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“Se llamaban los Billis de Unicentro”, de Felipe Mercado: ochenteramente crudo

La historia de la pandilla más conocida de la Bogotá de los años ochenta es nada menos que intrigante por lo que narra y cómo lo hace. Arcadia comparte un fragmento del libro.

RevistaArcadia.com
17 de diciembre de 2020
Detalle de la portada de "Se llamaban los Billis de Unicentro", de Felipe Mercado.
Detalle de la portada de "Se llamaban los Billis de Unicentro", de Felipe Mercado. | Foto: Planeta

Mitología personal, novela de no ficción, novela de deformación, crónica alucinada de los años ochenta, una década que marcó como pocas la historia de Colombia, el libro de Felipe Mercado libro cuenta la historia de Los billis, esos pequeños huérfanos de una sociedad de clase media alta que los dejó a su suerte y los trató como adultos cuando no alcanzaban ni los quince años.

Felipe Mercado, su autor, conoció de primera mano la historia. Vivió en esos barrios del norte de Bogotá en los que se construyó, en 1976, Unicentro. Alrededor del primer centro comercial de la ciudad surgió una leyenda urbana que recorría los pasillos de los colegios bogotanos. Se hablaba de tropeles del Negro Tadeo, Esteban, Pinky, Pirata, Juano, Lucas, y de una gallada desorganizada de centenas de muchachos de clase alta preocupada por el bicicross, la música. Esta después fue cooptada por el narcotráfico salvaje de aquellos años y el consumo. A algunos, este terminó por costarles la vida en episodios violentos y a otros los desahució en la vida de la calle.

Así escribe Mercado, así se lee la historia de los Billis de Unicentro en este fragmento que Arcadia comparte.

2.

¿Y quién era el billi más popular? Era el negro Tadeo, el principal fundador de la gallada. El primero. El más propio desde sus orígenes, el más pinta, el más probón, el Mohamed Alí del parche, el más alzado y parlador, el más ganador, el más lindo. El Michael Jackson del combo. El papá de la pandilla. El primer ídolo. La única verdadera estrella de los billis. El pionero del soye. Aquí donde usted me ve, yo soy el negro más bravo.

Tadeo no era lo que se dice un man re viga, pero el man era viga y tenía su fibra, y sobre todo tremenda agilidad. Sabía mover los pies y las manos muy bien a la hora del combate cuerpo a cuerpo. Sabía conectar y defenderse. También bailaba como pocos. Disco y salsa. Tenía su swing. Como Alí, danzaba en el ring. Y en la pista, como Michael Jackson. Eso se debía a que el negro venía del Valle del Cauca, de Cali, donde la gente desayuna salsa, almuerza salsa y cena salsa. Y en las medias nueves, salsa. Y a las onces, salsa. Traía ese negro en la sangre el sabor y la energía en el tumbao. Y salsa en la salsa. Era un propio. Más que un propio..., el propio. El verdadero propio. El primer propio.

Cuando era niño, Tadeo vivió con el papá y su hermano Chiqui en Cali. Ese señor hizo las veces de papá y mamá, mientras vivían en la casa de una tía. Su mamá, la mítica doña Tere, se vino para Tabogo con Nené, que todavía era un nené de verdad. Cuando Tadeo y Chiqui llegaron a Tabogo, años después, primero vivieron en Santa Isabel, cerca del Restrepo, donde yo viví, al sur de la ciudad. Allá conocieron a figuras como Rolando, Totó y el calvo Caliche. Unos manes que terminaron siendo cercanos cuando se armó el parche de Unicentro.

Desde siempre un parche se forma con amigos del alma, no necesariamente con amigos del barrio. Uno podía cambiar de barrio pero nunca de amigos. Los verdaderos amigos eran eternos.

Después se pasaron a vivir en la casa de Chapinero, por donde quedan las compraventas de ropa, que fue donde empezaron a parchar los amigos cercanos de Tadeo casi todos los días. Sobre todo, el negro Muñoz, Esteban y Puti. Algunos se quedaban a dormir de vez en cuando sin mayor problema. Incluso más de uno escampó allí cuando el temporal no arreciaba por ningún lado y a muchos los echaron por viciosos. Varios de ellos terminaron hasta viviendo con esa familia, compartiendo todo, porque los negros eran los amigos más hospitalarios y condescendientes que había en ese combo. Doña Tere era tan buena anfitriona que prefería que Tadeo, Puti y Muñoz soplaran bazuco ahí frescos en el cuarto del negro, que en la calle.

