Novela de José Eustasio Rivera

‘La vorágine’: la primera parte de la gran novela colombiana

Así empieza la obra de José Eustasio Rivera, publicada en 1924. Nueve décadas después, Antonio Caballero dijo que “la Colombia que pinta sigue siendo igual".

José Eustasio Rivera
17 de marzo de 2017
Orillas del río Meta en Casanare. Crédito: Javier Ramirez La Rotta.

Prólogo

Señor Ministro:

De acuerdo con los deseos de S. S. he arreglado para la publicidad los manuscritos de Arturo Cova, remitidos a ese Ministerio por el Cónsul de Colombia en Manaos.

En esas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincialismos de más carácter.

Creo, salvo mejor opinión de S. S., que este libro no se debe publicar antes de tener más noticias de los caucheros colombianos del Río Negro o Guainía; pero si S. S. resolviere lo contrario, le ruego que se sirva comunicarme oportunamente los datos que adquiera para adicionarlos a guisa de epílogo.

Soy de S. S. muy atento servidor,

José Eustasio Rivera.

* * *

«...Los que un tiempo creyeron que mi inteligencia irradiaría extraordinariamente, cual una aureola de mi juventud; los que seolvidaron de mí apenas mi planta descendió al infortunio; los que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude haber sido, sepan que el destino implacable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas, para que ambulara, vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos, sin dejar más queruido y desolación».

(Fragmento de la carta de Arturo Cova)

Primera Parte

Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.

Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En vano mis brazos —tediosos de libertad— se tendieron ante muchas mujeres implorando para ellos una cadena. Nadie adivinaba mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón.

Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones, esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó casarse conmigo en aquellos días en que sus parientes fraguaron la conspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me denunció los planes arteros. Yo moriré sola, decía: mi desgracia se opone a tu porvenir.

Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una noche, en su escondite, resueltamente: «¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor».

¡Y huimos!

* * *

Aquella noche, la primera de Casanare, tuve por confidente al insomnio.

Al través de la gasa del mosquitero, en los cielos ilímites, veía parpadear las estrellas. Los follajes de las palmeras que nos daban abrigo enmudecían sobre nosotros. Un silencio infinito flotaba en el ámbito, azulando la transparencia del aire. Al lado de mi «chinchorro», en su angosto catrecillo de viaje, Alicia dormía con agitada respiración.

Mi ánima atribulada tuvo entonces reflexiones agobiadoras: ¿Qué has hecho de tu propio destino? ¿Qué de esta jovencita que inmolas a tus pasiones? ¿Y tus sueños de gloria, y tus ansias de triunfos y tus primicias de celebridad? ¡Insensato! El lazo que a las mujeres te une, lo anuda el hastío. Por orgullo pueril te engañaste a sabiendas, atribuyéndole a esta criatura lo que en ninguna otra descubriste jamás, y ya sabías que el ideal no se busca; lo lleva uno consigo mismo. Saciado el antojo, ¿qué mérito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste? Porque el alma de Alicia no te ha pertenecido nunca, y aunque ahora recibas el calor de su sangre y sientas su respiro cerca de tu hombro, te hallas, espiritualmente, tan lejos de ella como de la constelación taciturna que ya se inclina sobre el horizonte.

En aquel momento me sentí pusilánime. No era que mi energía desmayara ante la responsabilidad de mis actos, sino que empezaba a invadirme el fastidio de la manceba. Poco empeño hubiera sido el poseerla, aun a trueque de las mayores locuras; pero ¿después de las locuras y de la posesión?...

Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas. El instinto de la aventura me impelía a desafiarlas, seguro de que saldría ileso de las pampas libérrimas y de que alguna vez, en desconocidas ciudades, sentiría la nostalgia de los pasados peligros. Pero Alicia me estorbaba como un grillete. ¡Si al menos fuera más arriscada, menos bisoña, más ágil! La pobre salió de Bogotá en circunstancias aflictivas; no sabía montar a caballo, el rayo del sol la congestionaba, y cuando a trechos prefería caminar a pie, yo debía imitarla pacientemente, cabestreando las cabalgaduras.

Nunca di pruebas de mansedumbre semejante. Yendo fugitivos, avanzábamos lentamente, incapaces de torcer la vía para esquivar el encuentro con los transeúntes, campesinos en su mayor parte, que se detenían a nuestro paso interrogándome conmovidos: patrón, ¿por qué va llorando la niña?

Era preciso pasar la noche por Cáqueza, en previsión de que nos detuvieran las autoridades. Varias veces intenté romper el alambre del telégrafo, enlazándolo con la soga de mi caballo; pero desistí de tal empresa por el deseo íntimo de que alguien me capturara y, librándome de Alicia, me devolviera esa libertad del espíritu que nunca se pierde en la reclusión. Por las afueras del pueblo pasamos a prima noche, y desviando luego hacia la vega del río, entre cañaverales ruidosos que nuestros jamelgos descogollaban al pasar, nos guarecimos en una «enramada» donde funcionaba un trapiche. Desde lejos lo sentimos gemir, y por el resplandor de la hornilla, donde se cocía la miel, cruzaban interminables las sombras de los bueyes que movían el mayal y del chicuelo que los aguijaba. Unas mujeres aderezaron la cena y le dieron a Alicia un cocimiento de yerbas para calmarle la fiebre.

Allí permanecimos una semana.

* * *

El peón que envié a Bogotá a caza de noticias me las trajo inquietantes. El escándalo ardía, avivado por las murmuraciones de mis malquerientes; comentábase nuestra fuga y los periódicos usufructuaban el enredo. La carta del amigo a quien me dirigí pidiéndole su intervención, tenía este remate: «¡Los prenderán! No te queda más refugio que Casanare. ¿Quién podría imaginar que un hombre como tú busque el desierto?».

Esa misma tarde me advirtió Alicia que pasábamos por huéspedes sospechosos. La dueña de casa le había preguntado si éramos hermanos, esposos legítimos o meros amigos, y la instó con zalemas a que le mostrara algunas de las monedas que hacíamos, caso de que las fabricáramos, «en lo que no había nada malo, dada la tirantez de la situación». Al siguiente día partimos antes del amanecer.

—¿No crees, Alicia, que vamos huyendo de un fantasma cuyo poder se lo atribuimos nosotros mismos? ¿No sería mejor regresar?

—¡Tanto me hablas de eso, que estoy convencida de que te canso! ¿Para qué me trajiste? ¡Porque la idea partió de ti! ¡Vete, déjame! ¡Ni tú ni Casanare merecen la pena!

Y de nuevo se echó a llorar.

El pensamiento de que la infeliz se creyera desamparada me movió a tristeza, porque ya me había revelado el origen de su fracaso. Querían casarla con un viejo terrateniente en los días que me conoció. Ella se había enamorado, cuando impúber, de un primo suyo, paliducho y enclenque, con quien estaba en secreto comprometida; luego aparecí yo, y alarmado el vejete por el riesgo de que le birlara la prenda, multiplicó las cuantiosas dádivas y estrechó el asedio, ayudado por la parentela entusiástica. Entonces, Alicia, buscando la liberación, se lanzó a mis brazos.

Mas no había pasado el peligro: el viejo, a pesar de todo, quería casarse con ella.

—¡Déjame! —repitió, arrojándose del caballo—. ¡De ti no quiero nada! ¡Me voy a pie, a buscar por estos caminos un alma caritativa! ¡Infame, nada quiero de ti!

Yo, que he vivido lo suficiente para saber que no es cuerdo replicarle a una mujer airada, permanecí mudo, agresivamente mudo, en tanto que ella, sentada en el césped, con mano convulsa arrancaba puñados de yerba...

—Alicia, esto me prueba que no me has querido nunca.

—¡Nunca!

Y volvió los ojos a otra parte.

Quejose luego del descaro con que la engañaba:

—¿Crees que no advertí tus persecuciones a la muchacha de allá abajo? ¡Y tanto disimulo para seducirla! Y alegarme que la demora obedecía a quebrantos de mi salud. Si esto es ahora, ¿qué no será después? ¡Déjame! ¡A Casanare, jamás; y, contigo, ni al cielo!

Este reproche contra mi infidelidad me ruborizó. No sabía qué decir. Hubiera deseado abrazar a Alicia, agradeciéndole sus celos con un abrazo de despedida. ¿Si quería que la abandonara, tenía yo la culpa?

Y cuando me desmontaba a improvisar una explicación, vimos descender por la pendiente un hombre que galopaba en dirección a nosotros. Alicia, conturbada, se agarró de mi brazo.

El sujeto, apeándose a corta distancia, avanzó con el hongo en la mano.

—Caballero, permítame una palabra.

—¿Yo? —repuse con voz enérgica.

—Sí, sumercé —y terciándose la ruana, me alargó un papel enrollado—. Es que lo manda notificar mi padrino.

—¿Quién es su padrino?

—Mi padrino, el Alcalde.

