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¿De dónde vienen las balas?
La oleada de asesinatos de líderes sociales y activistas políticos revivió la época más violenta de la historia reciente. El Estado no ha sido capaz de contener los crímenes.
Algo muy grave está pasando en el país. El martes, mientras Colombia tenía los ojos puestos en el Mundial de Rusia, una racha de crímenes aguó cualquier asomo de fiesta. Primero, fue una masacre en el municipio de Argelia (Cauca). Siete personas, entre ellos dos disidentes de las Farc, fueron acribilladas en un hecho que las autoridades le atribuyeron al ELN.
Después, en Palmar de Varela (Atlántico), Luis Cuarto Barrios, un líder comunal, fue asesinado cuando celebraba en su casa el gol de Yerry Mina contra Inglaterra. Ese mismo día, un sicario acabó con la vida de Santa Felicinda Santamaría, presidenta de una Junta de Acción Comunal en Quibdó. El miércoles, Margarita Estupiñán, una líder social de Tumaco (Nariño), no logró escapar a las balas. Y en la noche, un hombre en Cáceres (Antioquia) mató a Ana María Cortés, quien había trabajado para la campaña de Gustavo Petro.
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El caso de Barrios en Atlántico fue el que prendió las alarmas. Aunque a este hombre de 55 años se le recuerda por una fotografía suya rodeado de afiches de Petro, hay quienes creen que su sentencia se escribió el día en que decidió denunciar, en detalle, cómo funcionaban las redes de microtráfico en su territorio. Y a pesar de que había pedido protección, nunca se la dieron.
El crimen de Ana María Cortés, en Cáceres, que terminó por revivir el fantasma de la violencia política, resultó aún más complejo por la cantidad de versiones que se tejieron a su alrededor. Mientras que, por un lado, Petro aseguró que ella, siendo secretaria de su campaña en ese municipio, había recibido amenazas de parte del comandante de Policía, por el otro, el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, dijo que la mujer estaba siendo investigada por presuntamente pertenecer a las redes de apoyo del Clan del Golfo.
Ese es un reflejo de un síntoma peor: ni el gobierno, ni las autoridades, ni las organizaciones sociales se han podido poner de acuerdo para explicar quiénes y por qué están asesinando a los líderes y activistas políticos en Colombia. Si bien se trata de un fenómeno complejo de entender porque muchas de las víctimas vivían en zonas marginales, afectadas por el conflicto, marcadas por negocios ilegales como la minería o los cultivos ilícitos y plagadas de grupos en disputa por el control territorial, eso no exime al Estado para que averigüe lo que está pasando y busque soluciones de fondo que eviten que el derramamiento de sangre continúe.
Precisamente, uno de los grandes obstáculos radica en la falta de liderazgo y coordinación del gobierno a la hora de abordar el tema. A pesar de que hay muchas instituciones que hacen parte de la cadena,
el control no está centralizado y eso dificulta la articulación y la puesta en marcha de medidas efectivas. El Ministerio del Interior, por ejemplo, es una de las carteras que coordina la respuesta a las alertas que lanza la Defensoría del Pueblo desde los territorios. El problema, sin embargo, es que este sistema está desfinanciado, apenas se han implementado cuatro programas pilotos del sistema de protección colectiva, lo que lleva a que las respuestas sean lentas y no consigan mitigar lo que está pasando.
Llevar un control riguroso que permita entender si estos homicidios son sistemáticos y continuados es clave para delinear estrategias para contenerlos. Hasta ahora, el gobierno ha dicho que se trata de casos aislados que tienen como denominador común el narcotráfico y otras economías ilícitas. Este último ha sido el argumento que ha defendido desde hace un tiempo el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas. Según él, los asesinatos se están presentando justamente en los departamentos que sirven de ruta para el narcotráfico. Sin embargo, a Villegas le han cuestionado mucho la forma cómo viene encarando la situación.
El cruce de versiones es una muestra de la falta de coordinación y confianza que hay entre todos los actores. Prueba de ello fue la respuesta que entregó el subcomandante de la Policía de Antioquia, Carlos Julio Cabrera, cuando le preguntaron: “¿Usted tiene información sobre antecedentes de Ana María Cortés, asesinada en Cáceres?”. A lo que contestó que no, contradiciendo lo dicho por el ministro Villegas.
