Cuatro jóvenes miembros de la danza de los Goleros esperan al resto del equipo para ensayar la presentación que tienen en el Carnaval de Barranquilla. | Foto: Charlie Cordero

Sabanalarga, Atlántico

Los goleros, cien años de la danza campesina del Carnaval de Barranquilla

La danza de los Goleros de Sabanalarga cumple 100 años batiendo alas y sacudiendo cualquier asomo de amenaza para esta manifestación campesina del Carnaval de Barranquilla. Su semillero sigue creciendo, impulsado también por otras dos danzas: los Diablos Arlequines y las Farotas

6 de marzo de 2019

Hay algo de valiente en ser un golero. Valiente, porque hay que echarse unas alas negras, o blancas, si se es pichón; o caqui, si es una laura. Pero en todo caso unas alas, y lanzarse a volar sobre el pavimento. Debe haber algo de lindo en bailar todas las noches, 45 lunas antes del Carnaval de Barranquilla, en una cancha de arena, alzando polvo con los pies, con unas alas encima que a muchos no les terminan de gustar.

“Hay gente que dice: “Hombe, los mismos goleros todos los años, ¿por qué no trae una cosa mejor?”. Yo no presto atención a esos comentarios. Yo sé lo que estoy mostrando. Es la tradición. Porque si se acaban estas danzas, prácticamente se acaba el Carnaval de Barranquilla”. Gastón Polo no se cansa de pelear contras las necedades que le toca oír sobre una danza que, a punta de picotazos de mentira, ya cuenta un siglo reivindicando la ruralidad de una fiesta que nació en la periferia, en la ribera del Río Magdalena, y cuya oralidad y capacidad de contar historias únicas de generación en generación le otorgó el estatus de Patrimonio de la Humanidad.


 


Las alas que a muchos no les gustan son sencillas. Pegadas en un enterizo negro, o blanco –si es un pichón-, o caqui –si es una laura-, no tienen el brillo ni los destellos de los cristales que suelen vestir a las comparsas de fantasía. Tampoco tienen la elegancia de las polleras de la cumbia, ni turbantes distinguidos como los congos. Son solo unas alas. Solo. Y en el Carnaval, los más exigentes espectadores  suelen pedir algo más, como si la historia misma no bastara.

La historia lo que dice es que Pablo Palmera, hace 100 años, se vistió de golero y, con otros amigos, recorrió las calles de Sabanalarga, municipio ubicado en el centro del departamento del Atlántico. Iban pidiendo plata por las cuadras del pueblo y, tal vez sin saberlo, crearon un disfraz colectivo que con el tiempo se transformó en una danza de relación -de esas que recitan versos una y otra vez- y una auténtica manifestación del Carnaval de Barranquilla.
 

La cabeza, el traje y las alas son los tres elementos del disfraz de golero. La parte principal varía según la experiencia: si es un pichón de color negro o blanco, y si es una Laura, caqui. ©CHARLIE CORDERO 


 

“A raíz de que él (Pablo) murió, la danza parece esporádicamente, hasta que reaparece en 1950, cuando mi padre, que en ese entonces era un chiquillo inquieto, le llamaban la atención toda clase de disfraces y de grupos que se aparecían en Sabanalarga”. Gastón recuerda que fue su papá, Apolinar, al único que se le ocurrió bajar hacia las zonas de monte del pueblo para esperar que la corona de goleros bajara y así detallar el ritual de la carroña. “Él se escondía en los matorrales para ver quién llegaba primero, quién picaba primero, cuándo llegaba el rey, cómo hacía el alguacil, la laura. Él veía todos esos detalles que hacían los goleros”.

Aprendido con minuciosidad el acto de devorar animales muertos, sus tiempos, Apolinar Polo se fue la Zoológico de Barranquilla y, cámara en mano, fotografió a cada uno de los miembros de la especie para preparar con filigrana los personajes y vestidos de la faena. Les cosió las alas a los lados, les puso cuellos y picos de papel maché y los lanzó al ruedo con los relatos que, años atrás, Pablo Palmera había hecho cantar a sus amigos disfrazados.


«Los goleros tiene el rey, que es el primero, el segundo es el alguacil y el tercero es la laura. Son tres aves distintas que pertenecen al mismo género. También hay pichones, los más pequeños. Mi papá hace los vestidos y le agrega el burro, el perro y el cazador, y hace una danza de teatro. Para decir los versos se inventa unos con su compañero Guillermo Morales. Él era de los primero goleros. Como el poeta también cuando existía al danza, él los había escuchado (los versos)».


 


Los niños que participan en la danza del golero no tienen necesidad de esperar el día de Carnaval para vestirse o para mover las alas en medio de la calle o el monte. ©CHARLIE CORDERO


 

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-¿Qué hace para los hombres y niños no sean atraídos por otras manifestaciones y sigan siendo goleros?