—Esto no es para mí —dije, devolviendo el papel, sin haberlo leído.

—¿No son, pues, sus mercedes los que estuvieron en el trapiche?

—Absolutamente. Voy de Intendente a Villavicencio y esta señora es mi esposa.

Al escuchar tales afirmaciones, permaneció indeciso.

—Yo creí —balbuceó—, que eran sus mercedes los acuñadores de monedas. De la ramada estuvieron mandando razón al pueblo para que la autoridad los acompañara, pero mi padrino estaba en su hacienda, pues sólo abre la Alcaldía los días de mercado. Recibió también varios telegramas, y como ahora soy Comisario único...

Sin dar tiempo a más aclaraciones, le ordené que acercara el caballo de la señora. Alicia, para ocultar la palidez, velóse el rostro con la gasa del sombrero. El importuno nos veía partir, sin pronunciar palabra. Mas, de repente, montó en su yegua, y acomodándose en la enjalma que le servía de montura, nos flanqueó sonriendo:

—Sumercé, firme la notificación para que mi padrino vea que cumplí. Firme como Intendente.

—¿Tiene usted una pluma?

—No, pero adelante la conseguimos. Es que, de lo contrario, el Alcalde me archiva.

—¿Cómo así? —respondíle sin detenerme.

—Ojalá sumercé me ayude, si es cierto que va de empleado. Tengo el inconveniente de que me achacan el robo de una novilla y me trajeron preso, pero mi padrino me dio el pueblo por cárcel, y luego a falta de Comisario, me hizo el honor a mí. Yo me llamo Pepe Morillo Nieto, y por mal nombre me dicen «Pipa».

El cuatrero, locuaz, caminaba a mi diestra, relatando sus padecimientos. Pidióme la maleta de la ropa y la atravesó en la enjalma, sobre sus muslos, cuidando de que no se cayera.

—No tengo —dijo— con qué comprar una ruana decente, y la situación me ha reducido a vivir descalzo. Aquí, donde sus mercedes me ven, este sombrero tiene más de dos años, y lo saqué de Casanare.

Alicia, al oír esto, volvió hacia el hombre los ojos asustadizos.

—¿Ha vivido usted en Casanare? —le preguntó.

—Sí, sumercé; y conozco el Llano y las caucherías del Amazonas. Mucho tigre y mucha culebra he matado con la ayuda de Dios.

A la sazón encontrábamos arrieros que conducían sus recuas. El Pipa les suplicaba:

—Háganme el bien y me prestan un lápiz para una firmita.

—No «cargamos» eso.

—Cuidado con hablarme de Casanare en presencia de la señora —le dije en voz baja—. Siga usted conmigo y en la primera oportunidad me da a solas los informes que pueden ser útiles al Intendente.

El dichoso Pipa habló cuanto pudo, derrochando hipérboles. Pernoctó con nosotros en las cercanías de Villavicencio, convertido en paje de Alicia, a quien distraía su verba. Y esa noche se «picureó», robándose mi caballo ensillado.

* * *

Mientras mi memoria se empañaba con estos recuerdos, una claridad rojiza se encendió de súbito. Era la fogata de insomne reflejo, colocada a pocos metros de los chinchorros, para conjurar el acecho del tigre y otros riesgos nocturnos. Arrodillado ante ella como ante una divinidad, don Rafo la soplaba con su resuello.

Entretanto, continuaba el silencio en las melancólicas soledades, y en mi espíritu penetraba una sensación de infinito que fluía de las constelaciones cercanas.

Y otra vez volví a recordar. Con la hora desvanecida se había hundido irremediablemente la mitad de mi ser, y ya debía iniciar una nueva vida, distinta de la anterior, comprometiendo el resto de mi juventud y hasta la razón de mis ilusiones, porque cuando florecieran ya no habría, quizás, a quien ofrendarlas o dioses desconocidos ocuparían el altar a que se destinaron. Alicia pensaría lo mismo, y de esta suerte al par que me servía de remordimiento, era el lenitivo de mi congoja, la compañera de mi pesar, porque ella iba también, como la semilla en el viento, sin saber adónde y miedosa de la tierra que la esperaba.

Indudablemente, era de carácter apasionado: de su timidez triunfaba a ratos la decisión que imponen las cosas irreparables. Dolíase otras veces de no haberse tomado un veneno.

—Aunque no te ame como quieres —decía—, ¿dejarás de ser para mí el hombre que me sacó de la inexperiencia para entregarme a la desgracia? ¿Cómo podré olvidar el papel que has desempeñado en mi vida? ¿Cómo podrás pagarme lo que me debes? No será enamorando a las campesinas de las posadas ni haciéndome ansiar tu apoyo para abandonarme después. Pero si esto es lo que piensas, no te alejes de Bogotá, porque ya me conoces. ¡Tú responderás!

—¿Y sabes que soy ridículamente pobre?

—Demasiado me lo repitieron cuando me visitabas. El amparo que ahora te pido no es el de tu dinero, sino el de tu corazón.

—¿Por qué me imploras lo que me apresuré a ofrecerte de manera espontánea? Por ti dejé todo, y me lancé a la aventura, cualesquiera que fuesen los resultados. ¿Pero tendrás valor de sufrir y confiar?

—¿No hice por ti todos los sacrificios?

—Pero le temes a Casanare.

—Le temo por ti.

—¡La adversidad es una sola y nosotros seremos dos!

Tal fue el diálogo que sostuvimos en la casucha de Villavicencio la noche que esperábamos al jefe de la Gendarmería. Era éste un «quídam» semicano y rechoncho, vestido de kaki, de bigotes ariscos y aguardentosa catadura.

—Salud, señor —le dije en tono despectivo cuando apoyó su sable en el umbral.

—¡Oh, poeta!, ¡esta chica es digna hermana de las nueve musas! ¡No seas egoísta con los amigos!

Y me echó un tufo de acetol en la cara.

Frotándose contra el cuerpo de Alicia al acomodarse en el banco, resopló, asiéndola de las muñecas:

—¡Qué pimpollo! ¿Ya no te acuerdas de mí? ¡Soy Gámez y Roca, el General Gámez y Roca! Cuando eras pequeña solía sentarte en mis rodillas.

Y probó sentarla de nuevo.

Alicia, inmutada, estalló:

—¡Atrevido, atrevido! —y lo empujó lejos.

—¿Qué quiere usted? —gruñí, cerrando las puertas. Y lo degradé con un salivazo.

—Poeta, ¿qué es esto? ¿Corresponde así a la hidalguía de quien no quiere echarlo a prisión? Déjeme la muchacha, porque soy amigo de sus papás y en Casanare se le muere. Yo le guardaré la reserva. ¡El cuerpo del delito para mí, para mí! ¡Déjemela para mí!

Antes que terminase, con esguince colérico, le zafé a Alicia uno de sus zapatos y lanzando al hombre contra el tabique, lo acometí a golpes de tacón en el rostro y en la cabeza. El borracho, tartamudeando, se desplomó sobre los sacos de arroz que ocupaban el ángulo de la sala.

Allí roncaba media hora después, cuando Alicia, don Rafo y yo, huímos en busca de las llanuras intérminas.

* * *

—Aquí está el café —dijo don Rafo, parándose delante del mosquitero—. Despabílense, niños, que estamos en Casanare.

Alicia nos saludó con tono cordial y ánimo limpio:

—¿Ya quiere salir el sol?

—Tarda todavía: el carrito de estrellas apenas va llegando a la loma —y nos señaló don Rafo la cordillera, diciendo—: «Despidámonos de ella, porque no la volveremos a ver. Sólo quedan llanos, llanos y llanos».

Mientras apurábamos el café, nos llegaba el vaho de la madrugada, un olor a «pajonal» fresco, a surco removido, a leños recién cortados, y se insinuaban leves susurros en los abanicos de los «moriches». A veces, bajo la transparencia estelar, cabeceaba alguna palmera humillándose hacia el oriente. Un regocijo inesperado nos henchía las venas, a tiempo que nuestros espíritus, dilatados como la pampa, ascendían agradecidos de la vida y de la creación.

—Es encantador Casanare —repetía Alicia—. No sé por qué milagro, al pisar la llanura, aminoró la zozobra que me inspiraba.

—Es que —dijo don Rafo— esta tierra lo alienta a uno para gozarla y para sufrirla. Aquí, hasta el moribundo ansía besar el suelo en que va a podrirse. Es el desierto, pero nadie se siente solo: son vuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni se les teme ni se les maldice.

Al decir esto, me preguntó don Rafo si era tan buen jinete como mi padre, y tan valeroso en los peligros.

—Lo que se hereda no se hurta —respondí jactancioso, en tanto que Alicia, con el rostro iluminado por el fulgor de la hoguera, sonreía confiada.

