Arcadia Traduce

Poemas de la Primera Guerra Mundial

En noviembre de este año se cumplió el centenario de la Primera Guerra Mundial. En ARCADIA Traduce, recogimos poemas de escritores de los principales países en conflicto para entender cómo desde el quehacer poético se intentó dar sentido al dolor de la historia.

Felipe Botero
3 de diciembre de 2018
El 11 de noviembre de 1918, hace cien años, se firmó el Armisticio con Alemania que formalmente dio fin a la Primera Guerra Mundial.

El 11 de noviembre de 1918, hace cien años, se firmó el Armisticio con Alemania que formalmente dio fin a la Primera Guerra Mundial. Aunque en retrospectiva esta guerra no fue en verdad “mundial”, puesto que no todos los países del mundo participaron en ella y semejante rótulo parece parte de la versión eurocentrista de la historia con la que nos hemos criado, lo cierto es que sí fue un conflicto a escala industrial que multiplicó los números de movilizados, víctimas, muertos, países a tal punto que quizás merece la grandilocuencia del nombre que se le concedió en su momento: la Gran Guerra. Y quizás también con el que se le conoce hoy en día, aunque el hecho de que hayamos que tenido que agregar el “Primera” después de que haya habido una “Segunda Guerra Mundial”, que en efecto duplicó en horrores a la “Primera”, dice mucho acerca de nuestra especie humana o, al menos, de la tradición a la que pertenecemos por nuestra lengua y nuestra historia.

Quizás la descripción más sucinta y concreta de esa guerra y su expresión en las artes se encuentre en las palabras con la que el escritor estadounidense Dana Gioia introduce la poesía de su compatriota John Allan Wyeth, de quien traduciremos un fragmento de su largo poema épico, El ejército de este hombre, para esta edición de ARCADIA Traduce:

La Primera Guerra Mundial marca un quiebre decisivo en la literatura occidental. La escala sin precedentes de la violencia que estalló a lo largo de Europa, el rol que tuvieron la ciencia y la tecnología en la aceleración de la destrucción y la incapacidad de los gobiernos occidentales de evitar o incluso minimizar el conflicto destrozó las nociones tradicionales de progreso y civilización. Aunque el movimiento modernista surgió antes de la Gran Guerra, fue en el amargo escenario que se abrió después de ella que se convirtió en el impulso artístico central de nuestra era. Asimismo, la Primera Guerra Mundial transformó la idea de la poesía bélica al llevarla de fragmentos de batalla y odas patrióticas a los sórdidos testimonios realistas de quienes vivieron la mecanizada guerra moderna.  

Siguiendo el patrón cuasiglobal de ese conflicto, en esta sección intentaremos traducir un poema de al menos uno de los integrantes de los principales países en conflicto. Por supuesto, esto implica en algunos casos traducciones indirectas, puesto que no sé leer ni ruso ni alemán ni turco, por lo que esos poemas los traduciré a partir de su versión en inglés. Cada uno de los poemas irá acompañado de una pequeña nota biográfica que detalla brevemente la participación de su autor en la guerra.

Julio de 1914” de Anna Ajmátova

Huele a quemado. Durante cuatro semanas ya
Ha estado ardiendo el pozo seco de la huerta.
Los pájaros ni siquiera han cantado hoy
Y el álamo ha dejado de crujir y silbar.

El sol se ha tornado malestar divino.
La lluvia no ha rociado los campos desde Semana Santa.
Un forastero con una sola pierna arribó
y solo en el patio declamó:

“Tiempos de terror se acercan. Pronto
Frescas tumbas abundarán en todo lado.
Habrá hambre, terremotos, muerte por doquier,
Y un eclipse de sol y de luna.

Pero el enemigo no dividirá
Nuestra tierra a voluntad, sólo para él:
La Madre de Dios desplegará su blanco manto
Sobre toda esta enorme congoja.”


