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El monstruo, el profeta y el mar
En el prólogo de la nueva edición de “Moby Dick” de Editorial Panamericana -traducida en Colombia por primera vez-, Alejandro Alba García sostiene que la novela es el punto de llegada del camino que se agotó, y el faro que indica el rumbo a seguir de la literatura. Aquí el texto e ilustraciones de la obra.
En el principio fue el Monstruo, y el Monstruo estaba con Melville, y el Monstruo era Melville. Todas las cosas por Él fueron creadas y sin Melville nada de lo que ha sido hecho hubiera existido. En Melville estaba la vida y la vida era luz a los hombres.
Herman Melville (Nueva York, 1819-1891) publicó en 1851, con apenas 32 años, quizás la máxima obra de la literatura norteamericana y una de las mayores en lengua inglesa: Moby Dick. Este monstruo —fruto de la aventura marítima temprana (que después plasmaría en su Benito Cereno de 1855) y de la portentosa capacidad literaria del joven Melville— fue, es y seguirá siendo singular, acaso porque es precisamente esta condición la que hace que una criatura se considere monstruosa: no porque pertenezca a una especie única, sino porque dicha criatura es toda su especie, ella la inaugura y la culmina: principio y fin, alfa y omega.
Con la edición recién publicada de la obra con sello de Panamericana, el lector tiene en sus manos una variación también singular sobre misma aria monstruosa: la primera y única traducción integral al español de Moby Dick que se ha hecho en Colombia, realizada por el maestro Santiago Ochoa Cadavid, otro apasionado navegante del Pequod melvilliano que, a la manera de Ismael, nos permite acceder a la visión total de la ballena blanca.
I. El monstruo[1]
Esta novela-monstruo surgió de las profundidades para digerirlo todo, incluido el tiempo. Entre las fauces leviatánicas de Moby Dick entra todo lo pasado y lo futuro del océano de la modernidad literaria: como summa, es decir, como artefacto contingente de las tradiciones previas, la novela de Melville es puerto y faro —como lo fue el Quijote para la tradición española—: el punto de llegada del camino que se agotó (lo pasado) y la torre que indica el rumbo a seguir (lo futuro). Vemos anegarse en su bocanada todo tipo de universos creados: ahí va la King James Version de la Biblia y junto a ella los Escritos morales de Plutarco; aquí cae arremolinado el drama occidental de Dante y, luego, un Hamlet que muta en Rey Lear. Entre los círculos del agua se ve sumergirse la Ilustración inglesa de Locke y la alemana de Kant. Ahí van, mírenlos, desplazándose en esa corriente portentosa, Montaigne y Rabelais, Goethe y Coleridge, y un sinfín de cosmovisiones, de tradiciones, de formas del arte y de la Historia. Es el tiempo digerido por el gran Leviatán melvilliano.
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Y sí, puede ser verdad que todo final inaugure un inicio renovado, un verbo que dé vida y la luz a los hombres, pero ¡peligro!, en el caso de Moby Dick, la ruta la despejó un monstruo, así que augura, con esa apertura, el final del camino. Como individuo único en su especie, no tardará en extinguirse, y, entonces, ¿cómo avanzar cuando la luz se sumerja en las tinieblas? Pues bien, probablemente lo más asombroso de Moby Dick no es todo aquello que devoró el monstruo, sino todo lo que profetizó su artífice. Melville vio los caminos agotados de la literatura occidental y ante ese panorama aventuró los que podrían recorrerse. Sin él nada de lo que ha sido hecho hubiera existido.
2. El profeta
Y lo que ha sido hecho en la literatura posterior a Melville, que ya estaba hecho en Moby Dick, es también de proporciones descomunales, como las del cetáceo marmóreo. En la novela de Melville, por ejemplo, encontramos a Whitman antes de Whitman. Siempre he visto en el capítulo «La sinfonía» (CXXXII) —específicamente en el sobrecogedor diálogo que tienen Starbuck y el capitán Ahab hacia el final— un antecedente (u origen apócrifo) del célebre «Oh, captain! My captain!» presente en Hojas de hierba (1856) de Whitman, publicado apenas cuatro años después de Moby Dick.