Para doña Tere era más seguro y sencillo que su muchacho y sus amigotes consumieran esos cigarrillos negros que despedían ese humo denso, oloroso y tenebroso, bajo su techo, que se fueran a hacerlo en la calle. Prefería que se fumaran sus cigarros oscuros y aceitosos, que los asustaban como a niños y los ponían a hablar en susurros, ahí en el cuarto de Tadeo. Eso a ella la tranquilizaba. Sabía que no pasaba nada, que no venía nadie, que era mejor así. Aunque en las mentes de esos tres dementes sucedía un video de acción muy diferente, una película de terror angustiante, en la que la policía ya llegaba por las ventanas, por el techo, por el tragaluz, y estaba a punto de capturarlos por estar fumando esa chimbada.

Cuando en mitad del embale a Tadeo le entraba la paniquera, tocaba parar. Medio escuchaba el ruido de un radio en la calle y lo asociaba de guán al de una patrulla, en la que alucinaban los tres que ya estaban llegando una docena de policías a ajusticiarlos. Le decía a Puti o al negro Muñoz o al que estuviera ahí soplando con él, «apáguelo, apáguelo...».

Y entonces quedaban disecados los tri amigos, tiesos, mirándose, sudando, esperando que los tombos entraran por la taza, por el lavamanos, por el sifón. Se miraban asustados, perdidos, entregados, en shock. Como si se hubieran fumado la manzana de Eva y los estuviera ponchando Dios por medio de su yi, pi, es, directamente desde el cielo..., the eye in the sky, looking at you

Pero no existe un lugar en el mundo donde se pueda fumar esa chimbada con tranquilidad. Así te esté cuidando la misma policía, no puedes dejar de sentir que alguien te está mirando..., I can read your mind..., que te están espiando, que te siguen y te detallan, que te miran desde lejos pero te escuchan de cerca, que revisan tu basura, que te tienen tabulado en las centrales de inteligencia..., I am the maker of rules..., así como reportado en las centrales de riesgos. ...dealing with fools..., que te han seguido la pista desde hace décadas... And I don’t need to see anymore.., que eres de ellos, ...to know that I can read your mind... No hay lugar en el planeta donde no sientas esa mirada en la nuca cuando te estás fumando la caspa del diablo..., ...and his watching us all with the eye of the tiger

Doña Tere sabía que su hijo era especial, que era un pillo, un ladronzuelo muy astuto desde pequeño, que, como Juanito Alimaña, no había forma de reprocharle o castigarle la cleptomanía. Nunca le quemaron las manos y jamás lo harían. Cuando el negro movía esas manos, de ahí salía su poesía, pero él no lo sabía. Tadeo no entendía que era un poeta con las manos y con los pies. Lo que hacía con esos pies en la pista de baile, eso era poesía pura. Y cuando salía a pelear, como se movía en el cuadrilátero, en la ronda que se hace en el tropel, sus pasos en la guerra como en la paz, eran los de un artista del odio y el amor. Pero también hacía poesía del robo.

Tadeo era el más popular de los billis y el más genuino, era un tipo sincero y honesto. Era sensacional con todo el mundo. Las hembras lo adoraban. Sobre todo, las más lindas y adineradas, que eran un resto. No menos de cincuenta. Tenía mucho carisma, mucho talento y tal vez demasiada personalidad. Pudo comerse a muchas, pero no lo hizo. No era así de enfermo. Chiqui sostiene que su hermano mayor fue desde siempre un buen hermano y un buen amigo. El man no era pelietas ni rabón ni mierda. Era relajado, silencioso, taciturno e introspectivo, sobre todo cuando estaba a solas. Bullicioso, solo en la rumba.

Fue la influencia de otros miembros del combo, sostienen algunos, lo que lo metía en problemas de tropeles y duelos. Sardinos cobardes y reprimidos que tenían la semilla del odio sembrada en sus corazones y, como tenían una pandilla dispuesta a dar pata, chuzo o bala en defensa de ellos, se enseñaron a montársela a todo el mundo y a buscar tropel de la manera que fuera, como un método inconsciente de frenar o reprimir ese impulso iracundo, esa inclinación hacia la violencia que conocieron desde pequeños para enfrentar la vida, para asimilar el mundo, para poder vivir de una manera acorde con las ideas absurdas que traen sembradas en el capacho desde que eran unos rapacines.