Anna Ajmátova nació en 1889 y antes de la Primera Guerra Mundial era conocida sobre todo por sus poemas de amor y su devoción a la Iglesia ortodoxa y a la cultura tradicional rusa. Ajmátova creía en el carácter profético de la poesía y en estas líneas, escritas en 1914, encontramos la creencia de que la guerra que se acababa de desencadenar era una muestra del enfado de Dios, que culminaría con la intercesión de la Virgen a favor de la humanidad. Sin embargo, en los poemas posteriores su esperanza mutará rápidamente a desespero y duelo a medida que la guerra y la Revolución Rusa acabaron con su círculo de amigos y amantes intelectuales, entre quienes se contaban los poetas Boris Pasternak y Alexander Blok. A pesar de que consideró partir al exilio como muchos de sus conocidos (vacilaciones registradas en su poema “Escrito en angustia suicida”), permaneció en Rusia hasta su muerte en 1966. Gran parte de su familia y sus amigos fueron perseguidos, encarcelados o fusilados por el régimen estalinista (o cometieron suicidio al ser condenados al destierro Siberia, tal como sucedió con su célebre amiga Marina Tsvetaeva) y su obra poética fue censurada y vigilada de cerca por la policía secreta de la Unión Soviética hasta que en sus últimos años alcanzó reconocimiento en su país y en el extranjero, por lo cual le fue permitido viajar y publicar de nuevo.

Este poema lo traduje al español a partir de la versión aparecida en el artículo “Anna Akhmatova: The Stalin Years” de Roberta Reeder, quien lo tradujo al inglés.

“Plegaria antes de la batalla” de Alfred Lichtenstein

Las tropas cantan fervorosamente, cada uno pensando para sus adentros:
Dios mío, protégeme de desgracias,
Padre, Hijo y Espíritu Santo,
No dejes que las bombas me caigan encima,
No dejes a esos hijueputas de nuestros enemigos
Atraparme o dispararme,
No me dejes estirar la pata como un pobre perro
Por nuestra querida Patria.

Mira, me gustaría seguir viviendo,
Ordeñando vacas, follando mujeres
Y dándole en la jeta a ese asqueroso José.
Emborracharme por los menos unas cuantas veces más
Antes de morir como un buen cristiano.
Mira, rezaré mucho y de buena gana,
Por lo menos siete rosarios al día
Si tú, Dios, en tu misericordia,
Matas a mi amigo Humberto
O a Mario, pero no a mí.

Pero si he de caer,
No dejes que me den muy fuerte.
Mándame de regreso con tan sólo una pequeña herida en la pierna,
O un brazo ligeramente roto,
Así puedo volver a casa como un héroe
Que tiene muchos cuentos que contar.


Como Ajmátova, el poeta alemán Alfred Lichtenstein nació en 1889 pero, a diferencia de ella, no alcanzó a ver el final de la guerra. De hecho, murió muy joven, a los 25 años, en 1914, apenas empezada la guerra, al caer cerca de Somme, donde dos años después se daría uno de los peores enfrentamientos del conflicto, en el que lucharon tres millones de hombres y alrededor de un millón perecieron en las trincheras.

Este poema lo traduje al español a partir de la versión en inglés de Patrick Bridgwater.

“Dulce et Decorum Est” de Wilfred Owen

Doblados a la mitad, como viejos vagabundos bajo harapos,
Las rodillas juntas, tosiendo como ancianas, nos arrastramos maldiciendo por el fango
Hasta que al llegar a los tormentosos destellos de las bengalas nos volteamos
Y empezamos a remolcar nuestros cuerpos hacia el distante descanso.
Marchábamos dormidos. Muchos habían perdido sus botas
Y cojeaban sobre sus restos sangrientos. Todos a medio paso; todos ciegos;
Embriagados de fatiga; sordos hasta a las vivas
De las decepcionadas bombas que caían a nuestras espaldas.

¡Gas! ¡GAS! ¡Rápido muchachos! – Un éxtasis de ajetreo,
Ajustándose torpemente los cascos justo a tiempo
Pero alguien seguía gritando todavía y se tambaleaba
Naufragando como un hombre en llamas o a carne viva –
Tenuemente, a través de la máscara empañada y la espesa niebla verdosa,
Como en un mar verde, lo vi ahogándose.

En todas mis pesadillas, ante mi vista impotente,
Se abalanza hacia mí, sus pulmones como brasas, sus pulmones como alcantarillas, luchando por respirar.

