LIBROS

El cine colombiano hecho libro y experiencia de realidad aumentada

Con motivo del lanzamiento de ‘Paisaje Cinematográfico Colombiano’, ARCADIA comparte el texto introductorio. Este da cuenta de la intención general de una publicación que motiva desde su ambición y su factura.

PEDRO ADRIÁN ZULUAGA
21 de febrero de 2019
Un libro, un registro, una experiencia. Foto: Burning Blue

Cine colombiano: un largo viaje hacia el otro

En el libro que tiene entre las manos se condensa, en varias decenas de imágenes, una historia de casi 120 años. Durante este tiempo, mucho más largo que la vida promedio de un ser humano, el cine ha ayudado a reconocer y explorar un país múltiple, de fronteras porosas e identidades soñadas, luchadas y a veces ficticias. Eso que llamamos Colombia no es una realidad dada de antemano: toda comunidad se imagina, se idealiza y se desea mientras se construye.

Este libro sirve para preguntarse cuál ha sido el papel del cine en la formación de un relato nacional, o de los relatos que están en disputa. La palabra, escrita o hablada, fue la creadora de los grandes mitos que nos fundaron como país, pero esta es una obra más de imágenes. Algunas impresionan por su belleza —la exuberancia de la naturaleza, lo humano en su enmarañada diversidad, la piel de las ciudades— y en otras es posible descifrar tensiones sociales —pobreza, marginación, olvido, indiferencia—. En el presente libro, el paisaje admite toda esa variedad de sentidos. En contra de una idea de naturaleza virgen, lo que aquí se ve son las interacciones, no siempre armoniosas, entre naturaleza y cultura, como dos órdenes que se modifican mutuamente.  

En esta historia, como en todas, se ha inventado un comienzo: un tren expreso, una plaza de toros, la cogida de caballos bravíos. Imágenes filmadas en Cali y comentadas en forma entusiasta por un cronista del periódico El Ferrocarril, el 16 de junio de 1899. Podríamos decir que allí empieza un viaje que, con el paso del tiempo, nos ha deparado uno que otro tesoro; imágenes entrañables que se volvieron emblemas del cine colombiano: el niño que carga ladrillos en una fábrica del sur de Bogotá, agobiado por el peso que lleva en la espalda (Chircales); un adolescente que sube las empinadas cuestas de Medellín y observa un entorno que le devuelve una mueca hostil a su búsqueda de afecto (Rodrigo D. No futuro); otra adolescente, en otra frontera, que huye sin saber que tiene en el cuerpo las huellas de la guerra (La Sirga); el viaje de un maestro del acordeón y de su obstinado alumno por un paisaje de atónita hermosura (Los viajes del viento).

No obstante, la relación del cine nacional con los temas, la gente y los paisajes colombianos ha sido ambivalente y azarosa.  Es un vínculo que parece natural, pero al que le ha correspondido atravesar capas y capas de prejuicios y de distancias para llegar a la creación de imágenes —e historias detrás de ellas— no solo bellas sino también justas. El cine se ha tenido que poner a prueba una y otra vez para, sin dejar atrás su primera vocación de explorador, llegar también a ser poeta, narrador, científico o juez, y aportar visiones nuevas y complejas del mundo que registra, que no se limiten a repetirlo.

A finales del siglo XIX, los hermanos Lumière, empresarios e inventores del cine, enviaron a varios emisarios con el mandato de “abrir sus objetivos sobre el mundo”. El cine, siguiendo ese impulso pionero de viajero y explorador, actuó desde sus inicios como notario de aquello que parecía propenso a desaparecer o transformarse, para fijarlo en un soporte material y oponerse a su desgaste y fugacidad natural. Los herederos de los L  umiére —los cineastas— abrieron sus objetivos sobre Colombia de maneras imprevistas, pero no exentas de una intrincada relación con nuestra historia y nuestro devenir. Este es un viaje de más de un siglo, un fascinante trayecto de encuentros y desencuentros.

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Cine e identidad(es) nacional(es)

Ya en el primer cine nacional, el que consolidó unas formas narrativas (el de la década de los veinte), era visible que Colombia, más que en un imaginario de país cohesionado, se reconocía en particularismos y diferencias. Uno de los largometrajes emblemáticos de la época se llamó Bajo el cielo antioqueño, película que, en medio de la madeja del amor imposible entre dos jóvenes, reivindicaba un carácter regional autosuficiente, desvinculado de una idea de nación. Otro largometraje llevó por título Alma provinciana, y en su narrativa quería salir a flote la tensión entre la bucólica vida en el campo y la incierta experiencia de la ciudad. Una y otra vez, con nuevos acentos, estas contradicciones van a reaparecer en el cine colombiano: centro y periferia, campo y ciudad, civilización y barbarie.