Don Rafo era mayor de sesenta años y había sido compañero de mi padre en alguna campaña. Todavía conservaba ese aspecto de dignidad que denuncia a ciertas personas venidas a menos. La barba canosa, los ojos tranquilos, la calva luciente, convenían a su estatura mediana, contagiosa de simpatía y de benevolencia. Cuando oyó mi nombre en Villavicencio, y supo que sería detenido, fue a buscarme con la buena nueva de que Gámez y Roca le había jurado interesarse por mí. Desde nuestra llegada hizo compras para nosotros, atendiendo los encargos de Alicia. Ofreciónos ser nuestro baquiano de ida y regreso, y que a su vuelta de Arauca llegaría a buscarnos al hato de un cliente suyo, donde permaneceríamos alojados unos meses.

Casualmente, hallábase en Villavicencio, de salida para Casanare. Después de su ruina, viudo y pobre, les cogió apego a los Llanos, y, con dinero de su yerno, los recorría anualmente, como ganadero y mercader ambulante al pormenor. Nunca había comprado más de cincuenta reses, y entonces arreaba unos caballejos hacia las fundaciones del bajo Meta y dos mulas cargadas de baratijas.

—¿Se reafirma usted en la confianza de que estamos ya libres de las pesquisas del General?

—Sin duda alguna.

—¡Qué susto me dio ese canalla! —comentó Alicia—. Piensen ustedes que yo temblaba como azogue. ¡Y aparecerse a la medianoche! ¡Y decir que me conocía! Pero se llevó su merecido.

Don Rafo tributó a mi osadía un aplauso feliz: ¡era yo el hombre para Casanare!

Mientras hablaba, iba desmaneando las bestias y poniéndoles los cabezales. Ayudábale yo en la faena y pronto estuvimos listos para seguir la marcha. Alicia, que nos alumbraba con una linterna, suplicó que esperásemos la salida del sol.

—¿Conque el mentado Pipa es un zorro llanero? —pregunté a don Rafo.

—El más astuto de los salteadores; varias veces prófugo, tras de curar sus fiebres en los presidios, vuelve con mayores arrestos a ejercer la piratería. Ha sido capitán de indios salvajes, sabe idiomas de varias tribus y es boga y es vaquero.

—Y tan disimulado, y tan hipócrita y tan servil —apuntaba Alicia.

—Tuvieron ustedes la fortuna de que les robara una sola bestia. Por aquí andará...

Alicia me miraba nerviosa, pero calmó sus preocupaciones con las anécdotas de don Rafo.

Y la aurora surgió ante nosotros; sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron y en la lontananza de ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una pincelada violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba hendieron el aire los patos chillones, las garzas morosas como copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las guacamayas multicolores. Y de todas partes, del pajonal y del espacio, del «estero» y de la palmera, nacía un hálito jubiloso que era vida, era acento, claridad y palpitación. Mientras tanto, en el arrebol que abría su palio inconmensurable, dardeó el primer destello solar, y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras, enrojeciéndose antes de ascender al azul. Alicia, abrazándome llorosa y enloquecida, repetía esta plegaria:

—¡Dios mío, Dios mío! ¡El sol, el sol!

Luego, nosotros, prosiguiendo la marcha, nos hundimos en la inmensidad.

* * *

Poco a poco el regocijo de nuestras lenguas fue cediendo al cansancio. Habíamos hecho copiosas preguntas que don Rafo atendía con autoridad de conocedor. Ya sabíamos lo que eran una «mata», un «caño», un «zural», y por fin Alicia conoció los venados. Pastaban en un estero hasta media docena, y al ventearnos enderezaron hacia nosotros las orejas esquivas.

—No gaste usted los tiros de revólver —ordenó don Rafo—. Aunque vea usted los bichos cerca, están a más de quinientos metros. Fenómenos de la región.

Dificultábase la charla porque don Rafo iba de «puntero», llevando «de diestro» una bestia, en pos de la cual trotaban las otras en los pajonales retostados. El aire caliente fulgía como lámina de metal, y bajo el espejo de la atmósfera, en el ámbito desolado, insinuábase a lo lejos la masa negruzca de un monte. Por momentos se oía la vibración de la luz.

Con frecuencia me desmontaba para refrescar las sienes de Alicia, frotándolas con un limón verde. A guisa de quitasol llevaba sobre el sombrero una chalina blanca, cuyos extremos empapaba en llanto cada vez que la afligía el recuerdo del hogar. Aunque yo fingía no reparar en sus lágrimas, inquietábame el tinte de sus arreboladas mejillas, miedoso de la congestión. Mas imposible sestear bajo la intemperie asoleada: ni un árbol, ni una gruta, ni una palmera.

—¿Quieres descansar? —le proponía, preocupado. Y sonriendo me respondía:

—¡Cuando lleguemos a la sombra! ¡Pero, cúbrete el rostro, que la resolana te tuesta!

Hacia la tarde parecían surgir en el horizonte ciudades fantásticas. Las ponentinas matas de monte provocaban el espejismo, perfilando en el cielo penachos de palmeras, por sobre cúpulas de ceibas y copeyes, cuyas floraciones de bermellón evocaban manchas de tejados.

Los caballos que iban sueltos, orientándose en la llanura, empezaron a galopar a considerable distancia de nosotros.

—Ya ventearon el bebedero —observó don Rafo—. No llegaremos a la mata antes de media hora; pero allí calentaremos el bastimento.

Rodeaban el monte pantanos inmundos, de flotante lama, cuya superficie recorrían avecillas acuáticas que chillaban balanceando la cola. Después de un gran rodeo, y casi por opuesto lado, penetramos en la espesura costeando el tremedal, donde abrevábanse las caballerías, que iba yo maneando en la sombra. Limpió don Rafo con el machete las malezas cercanas a un árbol enorme, agobiado por festones amarillentos, de donde llovían, con espanto de Alicia, gusanos inofensivos y verdosos. Puesto el chinchorro, la cubrimos con el amplio mosquitero, para defenderla de las abejas que se le enredaban en los rizos, ávidas de chuparle el sudor. Humeó luego la hoguera consoladora y nos devolvió la tranquilidad.

Metía yo al fuego la leña que me aventaba don Rafo, mientras Alicia me ofrecía la suya.

—Esos oficios no te corresponden a ti.

—¡No me impacientes, ya ordené que descanses, y debes obedecer!

Resentida por mi actitud, empezó a mecerse, al impulso que su pie le imprimía al chinchorro. Mas cuando fuimos a buscar agua, me rogó que no la dejara sola.

—Ven, si quieres —le dije. Y siguió tras de nosotros por una trocha enmalezada.

La laguneta de aguas amarillosas estaba cubierta de hojarasca. Por entre ellas nadaban unas tortuguitas llamadas «galápagos», asomando la cabeza rojiza; y aquí y allí, los caimanejos, nombrados «cachirres», exhibían sobre la nata del pozo los ojos sin párpados. Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas evaporaciones maléficas flotaban bajo los árboles como velo mortuorio. Partiendo una rama, me incliné para barrer con ella las vegetaciones acuáticas, pero don Rafo me detuvo, rápido como el grito de Alicia. Había emergido bostezando para atraparme, una serpiente «guío», corpulenta como una viga, que a mis tiros de revólver se hundió removiendo el pantano y rebasándolo en las orillas.

Y regresamos con los calderos vacíos.

Presa de pánico, Alicia se reclinó temblorosa bajo el mosquitero. Tuvo vahídos, pero la cerveza le aplacó las náuseas. Con espanto no menor comprendí lo que le pasaba, y sin saber cómo, abrazando a la futura madre, lloré todas mis desventuras.

* * *

Al verla dormida, me aparté con don Rafael y sentándome sobre una raíz de árbol, escuché sus consejos inolvidables:

No convenía, durante el viaje, advertirla del estado en que estaba, pero debía rodearla de todos los cuidados posibles. Haríamos jornadas cortas y regresaríamos a Bogotá antes de tres meses. Allí las cosas cambiarían de aspecto.

Por lo demás, los hijos legítimos o naturales, tenían igual procedencia y se querían lo mismo. Cuestión del medio. En Casanare así acontecía.

Él ambicionó en un tiempo hacer un matrimonio brillante, pero el destino le marcó ruta imprevista: la joven con quien vivía en aquel entonces, llegó a superar a la esposa soñada, pues, juzgándose inferior, se adornaba con la modestia y siempre se creyó deudora de un exceso de bien. De esta suerte, él fue más feliz en el hogar que su hermano, cuya compañera, esclava de los pergaminos y de las mentiras sociales, le inspiró el horror a las altas familias, hasta que regresó a la sencillez favorecido por el divorcio.