Si en algún asfixiante sueño tú también pudieras marchar
Tras la carretilla en la que lo arrojamos,
Y pudieras ver sus blancos ojos tiritando,
Su rostro colgando como un demonio vomitando pecados,
Si pudieras oír, a cada sacudida, la sangre
Regurgitando desde sus pulmones calcinados,
Obscena como el cáncer, amarga como el sabor
De la bilis, incurables llagas en inocentes gargantas -
Amigo mío, no serías capaz de decir con tanto fervor
A los niños sedientos de desesperada gloria
Esa vieja Mentira: Dulce et decorum est [Dulce y decoroso es
Pro patria mori [morir por la patria].


Wilfred Owen es quizás el poeta británico de la Primera Guerra Mundial más reconocido junto a Siegfried Sassoon, su mentor, con quien lideró la difusión de poesía anti-belicista para diferenciarse de los versos patrióticos y “heroicos” de poetas solemnes como Rupert Brooke o John McCrae. Nació en 1893 y en 1915, a los 22 años, fue reclutado por el ejército inglés. Vivió intensamente la guerra de trincheras, pues cayó en un cráter dejado por una bomba y allí sufrió una contusión, luego fue afectado el estallido de un mortero a su lado y pasó varios días inconsciente tirado en el campo de batalla, en tierra de nadie. Tras ser diagnosticado con trastorno de estrés post-traumático, fue enviado a un hospital en Edimburgo, donde conoció a Sassoon, con quien entabló una estrecha amistad que pudo haber sido una relación amorosa también, pues ambos eran homosexuales (aunque serlo era un delito penal en Inglaterra en ese momento). Si bien no estaba obligado a volver al frente, después de que Sassoon fuera herido en combate en 1918, Owen consideró que era su deber volver a las trincheras para seguir relatando los horrores de la guerra desde el punto de vista de los soldados. Una semana antes del Armisticio murió en combate, mientras intentaba cruzar el canal Sambre-Oise en el norte de Francia.

“Hospital militar” de Wilhelm Klemm

Briznas de paja crujiendo por doquier.
Los pedazos de vela se erigen solemnes y nos observan.
A través de la bóveda nocturna de la iglesia
Flotan gemidos, palabras ahogadas a medias.

Hay un hedor a sangre, pus, mierda y sudor.
Los vendajes supuran bajo uniformes raídos.
Manos trémulas tiemblan y los rostros se contraen.
Los cuerpos se mantienen erectos mientras las cabezas agonizan de lado hacia abajo.

A lo lejos la batalla truena siniestra
Día y noche, gruñendo y rugiendo sin cesar,
Y para quienes mueren aguardando pacientemente a que caven sus tumbas
Suena en sus oídos como si retumbara por todo el mundo, la palabra divina.

Wilhelm Klemm fue un poeta vanguardista nacido en Leipzig, Alemania, en 1881, que estudió para ser médico y ejerció ese oficio a partir de 1909, a los 29 años. Durante la guerra se desempeñó como médico de un campamento militar en Flandes (Bélgica) y publicó varios libros de poemas en los que plasmó realísticamente su experiencia allí. Sobrevivió al conflicto y a partir de la década de los veintes dejó su carrera como médico de lado para dirigir una casa editorial, Kröner Verlag, de la que posteriormente fue expulsado por los nazis, presumiblemente por haber publicado escritos del joven Marx a comienzos de los años 30.  Sus dos hijos murieron en la Segunda Guerra Mundial, en 1943. Él falleció en 1968.

Este poema lo traduje al español a partir de la versión en inglés de Patrick Bridgwater.