EN LA ESQUINA A LA DERECHA DE UNIPLAY, porque Unicentro es una especie de hexágono, estaba la salida tres, donde funcionaba la taberna Aki. Ese fue otro roto donde empezó a parchar el combo en la medida que fue creciendo y madurando. Ahí se reunían y desde allí organizaban lo que tenían planeado para ese día, ya fuera rumba o delito. Que fijo era cometer un delito para irse de rumba. No había más que hacer. Irse a cometer el delito para enajenarse y gozar. E ir a enajenarse para gozar del delito. Esa taberna se volvió inolvidable el día que en un tropel Felipe González, otro amigo de la vieja guardia, le metió un solo mueco a Esteban y lo noquió. Fue uno de los únicos manes que logró noquearlo delante de todos, de un solo totazo. Ya después Esteban nunca quiso volver a meterse con Felo, que era un soldado fuerte y preciso en la pegada.

Esteban, Jimena y Pincho eran tres hermanos gomelitos que vivían en la ochenta y siete con séptima, en plena Cabrera. En todo el frente del Louis Pasteur. El edificio sigue en pie a pesar de que es viejo. No lo han tumbado, pero lo pintaron de color Guayaba. Vivían en severo apartamento. Tenía tremenda terraza. Media cancha de básket. De aquellos que se hicieron en esa bella época. Amplios, claros, lindos, originales, excelentes acabados, bien hechos. Como los autos. Concebidos para que duraran para siempre.

Un día cualquiera los padres de Esteban se separaron. El papá se fue a hacer un viaje por Suramérica y salió de pelea con la mamá. No la quiso llevar. Entonces cuando volvió le pidió que por favor se fuera del apartamento. Ella no sabía para dónde coger y los niños quedaron en ascuas sin saber en qué situación estaban con su mamá. Terminaron en Entrerríos, que es un conjunto de cientos de apartamentos de estrato tres, por la calle ochenta, llegando a la sesenta y ocho.

Tuvo que ser un paso difícil, un paso atrás, tres pasos atrás, que nunca esa familia quiso volver a dar en adelante. De un estrato seis, donde vivían en apartamento propio, vecinos hasta de los expresidentes de esta nación de cafres, bajaron al estrato tres a pagar arriendo. Fue un cambio demasiado brusco. Sin embargo, el cambio fue emocionante, pues en ese barrio ya había una pandilla. Era la misma pandilla de Unicentro, solo que hasta ahora se estaba creando sin que sus mismos miembros se lo hubieran siquiera propuesto. No había un plan. El plan era pegar todos los viernes y sábados para Unicentro.

Cuando Esteban fue por primera vez a Unicentro, tenía unos diez años. A esa edad empezaba a sumarse al parche que arrancaba para ese centro comercial desde temprano todos los sábados y viernes. Por esos días se estaba gestando la pandilla con todo ese combo, que tenía entre catorce y quince años. Ahí fue cuando yo conocí a los que serían los denominados billis de Unicentro, en Uniplay, donde empezó todo. Pero no distinguía a nadie. Todos se vestían igual, casi todos monos, hablaban parecido, miraban semejante.

Esteban y Jimena fueron aceptados desde el principio porque eran altos y revelaban más edad, a pesar de que eran bastante menores que los demás. Mientras ellos ya estaban en el cuento de conseguir novio y novia, Pincho se la pasaba montando bicicleta o patines por todo el conjunto y subiéndose a los árboles. Gaminiaba con otros chinches. Como a la mamá le tocó ponerse a trabajar, pues en ese momento no tenía ni para pagar una empleada que los cuidara, después de haber tenido dos, les tocaba cuidarse a sí mismos.

Jimena, que es la mayor, con apenas once años ya tenía responsabilidades. La mamá les dejaba la comida lista y cuando llegaban del colegio, ella se las calentaba y les servía a sus dos hermanos menores. Almorzaban los tres y los dos mayores ahí mismo cogían camino para la calle. Se iba cada quien para donde sus amigos y Pincho se quedaba solo dando vueltas en el parqueadero con su bicicleta.

Jimena y Esteban le decían a la mamá que tenían rumbas nocturnas ahí mismo en Entrerríos. Pero en realidad salían del barrio para irse con la gente de Unicentro, sobre todo por ese sector. Santa Bárbara, El Chicó, Santa Ana, San Patricio, La Carolina, El Batán, Multicentro. «Tengo una rumba en el barrio», decía alguien del parche, y como la pípol de ese combo vivía regada por todo el norte, donde fuera la rumba, arrancaban en manada. Salían todos caminando por todos esos barrios de gente bien. En esa época había muchas fiestas. Iba uno toda la noche paseando por calles lindas llenas de casas hermosas, y «Luuuuuna, dime tú si ella me quiere...» saltaban por las ventanas los merengues a todo timbal de Wilfrido Vargas o Sergio Vargas o Las Chicas del Can, que eran una epidemia más propagada que la del reguetón de estos días. En cada barrio había dos, tres, diez fiestas. En todas se metían a ver qué se podía hacer para divertirse.