Pero no solo el gran réquiem de Whitman está en Moby Dick, sino también la semilla de toda una tradición que nace con el relato Bartleby, el escribiente (publicado el mismo año que Hojas de hierba). Esa genial nouvelle de Melville inauguró lo que sería, décadas después, la novela existencialista (Rilke, Sartre, Camus, etc.) y, por supuesto, como acertadamente anotó Borges, también prefiguró a Kafka. Si nos apuramos por esta senda, podríamos decir que también Melville prefiguró a Macedonio Fernández y, con él, a Borges:
Apurémonos por esa senda, sí: una de las mayores obras literarias de la literatura latinoamericana, el Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, es una recreación magistral de la obra que existe sin existir, como el 4′33′' de Jhon Cage. El Museo es una novela compuesta nada más que de prólogos sobre una novela que nunca llega, que nunca vemos o leemos, sobre una novela inexistente. En esta creación experimental de Macedonio no se nos permite ver el objeto sobre el que trata la narración, no sabemos nada de aquella novela anunciada más que lo que dicen de ella los 56 prólogos que componen el museo. El gesto se parece a los más de 80 epígrafes con que abre Moby Dick, pero más allá de esto, como ocurre con el mítico cachalote blanco, es su radical ocultamiento lo que convierte el Museo en mito. En Moby Dick, el mito se transfigura en la obsesión de odio del capitán Ahab y en la razón de ser de toda la mole narrativa sobre el cachalote que, como verá el lector, aparece y desaparece en un parpadeo. La ballena blanca prácticamente no existe en toda la novela, solo su leyenda se enfatiza con cada capítulo que leemos: ¡ahora la vemos, ahora no la vemos! Truco del prestidigitador Melville, milagro del profeta Melville, que renueva la gran tradición de la llamada narración digresiva, recuperada en la segunda mitad del siglo XX y usada hasta hoy en la narrativa actual (Fernando Vallejo, Amélie Nothomb, Rodrigo Fresán y un largo etcétera) y en el cine del XXI (Denis Villeneuve o Christopher Nolan. Las series Legion y Dark son dos buenos ejemplos también de narración digresiva actual).
Pero, sobre todo, el milagro de Melville alimenta la vena de la novela conceptual: el Monsieur teste, de Valéry o el Museo de la Novela de Macedonio. Borges lleva ese procedimiento macedoniano a su máxima expresión en su maravilloso cuento conceptual «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», donde un mundo inexistente, en el momento en que este se describe en una fantástica enciclopedia, empieza a permear la realidad y termina por consumir el mundo real. El Tlön de Borges y el monstruo blanco de Melville son dos caras de una misma moneda: o, mejor, dos universos que, casi sin existir, se expanden hasta el infinito: marmóreos fenómenos sondean el abismo, lo iluminan de terror.
3. El mar
A propósito de esto, no es gratuito que Roberto Bolaño afirmara categórico que Kafka y Borges son toda la literatura del siglo XX. Y fue también Bolaño quien habló de la importancia de Moby Dick en la obra de otros autores capitales de dicho siglo, como Georges Perec. Sus elaboraciones narrativas beben de la fuente sanguinolenta y deífica del relato melvilliano, puesto que Ismael —el narrador de Moby Dick— se convirtió en el paradigma de la tradición contemporánea del tan mentado narrador-testigo, el tipo de narrador que convirtió a Perec en un maestro hechicero.
Pero la inmensa fuerza gravitacional de Melville y de su Moby Dick no solo alcanzó a los mayores vanguardistas del siglo XX, como hemos visto hasta aquí, sino que se expande como un inmenso agujero negro que atrae hacia sí un sinnúmero de materia literaria, y que la pone en órbita a su alrededor, hasta hoy. A continuación, otras últimas e inequívocas señales de su gravitación.
