Crónica

El genio que cazaba mariposas: un recorrido por el Museo Nabokov

En la casa número 47 de la calle Bolshaya Morskaya en San Petersburgo descansan restos de la vida y obra del autor de 'Lolita' en modestas vitrinas de cristal y cuartos vacíos. Crónica de una visita al lugar donde Nabokov vivió durante diecisiete años y que hoy archiva fotografías, redes para cazar mariposas, documentales y copias de sus libros.

Nicolás Rocha Cortés
19 de octubre de 2018
Foto: Nicolás Rocha Cortés.

Vladimir Nabokov es un recuerdo que merodea las calles rusas a la sombra de Pushkin, Dostoievski, Tolstói y Gogol. Su figura no se impone por las avenidas, ni recibe a los visitantes de bibliotecas y parques en forma de un gigante de mármol o bronce. Ajeno al protagonismo de otros escritores, en la casa número 47 de la calle Bolshaya Morskaya en San Petersburgo descansan restos de su vida y obra en modestas vitrinas de cristal y cuartos vacíos.

Su legado –como si hubiese salido de un cuadro de Hubert Robert– está colmado de los vestigios y las ruinas que todo exiliado arrastra dentro de su equipaje. Nabokov vivió durante diecisiete años en la casa que hoy archiva fotografías, redes para cazar mariposas, documentales y copias de sus libros. Pero el término museo le queda grande a este piso en el que solo se respira la lejanía de su pueblo con su obra.

Para entrar hay que empujar dos pesadas puertas de madera que dan a una derruida escalera azul. Un escritorio sin guardián indica que esa no es la entrada. A la derecha y con un cartel impreso se anuncia la llegada al museo. Tras una tercera puerta una joven rusa –bastante sorprendida– invita a dos asistentes a seguir. “Es gratis”, dice sin levantarse de la silla ni cerrar su libro.

Nabokov fue el hijo mayor de la unión entre Vladimir Dmitrievich Nabokov y Yelena Ivanovna Rukavishnikova. Desde que nació, en medio de la riqueza y la aristocracia, se entonó el ruso, el inglés y el francés en los pasillos de su hogar indiscriminadamente, por lo que fue trilingüe a muy corta edad. Su casa, en la que posiblemente descubrió mucho más de sí mismo de lo que su obra literaria cuenta, cruje a cada paso.

Foto: Nicolás Rocha Cortés

De los tres personajes que recorren el museo en una tarde gris de verano, uno entra a un cuarto donde bajo una luz tenue y amarillenta se rememora la historia del novelista una vez fuera de Rusia. El relato que esa casa resguarda celosamente nunca tuvo lugar allí. En sus paredes descansan fotografías de las que fueron sus moradas en Estados Unidos, los retratos que el artista Horst Tappe capturó en 1970 en el Hotel Montreux Palace en Suiza, los dibujos y las mariposas que se roban el protagonismo del lugar y hablan más del entomólogo y científico que del autor de Lolita (1955), Habla, memoria (1967) y Ada o el ardor (1969).

Lo que pasó antes de que en 1919 Nabokov y su familia se exiliara a Crimea con el Ejército Blanco y luego a Alemania huyendo del bolchevismo ruso, es algo de lo que el Museo Nabokov no tiene registro alguno. Es como si el autor de diez novelas en cirílico y ocho en inglés no hubiese nacido sino hasta 1922, cuando su padre fue asesinado por el oficial antisemita ruso Piotr Shabelsky-Bork, y él ya se encontraba estudiando en la Universidad de Cambridge –y siendo portero en los partidos de fútbol a los que asistía–.

Pero la casa donde el escritor conoció la juventud, esa misma que años después Humbert Humbert recordaría diciendo: “Los días de mi juventud parecen huir de mí en una ráfaga de pálidos deshechos reiterados, como esas tempestades matinales de nieve en que el pasajero de tren ve remolinear como papel de seda ajado tras el último vagón”, resguarda entre el hormigón y las ventanas que dan a la lluviosa tarde rusa, la estela de sus primeros años. Es casi como si la casa misma guardara más historia entre sus cimientos que las vitrinas empolvadas y los cuadros torcidos. Han pasado cuarenta minutos y una pareja rusa entró al lugar –a resguardarse de la lluvia quizás–.

Foto: Nicolás Rocha Cortés.

El documental que se proyecta en la última sala del museo es una entrevista en inglés que hace huir a los tres asistentes rusos del lugar. El resto –otras dos personas– lo miran atentamente. Una se queda dormida y la otra sigue con detenimiento las palabras subtituladas del escritor. Al terminar, tras la descripción de Nabokov acerca de las letras de colores producto de la sinestesia presente en su vida y la de su esposa, el sobreviviente de la media hora de preguntas y respuestas en blanco y negro se acerca al escaparate que resguarda las mariposas que Nabokov cazaba.

Acercándose al punto de empañar el vidrio con su aliento, el hombre sonríe mientras recorre con detenimiento los colores en las alas de los lepidópteros y los bocetos anatómicos que el ruso trazaba con una destreza que poco tenía que envidiarle al trabajo de Maria Sibylla Merian. El amor de Nabokov por estos insectos nació en esa casa tras la lectura de libros como Natural History of British Butterflies and Moths (Edward Newman, 1869) y las Mémoires sur les lépidoptères (Nikolai Mikhailovich, 1884). Fue ese mismo amor el que lo llevó a formular, en 1945, teorías evolutivas presentes en la familia polyommatus azules, las cuales fueron confirmadas en 2011 por la comunidad científica.

Un nuevo documental comienza, esta vez en ruso. El mismo hombre se sienta de nuevo mientras juguetea con el lente de su cámara. Ya ha tomado varias fotografías en el lugar. A la mitad de la proyección se levanta y vuelve a ir al primer cuarto. Ojea tras una sábana gris que hace las veces de puerta y logra ver un cuadro del que pareciera ser Tolstoi al fondo de una habitación repleta de pupitres volteados y tableros en el piso. Intenta tomar una fotografía con la timidez de quien no quiere ser descubierto pero las condiciones de luz son pésimas.

No hay mucho más para ver. Despidiéndose de la esfinge adormilada que posa su mirada sobre las páginas de su libro, los dos visitantes que entraron hace poco más de una hora empujan las puertas y se dirigen de nuevo a la calle. No hay folletos, recuerdos o tarjetas para recordar el recorrido, solo un retrato de Nabokov con medias largas y camisa abierta que se despide entre aleteos azules.

Foto: Nicolás Rocha Cortés.

El Museo Nabokov no esconde mayores secretos para sus visitantes que los que ellos deseen encontrar. Para algunos son las mariposas, para otros el rechinar del suelo bajo sus pies y para los curiosos el hecho de hallar, entre tantas puertas en San Petersburgo, un pequeño piso en el que un escritor olvidado por su país descubrió que “nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad”.