El cine silente careció de medios técnicos y económicos para hacer los grandes viajes de exploración que sí hizo la literatura de la época mediante novelas como La vorágine, de José Eustasio Rivera, en la que se expuso una selva lastimada por despojos y violencias, o Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, por la cual La Guajira quedó integrada a la tradición literaria central del país. En ambos casos, se trató de viajes desde el centro de la nación y sus ciudades letradas hacia los márgenes; recorridos que fijaron esas ambiguas y mal definidas fronteras —a pesar de los mapas— en el imaginario nacional, con toda la ambigüedad que ese gesto conlleva.

Los ideales de homogeneidad y armonía social que pretendieron fundar una comunidad nacional idealizada fueron sobrepasados de pronto por aquello que no era fácil de integrar pero que tampoco se podía negar. En el registro más antiguo que se conserva del cine nacional (pues las imágenes del tren expreso, la plaza de toros y la cogida de caballos bravíos se perdieron y solo hemos sabido de ellas —como de tantas otras imágenes— por lo que notificó la prensa de la época), conocido como Procesión de Corpus en Bogotá (1915), un perro gozque atraviesa, seguramente por azar, la rígida puesta en escena de una sucesión de desfiles religiosos y paradas militares. En la ya mencionada Bajo el cielo antiqueño, en la moderna Medellín que la película quiere exaltar, la gente común anda descalza en la calle y un niño negro es atropellado con su carro por el indolente Álvaro, quien para resarcirse lo toma a su servicio. Así entra “lo otro” a nuestras primeras historias en imágenes, de manera casual e inadvertida, sin querer queriendo. Porque una imagen es también lo que omite o excluye, lo que está fuera de cuadro y la completa, o lo que invade ese cuadro por alguno de sus bordes.

Los cambios tecnológicos en el cine, entre ellos la aparición de equipos de filmación portátiles o menos aparatosos que los formatos clásicos y estandarizados, contribuyeron a ampliar su radio de acción. Los viajes de etnógrafos y antropólogos, que no pocas veces fueron también fotógrafos o cineastas aficionados, fueron un paso en el reconocimiento de la diferencia racial, lingüística y cultural: éramos menos blancos de lo que habíamos imaginado. El español como lengua madre y la religión católica como sistema homogéneo de creencias de repente, se supo, no nos pertenecían a todos. El país se dejó de imaginar y se comenzó a conocer; se abrieron paso herramientas como el trabajo de campo y la observación directa. Así, apareció un otro complejo, irreductible, que demandaba una maduración de la mirada.

El cine intentará superar el registro mecánico y la normalización de la diferencia afinando herramientas técnicas y conceptuales para acercarse a las poblaciones indígenas y afrocolombianas empobrecidas, a los enormes movimientos de población del campo a la ciudad por causas económicas o por la violencia. La niñez abandonada, la miseria y la explotación económica fueron reconocidas por el cine documental y de ficción, con particular fuerza desde los años sesenta. Ese viraje es que el que hace posible la empatía que produce el niño chircalero de la película de Marta Rodríguez y Jorge Silva (Chircales) o las pandillas de niños de la calle en el largometraje de Ciro Durán (Gamín).

Traer las periferias al centro, oponer lo marginal a lo oficial, se volvió una declaración de combate de parte del cine. Las películas que se dejaron de pensar desde el centro, y que reivindicaron el musgo de la provincia y los modos de ser regionales, han tenido su clímax en dos fases del cine colombiano que coinciden con sendos momentos de un fuerte compromiso estatal: la década de los ochenta, marcada por la existencia —no carente de polémica— de la Compañía de Fomento Cinematográfico (Focine), y los tiempos recientes, cuyo cine crece por el estímulo principal de la Ley de Cine 814 de 2003.

Pese a ser estructuras de apoyo centralistas —o al menos asentadas en Bogotá—, tanto en el periodo de Focine (1978-1993) como en el actual escenario, los focos de producción regional —que habían tenido un brote en los años veinte— se vuelven a incentivar. No solo hay más recursos, sino también voluntad y vehemencia para reconocer ese otro país que no hemos visto o que se ha mirado insuficientemente, recortado por la urgencia periodística o la visión exotista. Un país amplio y diverso, que no se siente representado en su tantas veces indolente capital y en las narrativas que de ella emergen, con su costumbre de engullir todo en el estereotipo.