“Noche de abril 1915” de Guillaume Apollinaire

 A L. de C.-C


El cielo está estrellado por los obuses de los alemanes
El bosque maravilloso en el que vivo está ofreciendo un baile
La metralleta toca un son a tres pasos
Pero cuentan ustedes con la palabra
                                                                ¡Y sí! La palabra fatal
¡A las trincheras, a las trincheras! Dejen las picotas acá

Como un astro perdido en búsqueda de estaciones
Un corazón de obús estalla y tú silbabas una romanza
Y tus mil soles han vaciado los cañones
Que los dioses de mis ojos llenaron silenciosamente

Ah vida, nosotros te amamos y te abrumamos

Los obuses maúllan un amor de muerte
Los amores que mueren son más dulces que otros amores
Tu aliento nada en el río donde se consume la sangre

Maullaban los obuses
                                       Escucha cantar los nuestros
Amor púrpura honrado por quienes van a perecer

La primavera toda húmeda ataca la farola

Llueve sobre mi alma pero llueven ojos muertos

Ulises cuenta los días para regresar a Ítaca

Acuéstate sobre la paja y sueña un hermoso remordimiento
Que por medio del arte se torne afrodisíaco

Pero
         órganos musicales
                                           de las briznas de paja donde duermes

 El himno del futuro es paradisíaco

Apollinaire fue un poeta francés de origen polaco nacido en Roma en 1880, quizás uno de los intelectuales más célebres e importantes del comienzo del siglo XX. Fundador y editor de varias revistas de arte y literatura, amigo personal de artistas como Picasso, Derain, el aduanero Rousseau y Vlaminck y amante de la pintora Marie Laurencin, Apollinaire promovió el cubismo y el orfismo y a él se le atribuye el origen del término “surrealismo”.

Apollinaire intentó enlistarse en el ejército francés en 1914 pero fue rechazado, pues aún no tenía nacionalidad francesa. En marzo de 1915, justo después de terminar su relación amorosa con la condesa Louise de Coligny-Châtillon, a quien está dedicado el poema, parte finalmente hacia el frente, donde un año después será herido en la cabeza por la explosión de un obús. En 1918, al terminar la guerra, publica el libro Caligramas, Poemas de paz y de guerra 1913-1916, en el que juega con la presentación gráfica de los poemas, experimento que denomina justamente “caligramas”. Ese mismo año, dos días antes del Armisticio, muere al contraer la “gripa española”, enfermedad que mató a más de 75 millones de personas (entre el 2,5 y el 5% de la población mundial) al volverse una epidemia al final de la guerra, entre 1918 y 1919.

“En el Frente Oriental” de Georg Trakl

La cólera de la gente es oscura
Como las notas de un salvaje órgano en una tormenta de invierno,
La púrpura ola de la contienda, un desnudo
Bosque de estrellas.

Con cejas rotas, brazos de plata
La noche invita a los agonizantes soldado a su casa.
A la sombra de cenizas otoñales
Suspiran las almas de los caídos en combate.

Una espinosa intemperie envuelve la ciudad.
Bajando sangrientos peldaños la luna
Da caza a mujeres aterradas.
Salvajes lobos se han abierto paso a través de las puertas.

Trakl, nacido en 1887, fue un poeta farmaceuta austriaco, famoso por el hermetismo de su obra, su afición al vino y los narcóticos y su intensa relación con su hermana Gretl, una pianista presente con frecuencia en sus poemas. A comienzos de 1914 Wittgenstein, que afirmaba no entender sus poemas y aún así apreciarlos, le transfirió una suma considerable de dinero, como hizo con varios otros artistas e intelectuales antes de partir él mismo a la guerra.

 “Grodek” de Georg Trakl

En la noche resuenan los bosques otoñales
Con letal artillería, y las doradas planicies,
Los lagos azules permanecen quietos mientras el sol
Rueda oscuramente arriba; la noche envuelve
A los agonizantes soldados, el salvaje lamento
De sus bocas rotas.
Allí, en silencio, sobre los pastizales
Se amasan rojas nubes que habita un dios enfurecido,
La sangre vertida con frialdad lunar;
Todos los caminos desembocan en negra carroña.  
Bajo el dorado follaje de la noche y las estrellas
Se mecen sombras hermanas a través de una silenciosa floresta,
Saludando las almas heroicas, cabezas ensangrentadas;
Y suave suenan al unísono las oscuras flautas de otoño.
¡Oh, soberbia tristeza! Altares de plata,
Hoy la ardiente llama del alma alimenta una pena inmensa,
Los nietos aún no nacidos.