No había que retroceder en la vida ante ningún conflicto, pues solo afrontándolos de cerca se ve si tienen remedio. Era verdad que preveía el escándalo de mis parientes si me echaba a cuestas a Alicia o la conducía al altar. Mas no había que mirar tan lejos, porque los temores van más allá de las posibilidades. Nadie me aseguraba que había nacido para casado, y aunque así fuera, ¿quién podría darme una esposa distinta de la señalada por mi suerte? Y Alicia, ¿en qué desmerecía? ¿No era inteligente, bien educada, sencilla y de origen honesto? ¿En qué código, en qué escritura, en qué ciencia había aprendido yo que los prejuicios priman sobre las realidades? ¿Por qué era mejor que otros, sino por mis obras? El hombre de talento debe ser como la muerte, que no reconoce categorías. ¿Por qué ciertas doncellas me parecían más encumbradas? ¿Acaso por irreflexivo consentimiento del público que me contagiaba su estulticia; acaso por el lustre de la riqueza? ¿Pero ésta, que suele nacer de fuentes oscuras, no era también relativa? ¿No resultaban misérrimos nuestros potentados en parangón con los de fuera? ¿No llegaría yo a la dorada medianía, a ser relativamente rico? En este caso, ¿qué me importarían los demás, cuando vinieran a buscarme con el incienso? Usted sólo tiene un problema sumo, a cuyo lado huelgan todos los otros: adquirir dinero para sustentar la modestia decorosamente. El resto viene por añadidura.

Callado, escarmentaba mentalmente las razones que oía, separando la verdad de la exageración.

—Don Rafo —le dije—, yo miro las cosas por otro aspecto, pues las conclusiones de usted, aunque fundadas, no me preocupan ahora: están en mi horizonte, pero están lejos. Respecto a Alicia, el más grave problema lo llevo yo, que sin estar enamorado, vivo como si estuviera supliendo mi hidalguía lo que no puede dar mi ternura, con la convicción íntima de que mi idiosincrasia caballeresca me empujará hasta el sacrificio, por una dama que no es la mía, por un amor que no conozco.

Fama de rendido galán gané en el ánimo de muchas mujeres, gracias a la costumbre de fingir, para que mi alma se sienta menos sola. Por todas partes fui buscando en qué distraer mi inconformidad e iba de buena fe, anheloso de renovar mi vida y de rescatarme a la perversión: pero, dondequiera que puse mi esperanza, hallé lamentable vacío, embellecido por la fantasía y repudiado por el desencanto. Y así, engañándome con mi propia verdad, logré conocer todas las pasiones y sufro su hastío, y prosigo desorientado, caricatureando el ideal para sugestionarme con el pensamiento de que estoy cercano a la redención. La quimera que persigo es humana, y bien sé que de ella parten los caminos para el triunfo, para el bienestar y para el amor. Mas han pasado los días y se va marchitando mi juventud sin que mi ilusión reconozca su derrotero; y viviendo entre mujeres sencillas, no he encontrado la sencillez, ni entre las enamoradas el amor, ni la fe entre las creyentes. Mi corazón es como una roca cubierta de musgo, donde nunca falta una lágrima. Hoy me ha visto usted llorar, no por flaqueza de ánimo, que bastante rencor le tengo a la vida: ¡lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis ensueños desvanecidos, por lo que no fui, por lo que ya no seré jamás!

Paulatinamente iba levantando la voz y comprendí que Alicia estaba despierta. Me acerqué cauteloso y la sorprendí en actitud de escuchar.

—¿Qué quieres? —le dije. Y su silencio me desconcertó.

Fue preciso continuar la marcha hasta el «morichal» vecino, según decisión de don Rafo, porque la mata era peligrosa en extremo: a muchas leguas en contorno, sólo en ella encontraban agua los animales y de noche acudían las fieras. Salimos de allí, paso a paso, cuando la tarde empezó a suspirar y bajo los últimos arreboles nos preparamos para la queda. Mientras don Rafo encendía fuego, me retiré por los pajonales a amarrar los caballos. La brisa del anochecer refrescaba el desierto, y de repente, en intervalos desiguales, llegó a mis oídos algo como un lamento de mujer. Instintivamente pensé en Alicia, que acercándose me preguntaba:

—¿Qué tienes? ¿Qué tienes?

Reunidos después, sentíamos la sollozante quejumbre, vueltos hacia el lado de donde venía, sin que acertáramos a descifrar el misterio: una palmera de macanilla, fina como un pincel, obedeciendo a la brisa, hacía llorar sus flecos en el crepúsculo.

* * *

Ocho días después divisamos la fundación de La Maporita. La laguna próxima a los corrales se doraba al sol. Unos mastines enormes vinieron a nuestro encuentro, con ladridos desaforados, y nos dispersaron las bestias. Frente al «tranquero» de la entrada, donde se asoleaba un «bayetón» rojo, exclamó don Rafo, empinándose en los estribos:

—¡Alabado sea Dios!

—... Y su madre santísima —respondió una voz de mujer.

—¿No hay quien venga a espantar los perros?

—Ya va.

—¿La niña Griselda?

—En el caño.

Complacidos observábamos el aseo del patio, lleno de caracuchos, siemprevivas, habanos, amapolas y otras plantas del trópico. Alrededor de la huerta daban fresco los platanales, de hojas susurrantes y rotas, dentro de la cerca de «guadua» que protegía la vivienda, en cuyo caballete lucía sus resplandores un pavo real.

Por fin, una mulata decrépita asomó a la puerta de la cocina, enjugándose las manos en el ruedo de las enaguas.

—¡Chite, uise! —gritó, tirando una cáscara a las gallinas que escarbaban la era—. «Prosigan», que la niña Griselda se tá bañando. ¡Los perros no muerden, ya mordieron!

Y volvió a sus quehaceres.

Sin testigos, ocupamos el cuarto que servía de sala, en donde no había otro menaje que dos chinchorros, una «barbacoa», dos banquetas, tres baúles y una máquina «Singer». Alicia, sofocada, se mecía ponderando el cansancio, cuando entró la niña Griselda, descalza, con el «chingue» al brazo, el peine en la crencha y los jabones en una totuma.

—Perdone usted —le dijimos.

—Tienen a sus órdenes el «rancho» y la persona. ¡Ah! ¿También vino don Rafael? ¿Qué hace en la «ramáa»? Y saliendo al patio, le decía familiarmente:

—Trascordao, ¿se le volvió a olvidá el cuaerno? Estoy entigrecía contra usté. No me salga con ésas, porque peleamos.

Era una hembra morena y fornida, ni alta ni pequeña, de cara regordeta y ojos simpáticos. Se reía enseñando los dientes anchos y albísimos, mientras que con mano hacendosa exprimía los cabellos goteantes sobre el corpiño desabrochado. Volviéndose a nosotros interrogó:

—¿Ya les trajeron café?

—Se pone usted en molestias...

—¿Tiana, Bastiana, qué hubo?

Y sentándose en el chinchorro al lado de Alicia, preguntábale si los diamantes de sus zarcillos eran «legales» y si traía otros para vender.

—Señora, si le gustan...

—Se los cambio por esa máquina.

—Siempre avispada para el negocio —galanteó don Rafo.

—¡Náa! Es que nos estamos recogiendo pa dejá la tierra.

Y con acento cálido refirió que Barrera había venido a llevar gente para las caucherías del Vichada.

—Es la ocasión de mejorá: dan alimentación y cinco pesos por día. Así se lo he dicho a Franco.

—¿Y qué Barrera es el enganchador? —preguntó don Rafo.

—Narciso Barrera, que ha traído mercancías y «morrocotas» pa dá y convidá.

—¿Se creen ustedes de esa ficha?

—Cáyese, don Rafo. ¡Cuidao con desanimá a Fidel! ¡Si le tá ofreciendo plata anticipáa y no se resuelve a dejá este pegujal! ¡Quiere má a las vacas que a la mujé! Y eso que nos cristianamos en Pore, porque sólo éramos casaos militarmente.

Alicia, mirándome de soslayo, se sonrió.

—Niña Griselda, ese viaje puede resultar un percance.

—Don Rafo, el que no arriesga no pasa el má. Ora díganme ustées si valdrá la pena un enganche que los ha entusiasmao a tóos. Porque ayí en el hato no va a queá gente. Ha tenío que bregáles el viejo pa que le ayuden a terminá los trabajos de ganao. ¡Nadie quiere hacer náa! ¡Y de noche tienen unos «joropos»!... Pero supóngase: tando ahí la Clarita… Yo le prohibí a Fidel que se quede ayá, y no me hace caso. Dende el lunes se jue. Mañana lo espero.

—¿Dice usted que Barrera trajo mucha mercancía? ¿Y la da barata?

—Sí, don Rafo. No vale la pena que usté abra sus «petaquitas». Ya todo el mundo ha comprao. ¿A que no me trajo los cuaernos de las moas cuando má los menesto? Tengo que yevá ropa de primera.

—Por ahí le traigo uno.

—¡Dios se lo pague!

La vieja Sebastiana, arrugada como un higo seco, de cabeza gris y brazos temblorosos, nos alargó sendos pocillos de café amargo, que ni Alicia ni yo podíamos tomar y que don Rafo saboreaba vertiéndolo en el platillo. La niña Griselda se apresuró a traer una miel oscura, que sacaba de un garrafón para que endulzáramos la bebida.