Al principio, la idea era bailar y levantarse una niña bien. El premio gordo era poder bailarla hora y media con esos acetatos del Cuarteto Imperial, ojalá una niña bien linda, fragante y sensual, y no soltarla durante todo el mosaico, a menos que fuera para darle vueltas y vueltas y más vueltas, mientras volvía y la cogía y la apretaba, ya fuera que estuviera el novio o el papá. Si la besaba en la boca al final de la fiesta y se la cuadraba, ya era como ganarse la lotería.

Cuando el papá de Esteban volvió de su viaje, llegó pidiéndole perdón a la mamá. Así que regresaron a la ochenta y siete. Volvieron los carros, la plata, el confort, las comodidades, los restaurantes, los cines, los parques, los circos, todos los planes que empiezan a existir cuando sobra el dinero. Y eso era a lo que el viejo los tenía acostumbrados. A la buena vida, como a todos los demás que conocimos.

Como los cuchos entraron en un período muy romántico de reconciliación y amorío, porque seguían siendo jóvenes, Jimena y Esteban continuaron saliendo de rumba los fines de semana. Siempre querían quedarse solos, cada quien por su cuenta, con su parche personal. Al final de la noche se encontraban y se entraban. Los padres no se sentían como tan a gusto así, teniendo al menor todo el tiempo mirando televisión. Entonces aprovechando que al menor se le despertó la curiosidad en torno a lo que hacían sus hermanos por las noches y le dijo al papá «yo quiero ir con ellos», el viejo no perdió la oportunidad para quedarse solo con su señora, y les ordenó a los hermanos mayores que llevaran al niño a donde fueran.

«Camine a ver, sapo, metido, pero no vaya a decir nada. Abre la boca y lo cascamos», le decían cada uno por una oreja. «No vaya a contar nada. Cuidadito se va ir de sapo porque lo cascamos», los dos al mismo tiempo, y le repetían «lo cascamos». Apenas llegaban

a Unicentro, en el capacho de Pincho solo se oía «los cascamos, lo cascamos, lo cascamos». Sin embargo, apenas se despedían, «tome su cono de cinco pesos, sus cien fichas» y lo sentaban en una maquinita de matar marcianitos tres horas seguidas, y «cuidadito se va a mover de esta mesa que ya venimos», le decían. Y se iban. Frescos.

Pincho no sabía qué hacer ni con quién hablar ni nada. Eso era mate y mate y mate marcianos desde que se sentaba hasta que le daban ganas de ir al baño. Y jugó tanto, que lógicamente se convirtió en el más efectivo y famoso matamarcianos de Uniplay. Fue tanto el control que obtuvo de las matanzas, que llegó al nivel nueve y todos lo querían enfrentar, hasta los más grandes. Y él no se les arrugaba. Esas primeras experiencias le enseñaron a Pincho a no temer enfrentarse con adversarios más grandes y mayores que él.

Ya cuando tenía como diez años, empezó otra vez la curiosidad y comenzó a decirle a Esteban que no quería jugar más maquinitas, que ya estaba mamado de esa porquería. Pero Esteban insistía y Pincho un día le tiró las cien monedas al piso para que le prestara atención, y como en piñata de pirañas se tiraron todos esos culicagados y en segundos ya habían recogido todas las cien. Esteban se puso serio un segundo, pero ahí mismo se cagó de la risa. A Jimena le dio rabia y lo jaló de una oreja. Entonces Pincho le confesó a Esteban que lo que él quería era andar con él, estar a su lado, andar con su parche. Saber qué hacía. Y el man que no. Entonces le dijo «pues ahora sí me voy a ir de sapo. Le digo a mi papá que ustedes quién sabe qué es lo que se van a hacer y a dónde es que se meten cuando me dejan ahí tirado, solo en las maquinitas».

