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Imagen, tiempo y deseo. A propósito de 'La sed del ojo', de Pablo Montoya

"La imagen, la difícil y esquiva imagen, aquella que torna sediento al ojo de Pierre, un agente policial parisino que, a mediados del siglo XIX, por tarea carga a la vez el deseo que se oculta tras su mandato: asechar al hampa, al monstruo pervertido que osa ver más allá de lo permitido, de lo evidente".

Oscar Roldán-Alzate*
11 de abril de 2019
'La sed del ojo', de Pablo Montoya

Uno

La imagen, la difícil y esquiva imagen, aquella que torna sediento al ojo de Pierre, un agente policial parisino que, a mediados del siglo XIX, por tarea carga a la vez el deseo que se oculta tras su mandato: asechar al hampa, al monstruo pervertido que osa ver más allá de lo permitido, de lo evidente. Esta es la empresa y fortuna del personaje que hace que corra el tiempo en la obra. La imagen impresa, lasciva y coloreada de la ninfa, la venus, la doncella o la madonna desnuda, que perenne acompaña las hojas de esta nueva edición de La sed del ojo, logra la diferencia, incluso, al margen de correr el riego de ilustrar lo no ilustrable. Lejos esta, no pasa ni pasaría, la edición cuida hasta el ultimo detalle. La imagen alimenta la sedienta ansia del ojo, pero no la colma. No es su fin. La autonomía de las imágenes es tal, que contrasta con la filigrana del texto. Imágenes y escrito se complementan en el caminar de Pierre por las calles del pecado, que no es otra cosa que la culpa por la satisfacción que produce lo impropio, lo prohibido y vedado.

Pierre Madeleine comienza la narración y también la cierra en esta novela de 44 capítulos cortos que, más parecen postales que relatos concatenados. Es la voz del deseo que se debate entre el subjetivo gusto apasionado y la razón reclamada por moral. Estética y ética, apariencia y ser discuten en su mente, en tiempos de la imagen fijalograda por artilugios mecánicos y sofisticados procedimientos químicos. Ya antes, la cámara obscura había cambiado la forma en que los pintores miraban. Pero la fotografía, ese invento tecnológico que se extendió a través de las manos del arte, terminó por dividir el mundo visual y atizar el fuego de la querella entre los clásicos y los modernos. Esta historia ocurre en el tiempo preciso en que comenzara el culto por la imagen “objetiva”, esa que, hasta hace poco, decían los peritos expertos, hablaba con más de mil palabras y que hoy pone en duda la existencia de las cosas.

Dos

El tiempo, el inexorable tiempo. Esta constante que percibimos de formas distintas, según el afán que nos asista y la sed con que bebamos, es a la vez la categoría que me hace pensar en otro de los tres personajes con voz de la novela. Un fotógrafo, un mago, un creador de belleza, un productor de algo nuevo. ¡Como es de difícil lo nuevo! Carga consigo la incomprensión y el miedo que despierta su fuerza. Toda novedad obliga ocasos, muertes, destierros y partidas. En el caso de la fotografía, la novedad obligó el cambio en lo que se pintaría luego, y en el cómo se pintaría, especialmente.

Auguste Belloc, una voz calma y profundamente centrada en su objetivo, es a quien menos escuchamos, pero es quien mantiene en vilo la lectura del manuscrito; nos reclama escucha, nos reta con su testimonio y justifica su postura soez desde la parca posición del creador, del artista que detenta su libre albedrío por encima de los códigos morales. La imagen, para él, es poesía. Urgente y esquiva. Advierto, no habla desde su condición de facto, más bien lo hace desde la liminal potencia de su solapada razón. Quien tenga ojos para ver, que vea, dijo el evangelista Mateo.

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Tres

El deseo, el imprudente y necesario deseo. La crítica consiste en buena medida en amordazar el deseo, aplacar el cuerpo y dar paso a la razón. Un tercera voz aparece constante a lo largo del relato. El doctor Chaussende, consultor y amigo del detective, de refinadas formas, toma la palabra para hacer apuntes quirúrgicos sobre manifestaciones estéticas que paulatinamente construyen un ambiente único en la historia. Pinturas de extraordinaria belleza, de distintos momentos de su pasado reciente, son comentadas con su criterio exquisito, que no es lo mismo que decir gusto deseante. Baudelaire aparece en el tufo de este médico auscultador, de este hombre de mujeres que conoce de sus entrañas y se sabe pasivo frente a su inmenso poder.

La sinfonía de Berlioz atraviesa y acompaña la médula de esta creación. Desde los oídos del doctor logramos ver sus colores que no resultan para nada extraños a los que traen los daguerrotipos iluminados con suaves carmesís. La imagen se expande gracias a la écfrasis erudita de este sabio que no reclama ya nada y todo lo da.

Chaussende, que no da crédito artístico a la imagen fotográfica, pues de los fotógrafos, dice, pretenden equipararse con los pintores, terminará por cuestionar su propio juicio al enfrentar la virtualidad contenida en los pocos centímetros de un daguerrotipo. Aquí, esta obra de Pablo Montoya Campuzano, una pieza maestra de literatura histórica, erótica y policial que pareció haberse refundido tres lustros en anaqueles empolvados, una obra que tienta al ojo, hostiga la insaciable sed que produce la belleza del arte. Lo visible no se puede esconder. Quien tenga ojos para ver, que escuche.

Colofón

No cabe duda de que la imagen, el tiempo y el deseo llevan en esta obra nombre de mujer. Juliette Pirraux.

La fuerza descriptiva de las frases cortas y perfectas que entreteje el autor hace que su propia voz se diluya magistralmente en la de los tres caballeros que no dejan un momento de hablar de damas. Ellas son las protagonistas, a fin de cuentas, de la vida y de nuestra existencia.

*Politólogo, curador y crítico de arte y cultura. Dirige el Departamento de Extensión Cultural Universidad de Antioquia