Literatura francesa
La adúltera más famosa de la literatura francesa
Se cumplen 160 años de la publicación de 'Madame Bovary', novela de Gustave Flaubert que ha seducido y desconcertado a generaciones de lectores en todo el mundo.
Cuando Gustave Flaubert publicó Madame Bovary el 12 de abril de 1857 no podía saber que el personaje principal del libro, Emma, una mujer de la burguesía provinciana francesa de mediados del siglo XIX, se convertiría en una fuerza más avasalladora que su autor. Un personaje tan humano que fue más allá de las intenciones de Flaubert, cobrando una suerte de existencia propia. Emma Bovary, la insatisfecha mujer, a quien un aburrimiento crónico lleva a la destrucción propia y de su familia, ha superado a la figura de Flaubert y el resto de su obra. Las múltiples adaptaciones al cine y traducciones (tan sólo en castellano cerca de 70) recalcan la inmortalidad del personaje.
Emma Bovary es una de las figuras más analizadas, controvertidas y ambiguas de la literatura. No existe un acuerdo sobre aquello que tenía Flaubert en mente cuando concibió la obra y su personaje principal. Lectores de excepción como sus contemporáneos Alejandro Dumas, Víctor Hugo y Baudelaire, y posteriores como Vladimir Nabokov, Mario Vargas Llosa o el crítico Erich Auerbach señalan la dificultad de identificar a Emma con un signo inequívoco.
Con Madame Bovary entramos de lleno en el campo de la literatura moderna. El libro fue un parteaguas y punto de no retorno en la novela europea. Escrita en un momento en el que la literatura romántica se encontraba en declive, el libro de Flaubert es la consolidación del realismo, primera forma de la novela moderna. Su postura recalcitrantemente anti-romántica fue el clavo final en el cofre mortuorio del Romanticismo (representado por Víctor Hugo) y el anuncio del camino que habría de seguir la literatura francesa en las décadas por venir.
La historia de Emma Rouault era simple, pero efectiva por su realismo. Es una trama en la que, a diferencia de casi todas las novelas, nada sobra y nada falta, y que se lee como si hubiera sido escrita ayer. Esta economía verbal, donde cada palabra ocupa un lugar justo y preciso “es menos una historia que una manera perfecta de contarla", dice el poeta y ensayista argentino Jorge Fondebrider. En Madame Bovary importan tanto los personajes como el estilo y la forma de contar la historia.
En una carta a su amigo Ernest Feydeau, Flaubert, a quien sus padres calificaban como el idiota de la familia, escribió que "los libros no se hacen como los niños, sino como las pirámides, con un diseño premeditado, y agregando grandes bloques uno encima del otro, a fuerza de cintura, de tiempo y de sudor". Pero si bien es cierto que, como las grandes estructuras Flaubert construyó su obra ladrillo a ladrillo, cimentando los elementos con el adobe de su genio, Madame Bovary más se parece a una máquina donde cada pieza encaja a la perfección, a un sistema en el que todo se acopla con esmero.
La constelación de personajes da prueba de ello: cada uno cumple su función precisa al mover la historia en un sentido: el boticario calculador, el prestamista tramposo, el esposo engañado, la hija abandonada, un coro de mujeres envidiosas, un cura anodino, un mutilado que se retuerce entre gritos de dolor, y un largo etcétera. Ese tapiz social, en el que Emma se debate y se asfixia, fue tejido por Flaubert con una fidelidad rigurosa y una ironía dramática. Todas las narraciones de los lugares y las gentes, las suntuosas descripciones de una cena o una vestimenta, tienen su peso significativo y muestran la obsesión estilística del autor por el detalle preciso.
Emma, sometida a un tedio crónico, está casada con un hombre simple y cuadriculado, Charles Bovary, un médico de la burguesía del Segundo Imperio francés. Como una versión femenina de Alonso Quijano, el Quijote, Emma escapa de su realidad en las páginas de las novelas de tintes románticos que pueblan los anaqueles de su casa, en la localidad ficticia de Yonville l’Abbaye, en la Normandía profunda. Si el personaje de Charles se revela como plano y aburrido, Emma, por el contrario se nos muestra como un torrente de emociones insatisfechas.