—Muchas gracias, señora.

—¿Y esta buena moza es su mujé? ¿Usté es el yerno de don Rafo?

—Como si lo fuera.

—¿Y ustées también son tolimas?

—Yo soy de ese departamento; Alicia, bogotana.

—Parece que usté juera pa algún joropo, según ta de «cachaca». ¡Qué bonito traje y qué buenos botines! ¿Ese vestío lo cortó usté?

—No, señora, pero entiendo algo de modistería. Estuve tres años en el colegio asistiendo a la clase.

—¿Me enseña? ¿No es verdá que me enseña? Pa eso compré máquina. Y miren qué lujo de telas las que tengo aquí. Me las regaló Barrera el día que vino a vernos. A Tiana también le dio. ¿Onde tá la tuya?

—Colgá en la «percha». Ora la traigo.

Y salió. La niña Griselda, entusiasmada porque Alicia le ofreció ser su maestra de corte, se zafó de la pretina las llaves y, abriendo el baúl, nos enseñó unas telas de colores vivos.

—¡Ésas son etaminas comunes!

—Puros cortes de sea, don Rafo, Barrera es «rasgaísimo». Y miren las vistas del «fábrico» en el Vichada, a onde quere yevarnos. Digan imparcialmente si no son una preciosidá esos edificios y si estas fotografías no son primorosas. Barrera las ha repartío por toas partes. Miren cuántas tengo pegáas en el baúl.

Eran unas postales en colores. Se veían en ellas, a la orilla montuosa de un río, casas de dos pisos, en cuyos barandales se agrupaba la gente. Lanchas de vapor humeaban en el puertecito.

—Aquí viven má de mil hombres y tóos ganan una libra diaria. Ayá voy a poné asistencia pa las peonáas. ¡Supónganse cuánta plata cogeré con el solo amasijo! ¿Y lo que gane Fidel?... Miren, estos montes son los cauchales. Bien dice Barrera que otra oportunidá como ésta no se presentará.

—Lo que yo siento es tar tan cascáa; si no, me iba también tras de mi zambo —dijo la vieja, acurrucándose de nuevo en el quicio.

—Aquí ta la tela —añadió, desdoblando una zaraza roja.

—Con este traje parecerás un tizón encendido.

—Blanco —me replicó—; pior es no parecer náa.

—Andá —ordenó la niña Griselda—, búscale a don Rafo unos «topochos» maúros pa los cabayos. Pero primero decíle al Miguel que se deje de estar echao en el chinchorro, porque no se le quitan las fiebres: que le saque el agua a la «curiara» y le ponga cuidao al anzuelo, a vé si los «caribes» se tragaron ya la caráa. Puée que haya «afilao» algún «bagrecito». Y danos vos algo de comé, que estos blancos yegan de lejos. Venga pa acá, niña Alicia, y aflójese la ropa. En este cuarto nos quearemos las dos.

Y parándose ante mí —agregó con picaresco descaro—: ¡Me la yevo! ¿Ustées ya separaron cama?

* * *

Verdadera lástima sentí por don Rafael ante el fracaso de su negocio. Tenía razón la niña Griselda: todos se habían provisto ya de mercancías.

Sin embargo, dos días después de nuestra llegada, vinieron del hato unos hombres enjutos y pálidos cuyas monturas húmedas disimulaban su mal aspecto con el bayetón que los jinetes dejaban colgando sobre las rodillas. Del otro lado del monte pidieron a gritos la curiara y, creyendo no ser oídos, hicieron disparos de winchester. Vista la tardanza, sin desmontarse, lanzaron sus cabalgaduras al caño y lo cruzaron trayendo las ropas amarradas en la cabeza.

Llegaron. Vestían calzones de lienzo, camisa suelta llamada «lique» y anchos sombreros de felpa castaña. Sus pies, desnudos, oprimían con el dedo gordo el aro de los estribos.

—Buen día... —prorrumpieron con voz melancólica entre los ladridos de los perros.

—Ojalá que nos hubieran matao por ta de chistosos, exclamó la niña Griselda.

—Era pa la curiara...

—¡Qué curiara! ¡Éste no es paso rial!

—Venimos a ve la mercancía...

—Sigan, pero dejen sus «rangos» afuera.

Los hombres se apearon, y con los ronzales de cerda torcida que servían de rendaje, amarraron los trotones bajo el samán de la entrada y avanzaron con los bayetones al hombro. Alrededor del cuero en que don Rafo había extendido la «chuchería» se acuclillaron indolentes.

—Miren los diagonales extras; aquí están unos cuchillos garantizados; fíjense en esa faja de cuero, con funda para el revólver, todo de primera clase.

—¿Trajo quinina?

—Muy buena, y píldoras para las calenturas.

—¿A cómo el hilo?

—Diez centavos la madeja.

—¿No la da en cinco?

—Llévela en nueve.

Todo lo fueron tocando, examinando, comparando, casi sin hablar. Para saber si una tela desteñía, se empapaban en saliva los dedos y la refregaban. Don Rafael, con la vara de medir, les señalaba todo, agotando los encomios para cada cosa. Nada les gustó.

—¿Me deja en veinte riales esa navaja?

—Llévela.

—¿Le doy por los botones lo que le dije?

—Tómelos.

—Pero me encima la aguja pa prenderlos.

—Cójala.

Así compraron bagatelas por dos o tres pesos. El hombre de la carabina, desanudando la punta del pañuelo, alargó una morrocota:

—Páguese de tóo, es de veinte dólares.

Y la hizo retiñir contra el acero del arma.

—¡A vé los trueques!

—¿Por qué no compran el restico?

—A esos precios no se alcanza ni con la carabina. Vaya usté al hato pa que vea cosas regaláas.

—¡Adió, pué!

Y montaron.

—Hola, socio, —voceó, regresando, el de peor estampa—; nos mandó Barrera a quitate la mercancía, y es mejó que te largues con ella. Quedás notificao: ¡lejos con ella! ¡Si no te la quitamos ahora, es po lo poquita y lo cara!

—¿Y quitarla por qué? —indagó don Rafo.

—¡Por la competencia!

—¿Crees tú, infeliz, que este anciano está solo? —prorrumpí, empuñando un cuchillo, entre los aspavientos de las mujeres.

—Mirá —repuso el hombre— por sobre yo, mi sombrero. Por grande que sea la tierra, me quema bajo los pies. Con vos no me toy metiendo. ¡Pero si querés, pa vos también hay! Espoleando el potro, me tiró a la cara los objetos comprados y galopó con sus compañeros a lo largo de la llanura.

* * *

Esa noche, como a las diez, llegó Fidel Franco a la casa. Aunque la embarcación se deslizaba sin ruido sobre el agua profunda, los gozques la sintieron y al instante cundió la alarma.

—Es Fidel, es Fidel —decía la niña Griselda, tropezando en nuestros chinchorros. Y salió al patio en camisola, envuelta desde la cabeza en un pañolón oscuro, seguida de don Rafael.

Alicia, asustada en las tinieblas, empezó a llamarme desde su cuarto:

—Arturo, ¿sentiste? ¡Ha llegado gente!

—¡Sí, no te afanes, no vengas! Es el dueño de la casa.

Cuando en franela y sin sombrero salí al aire libre, iba un grupo bajo los platanales llevando un hachón encendido. La cadena de la curiara sonó al atracar y desembarcaron dos hombres armados.

—¿Qué ha pasado por aquí? —dijo uno, abrazando secamente a la niña Griselda.

—¡Náa, náa! ¿Por qué te aparecés a semejante hora?

—¿Qué huéspedes han llegado?

—Don Rafael y dos compañeros, hombre y mujé.

Franco y don Rafo, después de un apretón amistoso, regresaron con los del grupo hacia la cocina.

—Me vine alarmadísimo porque esta noche al yegar al hato con la torada supe que Barrera había mandado una comisión. No querían prestarme cabayo, pero apenas comenzó la «juerga» me traje la curiara de ayá. ¿A qué vinieron esos forajidos?

—A quitarme el «chucho» —repuso humildemente don Rafo.

—¿Y qué pasó, Griselda?

—¡Na! Si má, hay camorra, porque el «guatecito» se les encaró «cachiblanco» en mano. ¡Un horror! ¡Nos hizo chiyá!

—Seguí pa dentro —agregó de repente la patrona, lívida, trémula, y mientras les daban el trago de café— guindá tu chinchorro en el correor, porque toy en el cuarto con la doña.

—De ningún modo: Alicia y yo nos alojaremos en la enramada —dije avanzando hacia el corrillo.

—Usté no manda aquí —replicó la niña Griselda esforzándose por sonreír—. Venga, conozca a este yanero, que es el mío.

—Servidor de usted —repuse devolviendo el abrazo.