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Un viejo problema
Hoy la situación parece no ser diferente a lo que ocurría en los años ochenta. Basta con recordar lo que sucedió con la Unión Patriótica (UP) para saber que no es un fenómeno nuevo y que la violencia selectiva es muy difícil de controlar. Tan solo en 1988, hubo 278 asesinatos de esa agrupación política y para el inicio del milenio la cifra era la misma. Según datos de la organización Somos Defensores, en 2015 hubo 63 homicidios de líderes; en 2016, 80; en 2017, 106; y este año van 79.
Ha sido tanta la sangre que ha corrido en los últimos años y meses, que los colombianos están cansados
Lo preocupante es que estos datos no coinciden con los de otras entidades, lo que de nuevo demuestra la falta de coordinación y diversidad de parámetros con los que se está midiendo la tragedia. Dada la delicada situación se requiere ser más estrictos con cada uno de los casos. No siempre se trata de líderes y no necesariamente los homicidios son consecuencia de los procesos que jalonaban en los territorios.
La Defensoría del Pueblo, por su parte, asegura que desde 2016 se han presentado 311 asesinatos, mientras que la Oficina de Naciones Unidas de Derechos Humanos registra 178 y la Fiscalía General de la Nación, 178. Las cifras casi no se distancian de lo que pasaba en los años ochenta, a pesar de que en ese momento Colombia estaba en medio de un conflicto armado y en plena guerra contra el narcotráfico. Por eso, resulta tan inverosímil que con un proceso de paz de por medio con las Farc, el flagelo no haya dado pistas de desaparecer, sino que haya repuntado por dinámicas muy distintas a lo que ocurría en aquel entonces.
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En la actualidad apenas ocho departamentos concentran el 70 por ciento de los homicidios: Cauca, Antioquia, Nariño, Norte de Santander, Valle del Cauca, Chocó, Córdoba y Putumayo. Tienen en común además la marcada presencia de minería ilegal, cultivos ilícitos y narcotráfico que han permitido que el conflicto hoy esté más vivo que nunca. Y es que hay una causa-efecto entre la ausencia del Estado en estas zonas y el surgimiento de los liderazgos cada vez más arraigados. El problema es que no conviven solos, sino que se forman con la amenaza de fuertes estructuras de economías ilegales dinamizadas por el ELN, el EPL, disidencias de las Farc y el Clan del Golfo.
Soluciones reales
Para atacar el problema de raíz, el gobierno no solo tiene que combatir las economías ilegales, sino garantizar que el Estado llegue con todo el peso de la oferta institucional. Eso implica hacer presencia en por lo menos 4.000 zonas de difícil acceso y donde hay grupos étnicos que piden respuestas diferentes para obtener salud, educación, seguridad, infraestructura vial y medios de comunicación, algo que toma tiempo. Ni qué decir del reto que tiene el gobierno para combatir el narcotráfico, el aumento de la producción de cultivos ilícitos y la minería ilegal que se afincaron en el corredor Pacífico del país.
Para la directora de la Fundación Ideas para la Paz, María Victoria Llorente, sin embargo, hay respuestas que se podrían poner en marcha de inmediato. Se ha comprobado que la estrategia de protección individual, que provee a los amenazados de chalecos o guardaespaldas, es ineficaz. Por eso, habría que empezar por implementar el sistema de protección colectiva. Este consiste en delegar la responsabilidad a los gobernadores y alcaldes, quienes deben establecer mecanismos para que los líderes sociales estén en permanente contacto con las autoridades ante un eventual peligro. También que les proporcionen acceso a seguridad y sean capacitados en autoprotección.
Para ganarle a la impunidad, el Estado requeriría contar con una Fiscalía más contundente, pese a los esfuerzos que ha hecho. Aunque hay un avance en las investigaciones del 49 por ciento de los casos y los que han permitido las capturas de 164 sospechosos, no se ha logrado la verdadera meta: frenar los asesinatos.
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Pese a lo desbordado que se ha visto el gobierno a la hora de enfrentar el fenómeno, en los territorios están cada vez más convencidos de que ser líder social se convirtió en una sentencia de muerte. Especialmente, en las regiones donde la guerra no termina y muchos esperaban ansiosos trabajar por la paz. Entre las preocupantes estadísticas figuran 47 excombatientes de las Farc asesinados y 5 dados por desaparecidos en remotas veredas.