Su otra forma de escapismo a la aburrida cotidianidad es un consumismo alocado que finalmente la empuja al suicidio y a la destrucción de su familia. Los Bovary tienen una hija, Bertha, pero el instinto maternal de Emma es nulo. La espantosa rutina de la campiña normanda lleva a Emma a los brazos de dos amantes: un donjuán de provincias (Rodolphe), y un pasante de notario (Léon) diez años menor que ella pero contagiado de su misma enfermedad romántica, y con quien vive una de las escenas eróticas más memorables de la literatura. La personalidad caprichosa de Emma, resumida en la ingenuidad de la frase "¡Tengo un amante!", choca contra una realidad maciza que la deja sola en lo pasional y endeudada en lo económico, y es éste último aspecto el que determina su caída.
Flaubert publicó su novela cuando tenía ya 36 años y gozaba de cierto nombre en los círculos literarios de París. Decidido a abandonar el lirismo pomposo de La tentación de San Antonio, cuya escritura le había dejado insatisfecho, Flaubert quiso inspirarse en “uno de esos incidentes de los que está llena la vida burguesa”. Madame Bovary fue el resultado de un trabajo largo, metódico y cuidadoso (más de cuatro años y una letanía de borradores y correcciones). Eran los tiempos del Segundo Imperio, en el que Napoleón III imponía una férrea censura y un control de la prensa sin tregua. Se esperaba que los autores, impresores y editores sirvieran de “centinelas de la moral” y publicistas de la ideología burguesa en boga.
La novela fue inmediatamente condenada por las autoridades por su supuesta obscenidad y desde entonces el escándalo se posó como una sombra sobre ella. El adulterio de Emma le cae mal a un procurador y Flaubert termina juzgado en la Sexta Cámara Correccional por “el color lascivo” de su obra. La negativa del autor a suprimir los pasajes de contenido sexual, en los que Emma reivindica su derecho al goce, contribuyeron a su condena y, al mismo tiempo, a su éxito universal. Playboy la catalogaba recientemente como “la novela más escandalosa de todos los tiempos”.
A pesar su defensa de la libertad artística, Flaubert no era un revolucionario y no acompañó la revolución de 1848 detrás de las barricadas. Aunque luchó contra la censura, no arrojó una sola piedra contra el poder detrás de esa censura. El autor fue finalmente absuelto y su obra, no en poca medida gracias al escándalo, pronto se convirtió en un clásico y elemento fundamental del canon literario francés. La novela está dedicada a dos amigos: uno es el abogado defensor que lo salvó de una condena por inmoralidad, que muchos dieron por segura, como le había sucedido a Charles Baudelaire con Las flores del mal.
De su adúltera heroína, en una ocasión Flaubert afirmó: “Madame Bovary soy yo”, en uno de los más famosos casos de identificación de un autor con su obra en la historia de la literatura. Sin embargo, está demostrado que el autor se basó en al menos tres mujeres para su Emma Bovary: Louise Colet, Delphine Delamare y Louise Pradier. Sus vidas tuvieron en común un potente anhelo de libertad sexual. Todas ellas padecieron vidas atormentadas, fueron señaladas por la sociedad de su tiempo y tuvieron alguna cercanía con el autor normando.
Lecturas críticas de una heroína insatisfecha
La ambigüedad de Emma Bovary, al mismo tiempo culpable y víctima, ha llevado a diferentes lecturas críticas, en las que el acuerdo brilla por su ausencia. La novela reluce según el color teórico con el que se le alumbre.
Por un lado, el marxismo la abordó desde la noción de falsa conciencia, aparecida en el libro La ideología alemana, escrito por Marx y Engels en 1846. Emma, casada con un hombre de clase media burguesa no es consciente de su realidad histórica. Embebida en sus novelas románticas no puede ver la realidad material que le circunda. La lectura marxista ha mostrado a la señora Bovary como la representación más patética de esa falsa conciencia, que Marx atribuía a la burguesía y sus ideólogos liberales.