—¡Cuente conmigo! Basta que usted sea compañero de don Rafael.

—¡Y si vieras con qué trozo de mujé se ha enyugao! ¡Coloraíta que ni un merey! ¡Y las manos que tiene pa cortá la sea, y lo modosa pa enseñá!

—Pues manden a sus nuevos criados —repetía Franco.

Era cenceño y pálido, de mediana estatura, y acaso mayor que yo. Cuadrábale el apellido al carácter y su fisonomía y sus palabras eran menos elocuentes que su corazón. Las facciones proporcionadas, el acento y el modo de dar la mano advertían que era hombre de buen origen, no salido de las pampas sino venido a ellas.

—¿Usted es oriundo de Antioquia?

—Sí, señor. Hice algunos estudios en Bogotá, ingresé luego en el ejército, me destinaron a la guarnición de Arauca y de allí deserté por un disgusto con mi capitán. Desde entonces vine con Griselda a calentar este rancho, que no dejaré por nada en la vida. —Y recalcó—: ¡Por nada en la vida!

La niña Griselda, con mohín amargo, permanecía muda. Como advirtiera que estaba en traje de alcoba, se fue con pretexto de vestirse, llevando dentro de la mano ahuecada la luz de una vela.

Y no volvió más.

Mientras tanto, la vieja Tiana hacía llamear el fogón de tres piedras sobre las cuales pendía un alambre para colgar el caldero o la «marma». Al tibio parpadear de la lumbre nos sentamos en círculo, sobre raíces de guadua o sobre calaveras de caimán que servían de banquetas. El mocetón que llegó con Franco me miraba con simpatía, sosteniendo entre las rodillas desnudas una escopeta de dos cañones. Como sus ropas estaban húmedas, desarremangóse los calzoncillos y los oreaba sobre las pantorrillas de nudosos músculos. Llamábase Antonio Correa y era hijo de Sebastiana tan cuadrado de espaldas y tan fornido de pecho, que parecía un ídolo indígena.

—Mamá —dijo rascándose la cabeza— ¿cuál jué el entrometío que yevó al hato el chisme de la mercancía?

—Eso no tié náa de malo: avisando se vende.

—Sí, pero ¿qué jué a hacé ayá la tarde que yegaron estos blancos?

—¡Yo qué sé! Lo mandaría la niña Griselda.

En esta vez fue Franco quien hizo el mohín. Después de corto silencio indagó:

—Mulata, ¿cuántas veces ha venido Barrera?

—Yo no he reparao. Yo vivo ocupáa aquí en mi cocina.

Saboreado el café y referido por don Rafo algún incidente de nuestro viaje, repreguntó Franco, obedeciendo a su obstinada preocupación:

—¿Y el Miguel y el Jesús qué han estao haciendo? ¿Buscaron los marranos en la sabana? ¿Compusieron el tranquero de los corrales? ¿Cuántas vacas ordeñan?

—Sólo dos de ternero grande. Las otras las hizo soltá la niña Griselda porque ya empieza a habé plaga y los zancúos matan las crías.

—¿Y dónde están esos flojos?

—Miguel con calentura. No se quié hace el remedio: son cinco hojitas de borraja, pero arrancás de pa arriba, porque de pa abajo proúcen vómito. Ahí le tengo el cocimiento, pero no lo traga. Y eso que ta enviajao pa las caucherías. ¡Se la pasa jugando naipes con el Jesús, y ése sí que ta perdío por irse!

—Pues que se larguen desde ahora, en la curiara del hato, y no vuelvan más. No tolero en mi posada ni chismosos ni espías. Mulata, asómate al caney y diles que desocupen: ¡que ni me deben, ni les debo!

Cuando salió Sebastiana, preguntó don Rafael por la situación del hato: ¿Era verdad que todo andaba «manga por hombro»?

—Ni sombra de lo que usted conoció. Barrera lo ha trastornado todo. Ayá no se puede vivir. Mejor que le prendieran candela.

Luego refirió que los trabajos se habían suspendido porque los vaqueros se emborrachaban y se dividían en grupos para toparse en determinados sitios de la llanada, donde, a ocultas, les vendían licor los áulicos de Barrera. Unas veces dejaban matar los caballos, entregándose estúpidamente a los toros; otras, se dejaban coger de la soga, o al «colear» sufrían golpes mortales; muchos se volvían a «juerguear» con Clarita; éstos derrengaban los rangos apostando carreras, y nadie corregía el desorden ni normalizaba la situación, porque ante el señuelo del próximo viaje a las caucherías ninguno pensaba en trabajar cuando estaba en vísperas de ser rico. De esta suerte, ya no quedaban caballos mansos sino potrones, ni había vaqueros sino enfiestados; y el viejo Zubieta, el dueño del hato, borracho y gotoso, ignorante de lo que pasaba, esparrancábase en el chinchorro a dejar que Barrera le ganara dinero a los dados, a que Clarita le diera aguardiente con la boca, a que la peonada del enganchador sacrificara hasta cinco reses por día, desechando, al desollarlas, las que no parecieran gordas.

Y para colmo, los indios guahibos de las costas del Guanapalo, que flechaban reses por centenares, asaltaron la fundación del Hatico, llevándose a las mujeres y matando a los hombres. Gracias a que el río detuvo el incendio, pero hasta no sé qué noche, se veía el lejano resplandor de la candelada.

—¿Y qué piensa usted hacer con su fundación? —pregunté.

—¡Defenderla! Con diez jinetes de vergüenza, bien encarabinados, no dejaremos indio con vida.

En ese instante volvió Sebastiana:

—Ya se fueron —dijo.

—Mamá, cuidao se yevan mi «tiple».

—Que si no manda razón alguna.

—Sí: al viejo Zubieta que no me espere. Que le sigo dirigiendo la vaquería cuando me dé mejores yaneros.

En pos de la mulata salimos al patio. La noche estaba obscura y comenzaba a lloviznar. Franco nos siguió a la sala y se tendió en la barbacoa. Afuera los que se marchaban cantaron a dúo:

Corazón no seas caballo;

aprendé a tener vergüenza;

al que te quiera, querelo,

y al que no, no le hagás fuerza.

Y la pala del remo en la onda y el repentino rebotar de la lluvia apagaron el eco de la tonada.

* * *

Pasé mala noche. Cuando menudeaba el canto de los gallos conseguí quedarme dormido. Soñé que Alicia iba sola, por una sabana lúgubre, hacia un lugar siniestro donde la esperaba un hombre, que podía ser Barrera. Agazapado en los pajonales iba espiándola yo, con la escopeta del mulato en balanza; mas cada vez que intentaba tenderla contra el seductor, se convertía entre mis manos en una serpiente helada y rígida. Desde la cerca de los corrales, don Rafo agitaba el sombrero exclamando: ¡Véngase! ¡Eso ya no tiene remedio!

Veía luego a la niña Griselda, vestida de oro, en un país extraño, encaramada en una peña de cuya base fluía un hilo blancuzco de caucho. A lo largo de él lo bebían gentes innumerables echadas de bruces. Franco, erguido sobre un promontorio de carabinas, amonestaba a los sedientos con este estribillo: «¡Infelices, detrás de estas selvas está ‘el más allá’!» y al pie de cada árbol se iba muriendo un hombre, en tanto que yo recogía sus calaveras para exportarlas en lanchones por un río silencioso y oscuro.

Volvía a ver a Alicia, desgreñada y desnuda, huyendo de mí por entre las malezas de un bosque nocturno, iluminado por luciérnagas colosales. Llevaba yo en la mano una hachuela corta, y, colgando al cinto, un recipiente de metal. Me detuve ante una araucaria de morados corimbos, parecida al árbol del caucho, y empecé a picarle la corteza, para que escurriera la goma. «¿Por qué me desangras?», suspiró una voz desfalleciente. «Yo soy tu Alicia, y me he convertido en una parásita».

Agitado y sudoroso desperté como a las nueve de la mañana. El cielo, después de la lluvia anterior, resplandecía lavado y azul. Una brisa discreta suavizaba los grandes calores.

—Blanco, aquí tá el desayuno —murmuró la mulata—. Don Rafo y los hombres montaron, y las mujeres tán bañándose.

Mientras que yo desayunaba, sentóse en el suelo y comenzó a ajustar con los dientes la cadenita de una medalla que llevaba al cuello. Resolví ponerme esta prenda, porque tá bendita, y es milagrosa. A vé si el Antonio se anima a cebarme. Por si me dejare desamparáa, le di en el café el corazón de un pajarito llamao «piapoco». Puée irse muy lejos y corré tierras; pero onde oiga cantá otro pájaro semejante, se pondrá triste y tendrá que volverse, porque la «guiña» tá en que viene la pesaúmbre a poné de presente la patria y el rancho y el queré olvida, y tras los suspiros tiée que encaminarse el suspiraor o se muere de pena. La medalla también ayúa si se le cuelga al que se va.

—¿Y Antonio pretende ir al Vichada?