En agosto de 1914 Trakl fue reclutado como farmaceuta asistente en el ejército austriaco y fue enviado al Frente Oriental, en Ucrania, donde Alemania se enfrentaba al ejército ruso. Allí le tocó atender a los casi 100 heridos de la batalla de Grodek, sin medicamentos para aliviar su dolor, por lo cual poco después tuvo una crisis nerviosa que lo llevó a intentar suicidarse. Como los soldados que estaban con él se lo impidieron, en octubre fue internado en el hospital mental de Cracovia, en Polonia, donde escribió este poema, el último de su carrera. El 3 de noviembre se suicidó con una sobredosis de cocaína, a pocos días de la cita que habían agendado con Wittgenstein, quien también estaba luchando en el Frente Oriental, para conocerse.

Traduje ambos poemas de Trakl con base a la edición bilingüe (alemán – inglés) a cargo de Christopher Middleton, quien los tradujo al inglés.

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“Vigilia” de Giuseppe Ungaretti

Una noche entera
acostado al lado
de un compañero
masacrado
con su boca
desdentada
vuelta al plenilunio
con la congestión
de sus manos
penetrando
en mi silencio
escribí
cartas llenas de amor

Jamás me he sentido
tan
aferrado a la vida

Giuseppe Ungaretti nació y se crio en Alejandría, Egipto, en la última década del siglo XIX. Aunque era de padres italianos, conoció por primera vez Italia tan sólo en 1912, de camino a Francia, donde se radicaría para estudiar Filosofía y Literatura en la Sorbona y el Collège de France. En 1915, cuando Italia entró a la guerra, Ungaretti se ofreció como voluntario para combatir en las filas del país de sus padres. Sobrevivió a la guerra y tuvo una vida intensamente activa y nómada como profesor, como periodista y como escritor. Se adhirió al movimiento intelectual pro-fascista italiano en 1925 y, aunque no luchó en la Segunda Guerra Mundial, fue despedido de la universidad en la que enseñaba cuando cayó Mussolini, en 1944. Aún así, en 1947 fue reintegrado a la cátedra, en 1954 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura y en 1970 murió reconocido como uno de los poetas italianos más importantes del siglo XX. 

“Sobre vivir” de Nazim Hikmet

I


Vivir no es cosa fácil:
            se debe vivir con gran seriedad
                    como una ardilla, por ejemplo –
   Digo, vivir sin buscar algo más allá o por encima de la vida,
            Digo, vivir debe ser una ocupación completa.
Vivir no es cosa fácil:
            debes vivir seriamente,
            tanto y a tal grado que,
    por ejemplo, tus manos atadas a tus espaldas,
                    de espaldas a la pared,
 o quizás en un laboratorio,
            con la bata blanca y las gafas de seguridad,
            puedas morir por la gente –
 incluso por gente cuyos rostros jamás has visto,
incluso aunque sepas que vivir
           es lo más real, lo más precioso que existe.
Quiero decir, debes vivir tan seriamente
 que incluso a los setenta, por ejemplo, plantarás olivos –
 y ni siquiera para tus hijos,
 sino simplemente porque, aunque le temes a la muerte, no crees en ella,
 porque vivir, quiero decir, pesa más que morir.

II

Digamos que estamos gravemente enfermos y necesitamos cirugía –
es decir, que puede que no podamos volver a levantarnos
                                             de esa mesa blanca.

Aunque es imposible no sentirse tristes,
                                             por partir tan rápido,
seguiremos riendo con los chistes que nos cuenten,
seguiremos mirando por la ventana para ver si sigue lloviendo,
o seguiremos esperando ansiosamente
                         a lo que dice el noticiero más reciente…
O digamos que estamos en el frente –
          peleando por algo por lo que valga la pena estar peleando.
Allá, en ese mismísimo día, en la primera ofensiva,
          puede que caigamos de bruces, muertos.
Eso lo sabremos con curiosa ira,
           pero aún así seguiremos preocupándonos hasta el cansancio
           acerca del resultado de esa contienda, que puede que dure años.
O digamos que estamos en prisión
y llegando a los cincuenta años,
y digamos que tenemos que vivir todavía dieciocho años
                             antes que se abran sus barrotes.
Aún así seguiremos viviendo afuera,
con su gente, con sus animales, con la lucha, con el viento –
                                         quiero decir, con el afuera más allá de esos muros.
Lo que quiero decir es que sin importar cómo o dónde,
    debemos vivir como si nunca fuéramos a morir.