Víctima de la alienación burguesa, Emma se enajena de la realidad y adopta la ideología consumista o la conciencia dominante de su clase social. La novela de Flaubert revela para estos críticos que la condición de Emma no es única, no es resultado de una vanidad y una frivolidad innatas, sino que es sintomática de las condiciones históricas que marcaron el ascenso de la burguesía en Europa. Para estos lectores Flaubert fue “un visionario” que supo adivinar “los excesos que llevaba consigo el modelo capitalista”, y la vergonzosa realidad de la sociedad burguesa del siglo XIX, una clase llena de excesos, inseguridades e hipocresías, lo que también explicaría su notoria actualidad. También supo leer la pauperización de la vida cotidiana bajo el capitalismo, señalada por autores neomarxistas como Henri Lefebvre.
Por otra parte, desde el psicoanálisis se ha analizado la obra desde el síndrome de Emma Bovary o bovarismo. En esta óptica, el mal de la heroína flaubertiana es en realidad una pandemia que recorre la historia del siglo XIX y llega hasta nuestros días. Madame Bovary es un retrato anticipado de nosotros mismos, reflejo de una (post)modernidad en la que ‘todo lo sólido se desvanece en el aire’. El bovarismo sería el fenómeno característico de nuestro esquizoide tiempo. La insatisfacción y la sensación de vacío ante la muerte de Dios, nos convierte a todos en víctimas tardías de la patología flaubertiana.
Es una psicología íntima y avasalladora, común a todas las clases sociales y a ambos géneros, en las que el hastío y el consumismo son la moneda común. Un escapismo de una realidad que nos desagrada y un gesto crónico de insatisfacción generalizada que impulsa a la adquisición desaforada de objetos, son algunos de los síntomas de este mal.
El término del síndrome de Madame Bovary fue utilizado por primera vez en 1982 por el filósofo Jules de Gaultier, en su estudio Le Bovarysme, la psychologie dans l‘oeuvre de Flaubert. Cuando leemos las últimas líneas de Madame Bovary sabemos que cualquiera hubiera sido la batalla ganada o perdida de Emma el final sería el mismo, porque su búsqueda no es saciable. No es un marido, un objeto, un amante ni la deseada París, sino el anhelo permanente de lo que no se tiene, el deseo insaciable de ser otro. En ese sentido Emma refleja un temor universal, el horror al hastío, al vacío de la vida cotidiana. Madame Bovary es la gran novela de la insatisfacción, la historia de la sed que no se sacia, de la absoluta falta de competencia de la realidad a la hora de satisfacer los infinitos anhelos humanos.
Sin embargo, es en el campo del feminismo en el que se dan los más enconados debates y en el que Emma se muestra en toda su ambigüedad. Para los distintos feminismos Emma es representativa de la condición femenina. Pero hasta acá llega el acuerdo, pues mientras para algunas feministas Emma representa la opresión de la mujer en el capitalismo, para otras es justo lo contrario, una mujer liberada y decidida que retó los convencionalismos de la sociedad de su tiempo.
Para las primeras, Emma es el arquetipo del ‘ama de casa desesperada’, que encontramos en obras tan dispares como Ulises de James Joyce (Gerty MacDowell), The Buenos Aires Affair (Gladys), Bella de día (Séverine Serizy) y los Soprano (Carmela Soprano). Para estas lectoras feministas Emma representa la sumisión de las mujeres en la sociedad burguesa moderna, que reorientó la vida alrededor de una dicotomía sexual que respondía a la división entre lo público y lo privado. Es este último, el espacio doméstico, al que está destinada Emma. Por eso su estrategia de escape de una realidad que le oprime. Esa es la virtud de Flaubert, haber denunciado con su estilo realista las hipocresías y contradicciones de la burguesía, entre ellas las contradicciones de género.