—Quien sabe. Franco no quiere desarraigarse, pero la mujé tá enviajáa. Antonio hace lo que le diga el hombre.

—¿Y anoche, por qué se fueron los muchachos?

—El hombre no los aguantó má. Ta malicioso. El Jesús jué al hato la tardecita que yegaron ustées, no a yamá al Barrera, sino a decile que no arrimara porque no se podía. Esto jué tóo. Pero el hombre es avispao y los despachó.

—¿Barrera viene frecuentemente?

—Yo no sé. Si acaso habla con la Griselda es en el caño, porque ella, en achaque del anzuelito anda remolona con la curiara. Barrera es mejó que el hombre; Barrera es una oportunidá. Pero el hombre es «atravesao» y la mujé le tiée mieo dende lo acontecío en Arauca. Le soplaron que el Capitán andaba tras de ella y le madrugó: ¡con dos puñaláas tuvo!

En ese momento, interrumpiéndose el palique, avanzaban en animado trío, Alicia, la niña Griselda y un hombre elegante, de botas altas, vestido blanco y fieltro gris.

—Ahí tá don Barrera. ¿No lo quería conocé?

—Caballero —exclamó inclinándose—, doble fortuna es la mía que, impensadamente, me pone a los pies de un marido tan digno de su linda esposa.

Y sin esperar otra razón, besó en mi presencia la mano de Alicia. Estrechando luego la mía, añadió zalamero:

—Alabada sea la tierra que ha esculpido tan bellas estrofas. Regalo de mi espíritu fueron en el Brasil, y me producían suspirante nostalgia, porque es privilegio de los poetas encadenar al corazón de la patria los hijos dispersos y crearle súbditos en tierras extrañas. Fui exigente con la fortuna, pero nunca aspiré al honor de declararle a usted, personalmente, mi admiración sincera.

Aunque estaba prevenido contra ese hombre, confieso que fui sensible a la adulación y que sus palabras templaron el disgusto que me produjo su cortesanía con mi garbosa daifa.

Pidiónos perdón por entrar en la sala con botas de campo; y después de averiguar por la salud del dueño de casa, me suplicó que le aceptara una copa de whisky. Ya había advertido yo que la niña Griselda traía la botella en la mano.

Cuando Sebastiana colocó sobre la barbacoa los pocillos y el hombre se inclinó a colmarlos, observé que éste llevaba al cinto niquelado revólver y que la botella no estaba llena.

Alicia, mirándome, se resistía a tomar.

—Otra copita, señora. Ya se convenció usted de que es licor suave.

—¡Cómo! —dije ceñudo—. ¿Tú también has bebido?

—Insistió tanto el señor Barrera... Y me ha regalado este frasco de perfume —musitó, sacándolo del cestillo donde lo tenía oculto.

—Un obsequio insignificante. Perdone usted, lo traía especialmente...

—Pero no para mi mujer. ¡Quizá para la niña Griselda! ¿Acaso ya los tres se conocían?

—Absolutamente, señor Cova; la dicha me había sido adversa.

Alicia y la niña Griselda enrojecieron.

—Supe —aclaró el hombre— que ustedes estaban aquí por noticias de unos mozuelos que anoche llegaron al hato. Inmenso pesar me causó la nueva de que seis jinetes ladrones sin duda, habían pretendido expropiar en mi nombre una mercancía; y tan pronto como amaneció, me encaminé a presentar mis respetuosas protestas contra el atentado incalificable. Y ese whisky y ese perfume, ofrendas humildes de quien no tiene, fuera de su corazón, más que ofrecer, estaban destinados a corroborar la ferviente adhesión que les profeso a los dueños de casa.

—¿Oyes, Alicia? Dale ese frasco a la niña Griselda.

—¿Y luego no son también ustées dueños de este rancho? —apuntó la patrona, con voz resentida.

—Como tales los considero yo, porque dondequiera que lleguen, son, por derecho de simpatía, amos de cuanto los rodea.

A pesar de mi semblante agresivo, el hombre no se desconcertó; mas dióle al discurso giro diverso; sucedían tantas cosas en Casanare, que daba grima pensar en lo que llegaría a convertirse esa privilegiada tierra, fuerte cuna de la hospitalidad, la honradez y el trabajo. Pero con los asilados de Venezuela que la infestaban como dañina langosta, no se podía vivir. ¡Cuánto había sufrido él con los voluntarios que le pedían enganche! ¡Tantos se le presentaban explotando la condición de los desterrados políticos, y eran vulgares delincuentes, prófugos de penitenciarías! Mas era peligroso rechazarlos de plano, en previsión de algún desmán. Indudablemente a esta clase pertenecían los que pretendieron desvalijar a don Rafael. Jamás podría indemnizarlo la empresa del Vichada de tantos disgustos. Era verdad, y sería ingratitud no reconocerlo y proclamarlo, que le había hecho distinciones honrosas. Primero lo envió al Brasil, residencia de los principales accionistas, con un gran cargamento de caucho, y ellos le rogaron que aceptara la gerencia de la explotación; mas la rehusó por carecer de aptitudes. ¡Ah! ¡Si entonces hubiera adivinado que yo quería habitar el desierto! Si yo pudiese indicarle un candidato, con cuánto orgullo propondría su nombre; y si ese candidato quisiera irse con él, en la seguridad de que sería nombrado...

—Señor Barrera —interrumpí— jamás tuve noticias de que en el Vichada hubiera empresas de la magnitud de la suya.

—¡Mía, no; mía, no! Soy un modesto empleado a quien solo le pagan dos mil libras anuales, fuera de gastos.

Audazmente fijó en mí los ojos sobornadores, pasóse por el rostro un pañuelo de seda, acarició el nudo de la corbata y se despidió, encareciéndonos una y otra vez que saludáramos a los caballeros ausentes y les transmitiéramos su protesta contra el abuso de los salteadores. Sin embargo, él pensaba volver otro día a presentarla personalmente.

La niña Griselda lo acompañó hasta el caño, y allí se detuvo más tiempo del que requiere una despedida.

—¿De dónde salió este sujeto? —dije en tono brusco, encarándome con Alicia, apenas quedamos solos.

—Llegó a caballo por aquella costa y la niña Griselda lo pasó en la curiara.

—¿Tú lo conocías?

—No.

—¿Te parece interesante?

—No.

—¿Resuelves aceptar el perfume?

—No.

—¡Muy bien! ¡Muy bien!

Y rapándole el frasco del bolsillo del delantal, lo estrellé con furia en el patio, casi a los pies de la niña Griselda que regresaba.

—¡Cristiano, usté tá loco, usté tá loco!

Alicia, entre humillada y sorprendida, abrió la máquina y empezó a coser. Hubo momentos en que sólo se oía el ruido de los pedales y el charloteo del loro en la estaca.

La niña Griselda, comprendiendo que no debía abandonarnos, dijo, sonreída y astuta:

—Esos caprichos de este Barrera sí que me hacen gracia. Ora se le ha encajao la idea de conseguí unas esmeraldas y les ha puesto el ojo a las de mis «candongas». ¡De las orejas me las robaría!

—No sea que se las lleve con su cabeza —repliqué, realzando la sátira con una carcajada eficaz.

Y me fuí a los corrales, sin escuchar las alarmadas disculpas.

—¡Bien hace en no discutí conmigo, porque se la yevo ganáa!

Trepado en la «talanquera» daba desahogo a mi acritud, al rayo del sol, cuando vi flotar a lo lejos, por encima de los morichales, una nube de polvo, ondulosa y espesa. A poco, por el lado opuesto, divisé la silueta de un jinete que, desalado, cruzaba a saltos las ondas pajizas de la llanura, volteando la soga y revolviéndose presuroso. Un gran tropel hacía vibrar la pampa, y otros vaqueros atravesaron el «banco» antes que la yeguada apareciera a mi vista, de cuyo grupo desbandábase a veces alguna potranca cerril, loca de juventud, quebrándose en juguetones corcovos. Oía ya claramente los gritos de los jinetes que ordenaban abrir el tranquero; y apenas tuve tiempo de obedecerles, cuando se precipitó en el corral el «atajo», nervioso, bravío, resoplador.

Franco, don Rafael y el mulato Correa se apearon de sus trotones jadeantes que, sudando espuma, refregaban contra la cerca las cabezas estremecidas.

—Egoístas, ¿por qué no me convidaron?

—El que primero madruga comulga dos veces. Ya lo veremos enlazar en otra ocasión.

En tanto que aseguraban las puertas de los reductos liándoles gruesos travesaños, acudieron las mujeres a contemplar por entre los claros del «palo a pique», la yeguada pujante, que se revolvía en círculo, ganosa de atropellar el encierro. Alicia, que traía en la mano su tela de labor, chillaba de entusiasmo al ver la confusión de ancas lucientes, crines huracanadas, cascos sonoros. ¡Aquél para mí! ¡Éste es el más lindo! ¡Miren el otro como patea! Y de los ijares convulsos, del polvo pisoteado y de los relinchos rebeldes, ascendía un hálito de alegría, de fuerza y brutalidad.