III

Esta tierra se tornará fría,
una estrella entre estrellas,
          y una de las pequeñas,
una reluciente mota en terciopelo azul –
         me refiero a esta tierra, la nuestra, nuestra gran tierra.
Esta tierra se tornará fría algún día,
no como un bloque de hielo,
ni siquiera una nube apagada,
sino como la cáscara vacía de una nuez rodará
         en el espacio absolutamente negro…
Debes lamentar esto ahora
-debes sentir esta pena ahora–
pues el mundo ha de ser amado
si es que puedes decir “he vivido”…

Nâzin Hikmet nació en Salónica, que hoy en día es una ciudad griega pero que en el momento de su nacimiento, en 1902, era parte del inmenso Imperio Otomano, que venía en decadencia desde mediados del siglo XIX y que vio en el estallido de la Primera Guerra Mundial la oportunidad de reafirmar su dominio sobre los Balcanes, Grecia y el Medio Oriente. Su participación en la contienda no sólo condujo a la disolución del Imperio y al establecimiento de la republica democrática liderada por Ataturk, sino, tristemente, a múltiples genocidios de minorías étnicas o nacionales, en un vano intento de preservar sus territorios, siendo la población armenia la más perseguida y quien más sufrió por la política turca de exterminio (se calcula que murieron más de 1,5 millones de armenios a manos del régimen turco entre 1915 y 1923).

Hikmet estuvo en la marina del ejército turco pero no es claro que haya visto acción. En 1921 apoyó a Ataturk en la revolución turca e incluso escribió un poema en colaboración con su amigo Vâlâ Nûreddin para intentar inspirar a los ciudadanos de Estambul a que se unieran voluntariamente a la revuelta. Poco después viajó a Rusia, deseoso de ver de primera mano la experiencia de un gobierno comunista y estudió Sociología y Ciencias Económicas en Moscú. Al regresar a Turquía en 1924 fue perseguido por sus afiliaciones comunistas y el resto de su vida la pasó entre la cárcel y el exilio a causa de sus convicciones políticas. En 1952 se radicó permanentemente en Moscú y allá murió en 1963.

Mi traducción de este poema se hizo con base a su versión en inglés aparecida en la página poets.org, traducción de Randy Blasing y Mutlu Konuk. En esta página se pueden encontrar más poemas de Nâzim Hikmet traducidos a español:  http://amediavoz.com/hikmet.htm#AUTOBIOGRAF%C3%8DA

Fragmento de “El ejército de este hombre – Una guerra en cincuenta sonetos y medio” de John Allan Wyeth

DE CORBIE A SAILLY-LE-SEC

Altos muros inestables, y pilas de maderos llenos de puntillas,
ladrillos y yeso –tejados triangulares partidos por la mitad
y altas casas de muñecas fragmentadas en dos–
Cuartos abiertos de par en par en cada piso destrozado,
retratos desparramados que te hacían sentir la garganta en astillas,
y humildes muebles que inspiraban al corazón frialdad.
“Salgamos de acá, ¡por Dios!”
Seguimos atravesando el pantano a lo largo de la orilla del río, por el camino señalado.
Sailly-le-Sec –su iglesia una vela rota con campanillas
levantándose sobre un altar, y más allá de ella, mirad,
su redonda cúpula– en la ciudad de polvo y de retazos,
puro escombro y vidrio. Bajas colinas atrás diciendo adiós,
relumbrando en el atardecer fosforescente y estrellado
por misiles saltando y estallando a zarpazos.