Enrique Vila-Matas captó el agotamiento de la experiencia narrativa de mediados del siglo XX, plagada de autores epigonales y falsas o pretenciosas neovanguardias. Ante ese panorama de ruinas del arte literario, extendido hasta fines del siglo XX, el gran escritor español aventuró una posibilidad, un atisbo de esperanza: su «Laberinto del No». Agotada la novela como forma durante el siglo XIX, agotada la experiencia de la vanguardia en las primeras décadas del XX, la escritura del porvenir, para Vila-Matas, tendrá que nacer de una negación radical de estas experiencias pasadas del arte. Esta escritura debe ser tan radical que incluso renunciará a la experiencia misma; tan radical que, al recorrer el «Laberinto del No», devenga la paradoja, o sea, que nazca de esta negación la vida y obra (suponiendo que una cosa sea distinta de la otra).
Ese «Laberinto del No» es el eje narrativo del libro Bartleby y compañía (2002), postscriptum y reelaboración con que Vila-Matas retoma Bartleby, el escribiente, cuyas pinceladas iniciales (como ya se dijo aquí) las había puesto Melville en Ismael, narrador de Moby Dick. El memorable Bartleby de Melville, recordémoslo, es aquel amanuense neoyorquino que un buen día renuncia definitivamente a la escritura y que, a partir de ese momento, se niega a hacer cualquier cosa, de hecho jamás vuelve a hacer nada, nada en absoluto, hasta que muere de inanición. Ese personaje inspira el rastreo que hace Vila-Matas de otros muchos Bartlebys en la literatura: autores que un buen día deciden dejar de escribir. Entre ellos enlista, por ejemplo, a Rimbaud, a Salinger, a Rulfo y a muchos otros artistas cuya obra es, precisamente, no tener una o haber renunciado a ella.
Así, la alternativa para la nueva literatura en el presente siglo tendrá que ver con narrar la imposibilidad de narrar, con enfrentar el vacío y aceptarlo, con reírse de él —como propuso alguna vez Harold Bloom al leer a Beckett—. La posibilidad será narrar para callar (como escribió bellamente Marguerite Duras), optar por ser como aquel escribiente melvilliano que renuncia a la escritura y a todo acto y que luego, paradójicamente, descubre allí las posibilidades de escribir, de escribir que se escribe, de jugar el juego que nos regaló Salvador Elizondo en El grafógrafo. Aunque es posible —discúlpeme usted, Vila-Matas— que el Laberinto conduzca a un paraje más cercano al de Ismael que al del propio Bartleby. Pienso que esa «alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra» (traducción de Borges), ese muro infranqueable ante el cual germina la inacción del amanuense, tuvo para Ismael la forma del agua. «La parte acuática del mundo», dice, fue su «sucedáneo de la pistola y la bala». O, acaso, tuvo la forma de la sangre, al ser bautizado, como el arpón de Ahab, no en el nombre del Padre, sino en el nombre del Diablo.
Tomaría muchas páginas seguir enunciando la inmensa cantidad de escrituras del siglo XX y XXI que estaban presentes ya en Moby Dick. Me limito, para finalizar, a recordar a Rodrigo Fresán, que equiparó esta obra magna de Melville con el White Album, de The Beatles. Para el argentino, ese álbum incluye una canción a la manera de Bowie antes de Bowie, una a lo Nirvana antes de Nirvana, una a lo Dylan antes de Dylan. Lo mismo con otros tantos a quienes agrego —con el permiso de Fresán— (de nuevo paradójicamente) a Moby, el genial Richard Melville, bisnieto-sobrino de Herman Melville, cuando pienso en una canción a lo Moby antes de Moby como «Across the Universe», también incluida en el White Album. El mismo Fresán en su ópera prima, Historia Argentina (1999), tiene su propia fórmula mobydickiana de cuento-cetáceo de la destrucción, un país que naufraga, una épica de la catástrofe. Melville, como The Beatles, fundó el futuro y sus variaciones.
Moby Dick seguirá siendo un sistema que parece inagotable, una máquina creadora singular, surgida en el inmenso mar literario de la modernidad, nacido para crear y recrear ese mar que habita. Y no se sumerge en él sino que lo acecha, su presencia no solo es mítica en el abismo marítimo, sino que constituye un abismo en sí misma. Pero un abismo habitable y del que solo Melville escapó, como los trágicos testigos de Job, para darnos la noticia.
[1] Mención especial a César Aira y su ensayo «Dos notas sobre Moby Dick».
*Editor, Magíster en Literatura de la Universidad Nacional de Colombia
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