En su mayoría, las medidas adoptadas hasta ahora han sido reactivas, casi siempre post mortem. Es decir, el Estado se ha preocupado más por tratar de investigar los asesinatos que por prevenirlos. Otro nudo de la problemática es que la respuesta sigue siendo individual –según el caso de cada líder– y no con medidas generales para los territorios según lo pactado en La Habana. Por ejemplo, están bajo cuestión los pocos avances de la Comisión de Garantías que construiría rutas de prevención para los líderes y que hasta ahora ha brillado por su ausencia. La misma crítica le cae a la Unidad de Desmantelamiento de Organizaciones Criminales que se creó en la Fiscalía.
Uno de los reparos alrededor de las respuestas para contener los homicidios es que funcionarios desde escritorios en Bogotá son quienes diseñan estrategias desconociendo la realidad de las regiones. Por eso, el fenómeno que estalla en la cara del nuevo gobierno tiene varios retos. Uno de los más importantes: levantar una radiografía completa del flagelo, región por región.
Es preocupante que ni siquiera en las cifras de líderes asesinados exista una coordinación entre el Estado y las organizaciones civiles
Se requiere también fortalecer la respuesta del Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo y la Comisión Intersectorial de Alertas Tempranas (Ciat). Está probado que esos llamados urgentes pueden establecer qué comunidades tienen alto riesgo de sufrir violencia antes de que ocurra el baño de sangre. Pero de nada sirve que la advertencia se haga si la respuesta no es efectiva. Ahora bien, llenar de tropas y agentes un territorio tampoco es suficiente. Se requiere desplegar la institucionalidad allí.
La pérdida de líderes sociales es muy grave para una comunidad no solo por el valor incalculable de sus vidas, sino por lo que representan. Son ellos quienes luchan por los derechos de grupos sociales que están en el olvido estatal. Son los que hacen un llamado al gobierno o a las organizaciones para que suplan sus necesidades y les ayuden a solucionar problemas. Son los que se enfrentan con los grupos armados que los oprimen. Y son quienes denuncian actos de violencia que de otro modo serían invisibles. Por todo esto resultan incómodos y blanco predilecto de los grupos irregulares que pretenden controlar las zonas.
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La Plaza de Bolívar se llenó de manifestantes, quienes encendieron velas por los líderes socials asesinados y les dedicaron un estremecedor minuto de silencio.
Lo que agrava la situación es que tras amenazas o asesinatos de estas personas no se levanta inmediatamente otro liderazgo y se condena a esta comunidad al retraso. Un estudio del Centro Nacional de Consultoría encontró que un crimen afecta la continuidad o la permanencia de las organizaciones sociales en un 92 por ciento. Además, se produce desplazamiento por temor, la comunidad queda debilitada y dividida y, por lo tanto, se disminuyen las denuncias contra las agresiones que van desde intimidaciones hasta violencia sexual y otros homicidios.
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Renovar un liderazgo además toma su tiempo. Según el informe, puede tardar entre uno o cuatro años, pues no es automático que otra persona se gane la confianza de la gente y que pueda construir puentes con las instituciones. Tampoco hay preparación para ejercer esta labor. Cuando se trata del asesinato de una mujer lideresa, es aún más difícil llenar su lugar.
Pero el flagelo no soporta más análisis, sino soluciones concretas. Muchas de ellas quedarán en manos del nuevo gobierno. De ahí la expectativa por lo que fuera a decir el presidente electo ante la veintena de mensajes de Petro y de quienes le pedían un pronunciamiento. Finalmente, el viernes, Iván Duque convocó a una rueda de prensa desde Washington. Su respuesta vino en un tono de rechazo a todas las formas de violencia. Prometió cero tolerancia con cualquier asesinato. “Tenemos que garantizar la seguridad para los líderes sociales. Ningún ciudadano puede ser intimidado por la violencia”, dijo. A diferencia de Álvaro Uribe, no hizo referencia a la incompetencia del gobierno Santos.
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Ha sido tanta la sangre que ha corrido en los últimos años y meses, que los colombianos están cansados. Es por eso que ha surgido una ola de indignación tanto en redes sociales como en las calles e incluso en las colonias en el exterior, para exigirle al gobierno que se defiendan estas vidas, que se haga justicia y que se garantice la no repetición. Y eso es un buen síntoma, pero nunca va a ser suficiente. Al cierre de esta edición, dos nombres más –José Fernando Jaramillo y Alexánder Castellano– se sumaron a la lista de muertos.