En la década de los ochenta, la conciencia de un cine regional se consolidó en Antioquia, en el Caribe, en Cali. “Es una búsqueda estética la que nos saca de Bogotá a buscar nuestras historias, nuestros recuerdos, nuestras nostalgias, nuestras leyendas”, escribió Carlos Mayolo en 1983, antes de ir él mismo hacia los vampiros y fantasmas de la hacienda azucarera en Carne de tu carne, o hacia esas mansiones de las que no se puede salir bajo el efecto de un embrujo gótico, como la de La mansión de Araucaíma. En el cine de los años ochenta y noventa van a convivir el pequeño pueblo evocado nostálgicamente, como en El escarabajo y Visa USA, de Lisandro Duque, con la gran ciudad contemporánea, rota y anómala, como la Cali de Pura sangre, de Luis Ospina, o la Medellín de las películas de Víctor Gaviria: ciudades vampiro que chupan la sangre de sus habitantes o los condenan a arrojarse desde el último piso de un edificio, como hace el personaje de Rodrigo D.

Se empiezan, pues, a mirar con intensidad y concentración otro tipo de fronteras y márgenes. No solo el país central ha crecido de espaldas a sus periferias geográficas, pues las ciudades mismas reproducen esos esquemas y formas de hacer invisible la otredad, de confinarla a un gueto: son entidades incapaces de incorporar en sus relatos y promesas aquella heterogeneidad que las constituye. El cine del Grupo de Cali ya había sido pionero de este gesto de acercamiento a los bordes de la ciudad. Los primeros cortometrajes y documentales de Luis Ospina, Carlos Mayolo y Andrés Caicedo son casos ejemplares. Con humor e irreverencia buscan el contacto con las culturas populares, sin idealizarlas y sin ahorrarle al espectador su lado monstruoso: los excluidos tienen cuerpo, dientes, culo, y pueden comerse a quienes los excluyen, como se ve en Asunción, Agarrando pueblo o Pura sangre. ¡Caníbales por Cali van! Ese viaje del norte hacia el sur que experimenta la protagonista de ¡Que viva la música!, la novela más conocida de Caicedo, resume el recorrido mental de estos cineastas y escritores desde su propia comodidad hacia esas realidades de exclusión.

Las ficciones de los nuevos tiempos siguen explorando ese difícil contacto que ocurre en la aparente tierra de nadie de las grandes ciudades, lugares estos últimos donde se negocian y se recomponen las identidades, espacios de tránsito o resistencia. En ficciones y documentales como La Playa D.C., de Juan Andrés Arango, y Noche herida, de Nicolás Rincón Gille, se expone el tupido mundo simbólico de sus personajes, reducidos por la cultura oficial a ser una sola cosa (desplazados, víctimas) pero que, por el contrario, en ambos trabajos aparecen como sujetos de múltiples dimensiones.

Los dos primeros largometrajes de Víctor Gaviria, al igual que la mayor parte del cine de los años noventa, ya tenían esa impronta urbana. Estamos, pues, ante tradiciones que retornan cargadas de nuevos bríos. La metáfora de la selva y sus relaciones de supervivencia y depredación se trasladó a la gran ciudad en filmes como el ya mencionado Rodrigo D. o La vendedora de rosas, o en La gente de La Universal, de Felipe Aljure. El cine seguía haciendo antropología de la ciudad y sus mutaciones, como ya lo había hecho el Grupo de Cali desde la década de los setenta. El trabajo de Gaviria tiene una poderosa capacidad de revelar un mundo de insólita violencia y, a la vez, de descarnada ternura; su paciente trabajo de investigación les da un relato y una cultura a unos sujetos sociales cubiertos por la indiferencia, descubre en ellos sus búsquedas afectivas, su particular sistema de valores, su necesidad de centro y sentido. El cine no solo ilustra o refleja las realidades existentes; cambia también la mirada sobre el mundo, así no logre cambiar el mundo.

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Las múltiples direcciones

Pero el cine, cómo no, también puede transformar. Un documental de extraordinaria belleza como Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1978-1982), de Marta Rodríguez y Jorge Silva, ofrece un camino de aproximación a los mitos, la cosmogonía, el pensamiento mágico y el accionar político de los indígenas del Cauca, a la vez que es testigo activo de su proceso de autorreconocimiento. Con el tiempo, la propia Marta Rodríguez fue pionera de procesos de transferencia de conocimientos técnicos y narrativos a los indígenas, que les permitió a estos pasar de ser representados por “el blanco”, a autorrepresentarse.