Como Pincho lo tenía amenazado con contarle al papá cualquier cosa medio rara que viera, Esteban decidió empezar a aceptar que anduviera con el parche de él, pero, eso sí, mínimo diez pasos atrás. Como no era bobo, empezó a darse cuenta, como me pasó a mí cuando acompañaba a mi hermana a las disco parties, que siempre que estaban andando así de rumba en rumba, casi todo el combo iba en una musa toda extraña. Algunos de ellos llevaban en una mano algo que pellizcaban con la otra. Botaban al piso unas pepitas que le sacaban y luego enrollaban en un papelito blanco eso que rascaban, con más musas todavía. Después le prendían fuego como si fuera un cigarrillo. Olía raro la vaina y uno se hacía el güevón.

El que lo armaba, como si fuera una ley universal, lo prendía. Le daba una o dos copiadas y ahí mismo lo rodaba, aguantaba la respiración con el humo en los pulmones lo máximo que pudiera, y así iban haciendo todos mientras lo iban pasando de mano en mano. Cada quien se metía su plón. Era un asunto místico. Llegó el momento en que a Pincho se le hizo tan familiar ese olor, que lo reconoció en Niza nueve. No era que le gustara, pero la curiosidad le causaba piquiña en la mente. Esteban les había dicho a todos los amigos del combo que se iban a meter en un problema el verraco con él, el día que se enterara que le habían dado a Pincho mariguana o bazuco o perico o trago o lo que fuera.

La primera vez que al fin se trabó fue un día que llegó Rin en su inseparable bicicleta al apartamento de La Cabrera. Siempre llevaba una pañoleta roja anudada en la muñeca o en la pantorrilla. Pincho se asomó por la terraza cuando timbró y le dijo: «Quiubo, chino. ¿Está su hermano?». «No, no está». «Ábrame». «Pues ábrase». Los dos se rieron. «Tan marico». «Marico usted», «¿Le da miedo o qué?». «¿Miedo de qué?». «Pues de abrir». «Yo no le tengo miedo a nadie, mucho menos a usted». Rin se reía con la alevosía del sardino. «Le voy a abrir, mientras llega Esteban, pero hágase ahí unos caballitos».

Rin le hizo los caballitos, que era lo mismo que hacer canguros, y lo pilló desde la terraza. Cuando Rin hacía figuras, podía detener el tráfico. En esa época no había tantos sardinos acróbatas como ahora en los semáforos. Eran pocos los malabaristas. Montaba mucho ese man. Cuando le abrió, Rin subió y le dijo: «En este patio nos hemos trabado con su hermano». Pincho ya sabía. Entonces sacó una mota verde, una especie de cilantro, que empezó a rascar. Le sacó las pepas y lo pegó. «Vea, chino, esta es la mariguana. Esto es un bareto. ¿Se va a trabar o qué?».

Como Esteban no estaba y él era quien lo cohibía de todo lo que el sardino quería hacer, subieron a la terraza del edificio para que Esteban no los pescara si de pronto llegara a aparecerse. Entonces fumó algunos plones con una de las mejores vistas de la ciudad. En el horizonte todo se estaba poniendo gris. Esteban llegó de repente y esos dos ya estaban trabados. Primero se cagaron del miedo y después de la risa. Ni Rin ni Pincho bajaron hasta que el man se volvió a ir y desde la terraza lo vieron alejarse.

Pincho de todos modos no bajó, sino hasta cuando se le pasó esa traba tan agria que se metió. Severa intoxicada. Como tres o cuatro horas le duró. Esteban sí vio la cicla de Rin ahí parqueda en la entrada, pero no se supo qué se pudo haber imaginado. No tuvo a quien preguntarle nada. Pincho no era capaz de bajar. Pero esa era la manera en que uno era aceptado en un grupo. Probando todo lo que ese parche había probado. Como con las barras. Se era del parche cuando se coronaban las barras, ya fueran en la burra o en la barra.

Esteban fue un sardino que desde muy temprana edad experimentó con varias vertientes de lo ilícito. En una época que estuvieron viviendo los tres hermanos solos, por ejemplo, Esteban se le metió en el cuarto a la empleada doméstica, se la comió y la enamoró. Luego tuvo la brillante idea de compartirla con los amigotes del parche, y cuando ellos quedaron encantados, empezó a cobrarles por el rato, como en cualquier prostíbulo. Tenía dotes de proxeneta. Siguiera vivo, quién sabe en qué negocios andaría… Lo que se sabe es que quería estudiar diseño gráfico y ponerse juicioso. Ya estaba juicioso, porque estaba enamorado. Tenía novia. El amor puede con todo, hasta con el odio y el rencor.

Detalle de la portada de "Se llamaban los Billis de Unicentro", de Felipe Mercado.
Detalle de la portada de "Se llamaban los Billis de Unicentro", de Felipe Mercado. | Foto: Planeta

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