CUARTEL GENERAL DEL REGIMIENTO EN EL ACANTILADO DE CHIPILLY

Pendientes empinadas y espinosas a la sombra de la luna
que se hunden atrás nuestro bajo un cielo estridente.
La artillería truena dura. Las estrellas brillan fervorosas.
Un acantilado blanco justo enfrente y el sonido amortiguado de las bombas cayendo.
   “Ya volvieron a salir los alemanes –” susurra una voz oportuna.
De pronto un silbido se yergue sobre nuestras cabezas, trazando una línea cadente
iluminada por una pálida luz de reflectora, y al estrellarse contra el piso pasmosas
las bombas emanan un amarillento gas humeante. Tosiendo
alguien dice, “Estos tipos los guiarán sin demora alguna.
- Oiga, usted, llévelos al Segundo Batallón.” Mi garganta seca se resiente
y mis labios trémulamente empiezan a temblar.
- “Tengan cuidado con el gas – lo han estado lanzando a todas horas.”
“Vamos Tomás.” “Espere un segundo – Jueputa,” digo gimiendo.
“Algo no está bien con la máscara – no sé como hacer para hacerla funcionar.”

A TRAVÉS DEL VALLE DEL ACANTILADO DE CHIPILLY

“¿Todo bien Tomás?” “Sí, ya – finalmente logré que funcionara.
Vamos.” Un sendero rocoso a través de un espino doloroso
hacia el camino que va junto al río. Por toda la orilla
lengüetazos de fuego se atisban tras los árboles negros
y un pito ensordecedor desgarra el cielo como si lo quebrara.
Un camino de arena – caballos, pistolas en un trajín clamoroso,
y hombres, los dientes apretados bajo cascos atados a la barbilla,
caminan en silencio. A lo lejos, montes quietos, sordos, distantes, íntegros.
“¿Escucharon eso? Mis ojos están empezando a arder y esta vaina no para.”
Un gran barranco oscuro más adelante, y el secreto gaseoso
del mal infiltrándose en la oscuridad. – Pasamos
a dos soldados, blancos como la muerte, que llevaban a otro en camilla,
la cabeza dando golpes a ciegas, las rodillas convulsas, los brazos extendidos como Cristo.

“Camine, hermano, camine. A esos los gasearon. Sigamos.”

John Allan Wyeth fue un soldado estadounidense que pasó por la Francia devastada por la guerra en mayo de 1918, un año y un mes después de que su país entrara en la guerra en el bando de los Aliados contra los Poderes Centrales y seis meses antes de que ésta terminara. Como señala Dana Gioia en la introducción a su obra, los poemas de Wyeth muestran la experiencia de la guerra particularmente desde los ojos estadounidenses, “violenta pero menos trágica y traumática que la experiencia más brutal, más larga y más destructiva de los Aliados”. Por otro lado, aunque Wyeth escogió una estructura poética eminentemente tradicional –el soneto, con distintas disposiciones, una de ellas (abcd abcd abe cde) inventada por él, que he intentado preservar lo más fielmente posible en mi traducción– para Gioia logra evocar “la trágica inadecuación de la poética y retórica tradicional de la guerra de cara a la escala industrial y masiva de la matanza” que poetas ingleses como Owen y Sassoon –“poetas de trincheras”– ya habían denunciado.

Wyeth nació en Nueva York en 1894, por lo cual cuando fue a Francia tenía apenas 24 años. Su padre era un cirujano que había participado luchado en la Guerra Civil estadounidense, en el bando confederado, y en 1914, cuando empezaba la guerra en la que participaría su hijo, publicó unas memorias sobre sus experiencias como médico y como soldado. Por lo mismo, cuando la obra de Wyeth hijo cayó en el olvido, quienes leyeron sus poemas se los atribuyeron inicialmente a su padre, que tenía su mismo nombre y también escribía poesía. En efecto, la obra de Wyeth fue olvidada y solamente recientemente rescatada por B.J. Omanson, un historiador militar contemporáneo. Gioia especula que su olvido se debió a que su libro –escrito probablemente en los años veinte en Rapallo, influenciado por Ezra Pound, con quien fraternizó estando allá, pues el célebre poeta inglés vivía en esa pequeña ciudad al norte de Italia– fue publicado un mes antes de la caída de la Bolsa que inició la Gran Depresión, que alteró radicalmente los intereses de la audiencia estadounidense y disminuyó considerablemente el número de personas que podían comprar libros de poesía.

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