Para otras, Emma Bovary, esa heroína pálida, fantasiosa e insatisfecha que “conservaba en las comisuras de los labios ese rictus que arruga el rostro de las solteronas”, es una suerte de feminista avant la lettre que subvierte la moral burguesa y sufre sus consecuencias. Emma osa pedirle a la vida otros horizontes vitales, sensuales, personales, que los delimitados de antemano por el provincianismo pacato y la mediocridad del ideario machista. Emma es parte de un fenómeno que recorre gran parte de la literatura francesa del siglo XIX: la mujer adúltera. Ella desea disfrutar su cuerpo con un hombre que la satisfaga de verdad, y apuesta por una sexualidad libre, espontánea, abierta, a expensas de su aburrido y rechoncho marido. Estas lectoras señalan que la modernidad de Emma consiste en su decisión de forjar su propia existencia y actuar en consecuencia, sin esperar que ningún hombre acuda en su ayuda.
Ni las heroínas de Balzac, que actúan movidas por motivos trascendentes, alcanzaron tal nivel de decisión e inmanencia. Por eso Emma es tan moderna y actual, pues sigue siendo un símbolo no de la opresión, sino de la rebeldía y de los deseos de emancipación femenina. Como afirma el crítico literario español Carlos Castán, “nunca antes había existido en la literatura una heroína así, dispuesta a luchar contra cualquier cosa (su tiempo, las reglas de la sociedad y de su clase), a ponerlo todo en juego, absolutamente todo, en pos de un objetivo tan borroso como fundamental”.
En 1963 Betty Friedan escribió La mística de la feminidad, una mirada íntima a la frustración, el hastío y la pérdida de las ilusiones experimentado por muchas amas de casa de clase media norteamericana después de la Segunda Guerra Mundial. Dicho “malestar sin nombre” es justamente lo que Friedan denomina “mística de la feminidad”. Friedan señalaba cómo la muy consumista sociedad de los años cincuenta ofrecía a las mujeres cómodos sustitutos a la realización individual, mientras seguían, como antaño, reducidas al espacio privado (doméstico) de la vida social. El consumo de mercancías y la libertad negativa de la libre elección de las mismas dentro del capitalismo tardío, sería el destino inexorable de la mujer moderna.
Emma padece de la mística femenina señalada por Friedan. Su sociedad, la de clase media provinciana, le produce una enorme insatisfacción y un profundo e insondable deseo del goce físico, carnal, sexual. Emma no desea ser sólo una esposa y una madre; ella desea mucho más.
La experiencia de la maternidad no le satisface; el sentido de su existencia se encuentra separado del de su pequeña hija. A Emma le repugnan los roles que se esperan de ella, los de esposa y madre, los únicos a los que puede aspirar en la sociedad de su tiempo. Como la heroína de las novelas que devora con asiduidad, Emma escapa, pero no a esos escenarios idílicos de tipo oriental que tanto sedujeron la mentalidad romántica. Emma recurre, en cambio, al adulterio y la fantasía, y cuando la situación se hace desesperada, al suicidio.
La historia de Emma, por tanto, se constituye en un drama local de trascendencia universal. De alguna manera, Madame Bovary somos todos. Emma Bovary ha sido y seguirá siendo un personaje intrigante, subyugante y tormentoso; una heroína trágica moderna sobre la que es difícil obtener acuerdo sobre sus defectos y virtudes.
Para los críticos y lectores no ha sido fácil ponerse de acuerdo sobre un personaje tan polisémico y lleno de contradicciones, como el de Madame Bovary, que ha sido capaz de desconcertar a muchas generaciones de lectores, de encender el debate en torno a su carácter una y otra vez. Precisamente son sus grises, sus medias tintas, su notoria ambigüedad, es por lo que el personaje sigue siendo fascinante y la novela una obra genial abierta a múltiples lecturas e interpretaciones. A pesar de su aparente frivolidad es un personaje de una verdad abismal, y de una dolorosa actualidad, que parece hablarnos a través del velo del tiempo.