Correa estaba feliz.

—¡Cogimos el resabiao! ¡Es aquel padrote negro, crinúo patiblanco! ¡Se le negó su día, y más vale que no hubiera nacío! ¡No he visto zambo que no le tenga mieo, pero ya dirán ustées si tumba al hijo e mi máma!

—Mulato condenao, ¿qué vas a hacé? —gruñó la vieja—. ¿Pensás que ese cabayo te ha parío?

Estimulado por nuestra presencia, le dijo a Alicia:

—Le voy a dedicá la faena. ¡Apenas almuercen, me monto!

Y como percibiera el olor de la esencia derramada en el patio, dilató las ventanillas de la nariz repitiendo:

—¡Ah!... ¡Güele a mujé, güele a mujé!

No quiso almorzar. Echóse a la boca un puñado de plátano frito, deshilachó un trozo de carne y remojó la lengua con café cerrero. Mientras tanto, entre el refunfuño de Sebastiana, montura al hombro, salió a esperarnos en el corral.

También fuimos parcos en el comer, por la exaltación de ánimo, agravada con la novedad del espectáculo próximo. Alicia, en breve rezo mental, encomendaba el mulato a Dios.

—¡Hombres! —plañía Sebastiana— no vayan a dejá que esa bestia me mate al «motoso».

Sacamos las sogas, de cuero peludo, y unas maneas cortas, llamadas «sueltas», de medio metro de longitud, en cuyos extremos se abotonaban gruesos anillos de fique trenzado.

Como el potro esquivaba los lazos, agachándose entre el tumulto, ordenó Franco dividir la yeguada, para lo cual se abrió el tranquero de la corraleja contigua. Cuando el caballo quedó solo, atrevió las manos contra la cerca, a tiempo que el mulato lo «arropó» con la soga. Grandes saltos dio el animal, agachando la maculada cerviz en torno de la horqueta del «botalón» donde humeaba la cuerda vibrante; y al extremo de ella se colgó colérico, ahorcándose en hipo angustioso, hasta caer en tierra, desfallecido, pataleador.

Franco sentósele en el ijar, y agarrándolo por las orejas le dobló sobre el dorso el gallardo cuello, mientras el mulato lo enjaquimaba después de ajustarle las sueltas y de amarrarle un rejo en la cola. De esta manera lo sometían, y en vez de cabestrearlo por la cabeza, lo tiraban del rabo, hasta que el infeliz, debatiéndose contra el suelo, quedó fuera de los corrales. Allí lo vendamos con la testera y la montura le oprimió por primera vez los lomos indómitos.

En medio de vociferante trajín soltaron las yeguas, que se adueñaron de la llanura; y el semental, puesto de frente a la planicie, temblaba receloso, enfurecido.

Al tiempo de zafarle las maneas, exclamó el jinete:

—¡Máma, a ve el escapulario!

Franco y don Rafael requirieron las cabalgaduras, mas el domador impidió que le sujetaran el potro:

—Quédense atrá, y si quiee voltearse, échenle rejo pa evitá que me coja debajo.

Luego, entre los gritos de Sebastiana, se suspendió del cuello la reliquia, santiguóse, y con gesto rápido destapó el animal.

Ni la mula cimarrona que manotea espantada si el tigre se le monta en la nuca; ni el toro salvaje que brama recorriendo el circo apenas le clavan las banderillas, ni el manatí que siente el arpón, gastan violencia igual a la de aquel potro cuando recibió el primer latigazo. Sacudióse con berrido iracundo, coceando la tierra y el aire en desaforada carrera, ante nuestros ojos despavoridos, en tanto que los amadrinadores lo perseguían, sacudiendo las ruanas. Describió grandes pistas a brincos tremendos, y tal como pudiera corcovear un centauro, subía en el viento, pegada a la silla, la figura del hombre, como torbellino, del pajonal, hasta que sólo se miró a lo lejos la nota blanca de la camisa.

Al caer la tarde regresaron. Las palmeras los saludaban con tremulantes cabeceos.

Llegó el potro quebrantado, sudoroso, molido, sordo a la fusta y a la espuela. Ya sin taparlo, le quitaron la silla, maneáronlo a golpes y quedó inmóvil y solo a la vera del llano.

Gozosos abrazamos a Correa.

—¿Qué opina de mi «patojo»? —repetía Sebastiana orgullosa.

—A él se le debe todo —apuntó Franco—. Tuvo la idea de ofrecerles la mejor fiesta de Casanare. Por casualidad encerramos las yeguas del hato y cogimos ese potro, que es mío y de ustedes. Ya vieron lo que pasó.

Al venir la noche, aquel rey de la pampa, humillado y maltrecho, despidióse de sus dominios, bajo la luna llena, con un relincho desolado.

* * *

Confieso, arrepentido, que en aquella semana cometí un desaguisado. Di en enamorar a la niña Griselda, con éxito escandaloso.

En los días que Alicia tuvo fiebres, le prodigué las más delicadas atenciones; mas ahora, consultando mi conciencia, comprendo que el regocijo de barajarme con la patrona en los cuidados de la enfermería, me importaba tanto como la enferma.

La niña Griselda pasó una vez cerca de mi chinchorro y con mano insinuante la cogí del cuadril. Cerrando el puño, hizo ademán de abofetearme, miró hacia donde Alicia dormía y me sacudió con un cosquilleo.

—Pocapena, ya sabía que eras «alebrestao».

Al inclinarse sobre mi pecho, sus zarcillos, columpiados hacia delante, le golpeaban los pómulos.

—¿Éstas son las esmeraldas que ambiciona Barrera?

—Sí, pero dejálas pa vos.

—¿Cómo podría quitarlas?

—Así, dijo, mordiéndome bruscamente la oreja. Y, ahogada en risa, me dejó solo. Luego, con el dedo en la boca, regresó para suplicarme:

—¡Que no lo vaya a sabé mi hombre! ¡Ni tu mujé!

Sin embargo, la lealtad me dominó la sangre, y con desdén hidalgo puse en fuga la tentación. Yo, que venía de regreso de todas las voluptuosidades, ¿iba a injuriar el honor de un amigo, seduciendo a su esposa, que para mí no era más que una hembra, y una hembra vulgar? Mas en el fondo de mi determinación corría una idea mentora: Alicia me trataba ya no sólo con indiferencia sino con mal disimulado desdén. Desde entonces comencé a apasionarme por ella y hasta me dio por idealizarla.

Creí haber sido miope ante la distinción de mi compañera. En verdad no es linda, mas por donde pasa los hombres sonríen. Placíame sobre todo otro encanto, el de su mirada tristona, casi despectiva, porque la desgracia le había contagiado el espíritu de una reserva dolorosa. En sus labios discretos apaciguábase la voz con un dejo de arrullo, con acentuación elocuente, a tiempo que sus grandes pestañas se tendían sobre los ojos de almendra oscura, con un guiño confirmador. El sol le había dado a su cutis un tinte levemente moreno y, aunque era carnosa, me parecía más alta, y los lunares de sus mejillas más pálidos.

Cuando la conocí, me dio la impresión de la niña apasionada y ligera. Después llevaba el nimbo de su pesadumbre digna y sombríamente, por la certeza de la futura maternidad. Un día provoqué la suprema revelación, y casi con enojo repuso:

—¿No te da pudor?

Trajeada de olanes claros, era más fresca con el sencillo descote y con el peinado negligente, en cuyos rizos parecía aletear la cinta de seda azul, anudada en forma de mariposa. Cuando se sentaba a coser, tendíame en el chinchorro frontero, aparentando no reparar en ella, pero mirándola a hurtadillas; y llenábame de impaciencia la frialdad de su trato, a tal punto, que repetidas veces la interrogué colérico:

—¿Pero no estoy hablando contigo?

Ávido de conocer la causa de su retraimiento, llegué a pensar que estuviera celosa, e intenté hacer leve alusión a la niña Griselda, con quien se mantenía en roce constante y solía llorar.

—¿Qué te dice de mí la patrona?

—Que eres inferior a Barrera.

—¡Cómo! ¿En qué sentido?

—No sé.

Esta revelación salvó definitivamente el honor de Franco, porque desde ese momento la niña Griselda me pareció detestable.

—¿Inferior porque no la persigo?

—No sé.

—¿Y si la persiguiera?

—Que responda tu corazón.

—Alicia, ¿has visto algo?

—¡Qué ingenuo eres! ¿Todas se enamoran de ti?

Me provocó en ese instante, herido en mi orgullo, desnudarme los brazos y gritarle una y otra vez: ¡Imbécil, pregunta quien me dio estos mordiscos!

Don Rafo apareció en el umbral.

* * *

Haga clic aquí para leer la siguiente parte