importante del relato del autor depende de un hecho que el lector ignorará hasta llegar al fin del volumen. Los gansos, tan familiares ya, no eran habitantes de Santa Helena, sino de la luna. Desde remotas edades, tenían la costumbre de emigrar anualmente a alguna región de la tierra. Como es natural, meses más tarde volvían a su hogar y, en una ocasión en que el autor requería sus servicios para un breve viaje, se vio inesperadamente arrebatado por los aires, llegando en muy breve tiempo al satélite. 

Una vez allí, y entre otras cosas, el autor descubre que los selenitas son muy felices, que carecen de leyes, que mueren sin dolor, que miden entre diez y treinta pies de alto, que viven cinco mil años, que tienen un emperador llamado Irdonozur, y que pueden saltar a setenta pies de altura, tras lo cual, por quedar libres de la influencia de la gravedad, pueden volar con ayuda de abanicos. 

No puedo dejar de dar aquí una muestra de la filosofía general del volumen. 

«Debo deciros —declara el señor González— cómo era el lugar donde me hallaba. Las nubes aparecían bajo mis pies o, si preferís, se tendían entre mí y la tierra. En cuanto a las estrellas, como en este lugar no existe la noche, tenían siempre la misma apariencia: no brillante, como de costumbre, sino pálidas y muy parecidas a la luna por las mañanas. Pero sólo se veían unas pocas, aunque eran diez veces más grandes —hasta donde pude juzgar— de lo que parecen a los terrestres. La luna, a la cual le faltaban dos días para quedar llena, era de un inmenso tamaño. 

»No debo dejar de decir que las estrellas sólo aparecían del lado del globo vuelto hacia la luna, y que, cuanto más cerca estaban, más grandes eran. Debo informaros asimismo que, aunque hiciera tiempo bueno o malo, siempre me hallé exactamente entre la luna y la tierra. Estaba convencido de ello por dos razones: primero, mis pájaros volaban siempre en línea recta, y segundo, toda vez que se detenían a descansar, éramos arrastrados insensiblemente alrededor del globo terrestre. Pues yo admito la opinión de Copérnico, quien mantiene que la tierra jamás deja de girar del este al oeste, no sobre los polos del Equinoccio, llamados vulgarmente polos del mundo, sino sobre los del Zodíaco, cosa de la cual me propongo hablar con más detalle cuando tenga tiempo de refrescar mi memoria con la astrología que estudié en Salamanca en mi juventud, y que desde entonces he olvidado.» 

A pesar de los errores señalados en itálicas, el libro no deja de merecer cierta atención, por cuanto proporciona un ingenuo ejemplo de las nociones astronómicas corrientes en su tiempo. Una de ellas suponía que el «poder de gravitación» sólo se extendía muy poco sobre la superficie terrestre, y por eso vemos a nuestro viajero «arrastrado insensiblemente alrededor del globo», etc. 

Ha habido otros «viajes a la luna», pero ninguno con más méritos que el que acabo de mencionar. El de Bergerac es absolutamente insensato. En el tercer volumen de la American Quarterly Review puede leerse una crítica minuciosa de una cierta «expedición» de esta clase, crítica en la cual es difícil decir si el autor denuncia la estupidez del libro o su propia y absurda ignorancia de la astronomía. He olvidado el título de la obra, pero los medios para hacer el viaje son de una concepción todavía más lamentable que los gansos de nuestro amigo el señor González. 

Cierto aventurero, al excavar la tierra, descubre cierto metal que sufre fuertemente la atracción de la luna; fabrica inmediatamente una caja del mismo que, una vez libre de sus ataduras terrestres, lo arrebata por los aires y lo lleva directamente hasta el satélite. El Vuelo de Thomas O’Rourke es un jeu d’esprit no del todo despreciable, y ha sido traducido al alemán. Thomas, el héroe, era en la realidad el guardabosque de un par irlandés cuyas excentricidades dieron origen al cuento. El «vuelo» se efectúa a lomo de águila, desde Hungry Hill, una altísima montaña en la extremidad de Bantry Bay. 

En estas diversas publicaciones la finalidad es siempre satírica, pues el tema consiste en la descripción de las costumbres lunares y su comparación con las nuestras. En ninguna de ellas se hace el menor esfuerzo para que el viaje en sí resulte plausible. Los autores parecen en cada caso totalmente ignorantes de la astronomía. En Hans Pfaall, la originalidad del designio consiste en intentar cierta verosimilitud, mediante la aplicación de principios científicos (hasta donde la caprichosa naturaleza del tema lo permite) a un verdadero viaje entre la tierra y la luna. 

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