Los viajes hacia el otro que caracterizarán al cine colombiano de las últimas décadas, prefigurados en Nuestra voz… y en otros trabajos, se producen en múltiples direcciones y describen una hermosa parábola de afirmación de lo complejo que somos como país. La emergencia en el cine de ese otro indígena, afro o campesino tuvo que pasar por actitudes como el paternalismo o la sospecha, hasta llegar a ser un instrumento al servicio de reconocer una diferencia al ver en ella la riqueza, aquello distinto que, en vez de amenazarnos, nos completa. Si ese gesto ético obstinado pasa del arte a la vida social y al ejercicio concreto de la política, este viaje nos habrá deparado un tesoro más.

La última estación de este recorrido tiene como punto de partida la aprobación de la Ley de Cine 814 de 2003. Una consecuencia inmediata de esta legislación es un renovado interés (más voluntarioso o inconsciente que como respuesta a un programa) por geografías periféricas, más allá de los márgenes de las ciudades. Quizá se deba a que existe la posibilidad (económica) de mover equipos de rodaje a zonas antes inaccesibles, pero no solamente a eso. Un cineasta paradigmático de estas búsquedas es Ciro Guerra, desde Los viajes del viento hasta El abrazo de la serpiente y Pájaros de verano (codirigida con Cristina Gallego). Una cierta tendencia del cine colombiano contemporáneo incorpora un doble gesto: modernización del lenguaje cinematográfico en un fecundo diálogo con lo más innovador del cine internacional, y una localización de los temas y personajes. Aquí hay una coincidencia con los modos de proceder de otros cines contemporáneos periféricos o del sur que reencuentran el relato tradicional y la oralidad.

Filmes como El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia; La Sirga, de William Vega; La tierra y la sombra, de César Acevedo, y Violencia, de Jorge Forero, están atravesados por esto, que más que una paradoja, es el retorno de unas formas de moverse entre el adentro y el afuera, entre la tradición propia y una cinefilia que desborda la frontera territorial. Esto ya era una forma de operar, por ejemplo, de los escritores del boom latinoamericano; los cineastas actualizan esa estrategia: ser intensamente colombianos —o caleños, o paisas, o costeños—, sin dejar de ser libres para entender un mundo más grande que su aldea.

Gracias a esa flexibilidad, historias y personajes del Pacífico litoral e interior, andino o selvático, han tenido una entidad y un relato. La ficción y el documental están revisitando regiones como la Amazonia, el Caribe, la zona central del país y los Llanos. Más que un descubrimiento —pues ese mundo siempre ha estado ahí—, se trata de una segunda vida (la que ofrecen las películas) con un amplio potencial de significado, porque el cine no presenta, representa. No simplemente registra sino que otorga sentido. No les da voz a los que siempre han tenido voz, sino que utiliza un medio para amplificarla. Y a veces llega a transferir ese medio, una tecnología, para que esta voz se escuche más fuerte.

Gracias a esta transferencia de medios, que empezó con los talleres de Marta Rodríguez a principios de los años noventa y que se irrigó en varias direcciones, muchas comunidades están haciendo sus propias imágenes y contando sus historias, sin la mediación del productor cultural venido del centro. Prolifera, en otro costado, un cine en primera persona, en el que la etnografía se vuelve un ejercicio de observación del entorno más íntimo y familiar, como ocurre en Amazona, de Clare Weiskopf y Nicolás van Hemelryck. Yo y el otro, el otro y yo. Tan lejos y tan cerca.

El cine colombiano ha tenido, en sus más de cien años de existencia, una extraordinaria transformación: ha sido una quijotesca aventura de maduración de la mirada. Los ojos detrás de las cámaras no han escondido la indignación, la ternura, la solidaridad o la empatía; se ha puesto el acento en lo inmenso, tanto como se ha fijado la atención en lo pequeño. Todas estas miradas constituyen un banco de imágenes en el que es posible reconocernos, echar en falta, completarnos, porque una imagen —y un sonido— conservados y robados del flujo del tiempo son la huella, el indicio de que alguien estuvo ahí. Tal vez por eso se asoció el descubrimiento del cine a un triunfo frente a la muerte; una forma, como diría Bazin, de escapar a “la inexorabilidad del tiempo”.