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La fatiga de ser: sobre 'Las noches todas', de Tomás González

Una reseña de la más reciente novela del escritor antioqueño, sobre un profesor veterano que decide darle la espalda a la urbe para erigir un imposible: un jardín de verdad, donde la mano del hombre imite la del azar.

Ángel Castaño Guzmán
24 de enero de 2019
En 'Las noches todas' el veterano profesor Esteban Latorre decide darle la espalda a la urbe para erigir un imposible: un jardín de verdad, donde la mano del hombre imite la del azar.

La de Tomás González es una obra irregular pero coherente consigo misma. Desde su debut editorial con  Primero estaba el mar –una de las mejores novelas colombianas publicadas después de  Cien años de soledad– hasta Las noches todas, el trabajo literario del antioqueño ha sido fiel a una serie de obsesiones –esta palabra disuena al hablar de González– y asuntos. En sus libros los personajes adquieren paulatinamente la conciencia de pertenecer a algo que los excede y a la par les da sentido: el ciclo de la vida. Abrumados por las quimeras del aquí y el ahora, la naturaleza –ya sea la selva del Urabá o la montaña antioqueña– les muestra la fatiga de las empresas humanas y la fugacidad de todo. Y esta maestra no es genérica ni se mueve en los estrechos marcos de los valores sociales. González la nombra –al hacerlo logra frases de lirismo contenido–, paladea la música de la flora y las aves. Se detiene en la dolorosa y bella apatía del cosmos ante el gozo y el sufrimiento. Bien lo dijo Richard Dawkins en un ensayo: la naturaleza no es benévola ni feroz, es indiferente.   

En Las noches todas el veterano profesor Esteban Latorre decide darle la espalda a la urbe para erigir un imposible: un jardín de verdad, donde la mano del hombre imite la del azar. Salir de los límites de la civilización y construir un edén allende las fronteras del mapa es el impulso de los protagonistas de las ficciones de González. Por desgracia, la tarea está condenada al fracaso: el paraíso, ese lugar ajeno al trajín de la historia, es una entelequia religiosa y romántica. Ellos –J., Horacio, el anónimo prófugo de Los caballitos del diablo, el pintor ciego de La luz difícil, el jardinero de Las noches todas pronto lo descubren al llegar a la luminosa y triste conclusión del Eclesiastés y del budismo: la fuente del malestar vital es el yo. Dicha epifanía no se traduce en discursos trascendentales ni en alaridos –como el de Neruda en Walking around o el De Greiff en Relato de Sergio Stepansky–, a lo sumo toma la forma de deseos, siempre pospuestos, de suicidarse. A veces Esteban Latorre fantasea con ser él la muerte o su mensajero: “… me habría gustado ser gavilán o gallinazo y dedicarme a volar sobre el planeta, mirando para abajo sin codicia hasta ver aparecer buenamente algún perro o algún ternero muerto” (pág. 162).

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Los acontecimientos de Las noches todas pasan por el tamiz del narrador –Esteban Latorre– antes de ser presentados al lector. Por ende, el relato está impregnado del sereno cansancio de quien ha vivido mucho y nada lo arroba, sorprende o extasía: ni la afelpada sensualidad de las flores ni las fragantes turgencias femeninas. Ya en la hermosura late el germen del moho, ya en la lozanía brillan los amarillos dientes de la vejez. Incluso el jardín –el pequeño santuario– apenas le da a Esteban migajas de consuelo, hilachas de luz: “…visiones que a veces me causaban euforia, a veces me producían paz, pero se quebraban y evaporaban con demasiada facilidad, como espejismos” (pág.104). Solo la tiniebla desprovista de bordes le pone fin a los afanes y a las vigilias.  

Hoy por hoy Tomás González, Evelio Rosero, Gustavo Álvarez y Fernando Vallejo –tan distintos entre sí– ocupan los primeros puestos de la novela colombiana. Los cuatro en cada texto ratifican una prosodia individual, personalísima, una manera de contar distante de las modas y de los preceptos del mercado. Es cierto, en algunos la escritura se cristalizó: por momentos parecen discos rayados. Sin embargo, su sonido es inconfundible y en sus temas no fusilan a otros.

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