Pizarnik, Storni, Woolf y Plath
El silencio del corazón
Morir por cuenta propia fue, para estas cuatro grandes escritoras del siglo XX, renunciar a cumplir el papel que la sociedad les imponía, y poner el foco de atención sobre sus obras: grandes, eternas, ya clásicas.
Alejandra Pizarnik nunca dejó de sentirse como una eterna extranjera, tanto en su tierra como en su cuerpo. Poeta, intelectual, melancólica, añoraba sus raíces perdidas –era hija de emigrantes rusos en Argentina– y jamás se sintió a gusto frente a un espejo, pues creía que su desgarbada figura la hacía ver como una mujer atrapada en el cuerpo de una niña. A sus 36 años, mientras pasaba un fin de semana fuera de la clínica siquiátrica en donde se encontraba internada, tomó la decisión de ingerir una alta dosis de Seconal y de acabar con su vida. Alguna vez escribió los siguientes versos, de los que se infiere su entrega total a la literatura y su decidida vocación suicida: “Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo (…) infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir”.
Pizarnik no es la única escritora que ha decidido acabar con su vida. Virginia Woolf, Alfonsina Storni y Sylvia Plath son sólo algunos de los nombres de aquellas que ha compartido el trágico destino de la locura, la escritura y la muerte. Fueron mujeres rechazadas por la sociedad en la que vivieron y que nunca encontraron un lugar desde el cual expresarse, volcando sus confesiones hacia la literatura, escribiendo los más íntimos relatos en donde prima una obsesión macabra con la muerte. Tal es así que, hasta el día de hoy, sus obras son examinadas bajo el lente del suicidio. Como si su trágico destino se uniera a otro destino poético en donde yacen sus más sentidos fragmentos. Como si aquella frase del Mito de Sísifo de Albert Camus que dice “el suicido es un acto que se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra” se refiriera ellas.
Alfonsina Storni –argentina, poeta y suicida como Pizarnik–, haciendo gala de su estilo modernista, escribió el siguiente poema para su amigo, el escritor uruguayo Horacio Quiroga, cuando supo que él se había suicidado: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, /Y así como en tus cuentos, no está mal; / Un rayo a tiempo y se acabó la feria... /Allá dirán. /Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte / Que a las espaldas va (…)”.
Lo que muchos no saben es que Alfonsina Storni fue una de las voces más poderosas del feminismo en América Latina a principios del siglo XX. Hija de emigrantes suizos, se vio obligada a mantenerse desde muy joven, lo que forjó en ella un carácter recio e independiente. Fue una de las pocas mujeres profesionales que frecuentaban los círculos de intelectuales porteños –exclusivamente masculinos– y generó gran cariño entre escritores como José Ingenieros y Horacio Quiroga. Pero no sólo eso, Storni aprovechó el espacio de opinión que le brindó el diario La Nación para declararse abiertamente atea y socialista, además para hablar de sus experiencias como madre soltera. Desde allí confrontaba a las mujeres de alta sociedad que veían en su realización profesional un impedimento para conseguir un buen marido. Ni hablar de sus poemas, gritos de protesta en donde cantaba a la vida y al erotismo, que fueron mal recibidos por la crítica pacata que no entendía que, para Storni, la poesía era un terreno en donde podía conquistar la libertad.
A los 46 años le diagnosticaron cáncer de mama y tuvo que sufrir una mastectomía de la cual nunca pudo recuperarse; se sentía incompleta y mutilada. El 25 de octubre de 1938 se arrojó al mar desde la escollera de la playa de La Perla en Mar del Plata. Para ella el suicidio fue un ejercicio del libre albedrío y una manera de evadir el dolor del cáncer terminal que la estaba invadiendo. En 1969 los músicos Ariel Ramírez y Félix Luna le compusieron la canción Alfonsina y el mar, la cual fue ampliamente difundida por Latinoamérica, lo que contribuyó a mitificar su muerte.
Otra gran escritora y combatiente feminista que también eligió morir ahogada fue la escritora e intelectual inglesa Virginia Woolf. El 28 de marzo de 1941, a sus 59 años, llenó los bolsillos de su abrigo con piedras y se sumergió en las aguas del río Ouse. Loca –como la Ofelia de Hamlet, quien también se arrojó al río– le escribió una última carta a su esposo Leonard en donde manifestaba gran impotencia para enfrentar una próxima crisis nerviosa que la alejaría del todo de la escritura. “Creo que no puedo superar otra de aquellas terribles temporadas. No voy a recuperarme en esta ocasión. (...)Ni siquiera puedo escribir esto correctamente. No puedo leer. (...) No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que nosotros hemos sido”.
Al igual que Storni, Woolf se abrió campo en los círculos intelectuales de su época. Fue miembro activo del grupo de Bloomsbury –que tenía como miembros al filósofo Ludwing Wittgenstein y al economista J. M. Keynes– y junto con su esposo fundó la importante editorial Hogarth Press, primera en editar la obra completa de Sigmund Freud y de T. S. Elliot. Era una buscadora infatigable. De manera aguda expresó en el ensayo feminista Un cuarto propio, la manera como las labores domésticas no permitían que la mujer accediera a su interioridad para poder escribir. Sin embargo, fue en la exploración de su intenso mundo interior donde se dispararon sus crisis nerviosas más agudas, pues en el momento de escribir Woolf bordeaba su propia enfermedad para crear personajes llenos de matices y, sobre todo, verosímiles. Como si se tratara de una profecía frente a su destino en las corrientes del río Ouse, consignó la siguiente frase en su diario: “Cada vez que me sumerjo en la corriente de mis pensamientos, me siento expulsada de ella”. Al final, fueron esa enorme vocación literaria y la impotencia de no poder dominar su mente las que la hicieron optar por el suicidio.
Pareciera que Woolf y Storni, quienes combatieron desde las letras una lucha por la igualdad de género, se hubieran convertido, con el tiempo, en una especie de mártires del feminismo. A ellas se les une la escritora norteamericana Sylvia Plath, también suicida, que con la publicación de su novela La campana de cristal (1963) y de sus poemas póstumos se convirtió en un estandarte de este movimiento.
Nadie se imaginaba que detrás de la imagen de ama de casa perfecta que Plath proyectaba se escondía una furiosa escritora. Bella, perfeccionista y amorosa, encontraba en la poesía una manera de exorcizar las hondas heridas de su infancia y de escapar de una vida doméstica que la asfixiaba. Su obra, llena de rabia, está plagada de imágenes violentas que hablan sobre su profunda soledad y sobre la frustración que le causaba ser una mujer inteligente en contravía de esa sociedad norteamericana de los años cincuenta que la oprimía y la alienaba. Así lo manifestó en su novela autobiográfica La campana de cristal: “También recuerdo a Buddy Willard diciendo, con una seguridad siniestra, que una vez que me casara me sentiría diferente, que no iba a querer seguir escribiendo poemas. Entonces pensé que quizá fuera verdad, que cuando uno se casaba y tenía hijos era como un lavado de cerebro, y que después una iba por el mundo sedada como un esclavo en un estado totalitario”.
Plath jugó a ser ama de casa, esposa, madre y hasta artista, como si su vida se armara con estos papeles que representaba. Como si se tratara de una lúgubre obra de teatro. Uno de sus poemas más reconocidos dice así: “Morir es un arte, como cualquier otra cosa. / Yo lo hago excepcionalmente bien. / (...) Lo hago para sentirlo real. / (...) Es muy fácil hacerlo y guardar la compostura. / Es teatral”. El 11 de febrero de 1963 encerró a sus dos pequeños hijos en un cuarto, tomó algunos barbitúricos y metió su cabeza en el ho rno de gas. Tenía 31 años.