- Esa pregunta me la han hecho varios muchachos y yo también me quedo asombrado de mantener esa tradición, porque ahora la juventud le gusta es lo moderno y usted sabe que en el Carnaval de Barranquilla van saliendo comparsas, danzas nuevas, y sale pura fantasía prácticamente.

Gastón deja en el aire la respuesta. Puede que no la tenga, o que no se haya dado cuenta. Ni los danzantes tampoco, aunque parece flotar en el aire, en la casa de los Polo, que, como casi todas las casas de carnavaleros tradicionales, tiene una habitación que es sala y un comedor que es bodega con disfraces y vestidos colgados en el pasillo, al lado de cuadros con fotos de viejos carnavales y afiches amarillentos de las reinas de la fiesta que se han ido nombrando.

 

Desde niños de 6 años hacen parte de la Danza de los Goleros. En su pueblo Sabanalargar, a veces olvidan que tienen en el traje puesto y salen a jugar con el golero encima. ©CHARLIE CORDERO


 

Héctor Ortega Barrios tiene 14 años, siete en la Fundación Cultural Danzas Tradicionales Diablos Arlequines de Sabanalarga. Porque así se llama el grupo que fundó Apolinar y que hoy lidera su hijo Gastón, y que puede que tenga la respuesta: en la fundación no solo se baila la Danza de los Goleros, sino la de los Diablos Arlequines, que a ritmo de dulzainas rememoran la tradición del Corpus Christi en la Costa Caribe, y más recientemente, las Farotas, que aunque originarias de Talaigua Nuevo, Bolívar, acogieron los Polo para extender esta representación, sobrevenida por hombres indígenas disfrazados de mujeres para burlar a sus parejas, violadas por los españoles en la época de la Conquista.

Lo primero que bailó Héctor fue Goleros. “Desde pequeñito me ponía a ver, con la candela, a los Diablos. Empecé a ensayar y vi las Farotas y me gustaban, es como más llamativo”. ¿Y los Goleros? “Muy poco así”. ¿Por qué? Depende de los personajes, porque salir de pichón o golero negro sí. De cazador o de burro no, porque no bailan”.
 

La danza de los Diablos Arlequines proviene de la época de la conquista. Al ritmo de la música inician una marcha de idas y venidas, sonando los cascabeles o las castañuela. Saltan cruzando las piernas y alternando los brazos hacia atrás. El éxito del bailarín es lograr lanzar a larga distancia la llamarada. ©CHARLIE CORDERO 


 

Jordan Cantillo también tiene siete años bailando. John Romero tiene cuatro, al igual que Jesús Márquez. Ninguno supera los 14 años de edad. “Lo que más nos gusta son los Diablos y Farotas”. ¿Y los Goleros? “No es que no nos guste, sino que no nos llama tanto la atención, porque uno no se pinta”.

Así que los chicos han permanecido por años en la Danza de los Goleros como un efecto colateral para poder seguir disfrutando de las danzas de Diablos Arlequines y Farotas que tanto les gustan y arrojar, algún día, candela desde sus bocas. O por pintarse y brincar como mujeres en un acto que les parece divertido, aunque desconozcan el trasfondo histórico de esta manifestación.

Han ido olvidando la belleza de batir alas siendo goleros, pero no cómo hacerlo. Tienen posibilidad de recordarlo a medida que vayan creciendo y entendiendo de qué va ese Carnaval de Barranquilla que siempre mencionan pero que no alcanzan a dimensionar por la fuerza histórica de sus tradiciones, con los miedos y dolores de una región entera, y también sus luchas y alegrías transformadas en bailes.
 

Antes de los 4 días de Carnaval, el grupo realiza ensayos en medio de las calles de Sabanalarga. Los primeros espectadores del espectáculo del grupo de Apolinar son los mismos sabanalargueros. ©CHARLIE CORDERO


 

Daniel David Martínez tiene 3 años, y es su segundo como pichón. Está vestido de blanco, con sus alas pegadas al cuerpo, y las bate cuando posa a la cámara. Corre por toda la cancha de arena que está al frente de la casa de Gastón y recuerda parte de la coreografía del grupo y hasta recita un verso. Tan pequeño, solo puede danzar como pájaro y como diablito, con castañuelas, pero sin fuego.

-¿Qué te gusta más, ser diablo o golero?

-Golero.

Y sigue bailando, danzando.

Al fondo, los adultos comienzan a calzarse las medias altas y las espuelas. Es el momento del fuego para las fotos, con las máscaras llenas de espejos y el color del vestuario que se traga todo a su alrededor. A Daniel también le ha llegado el momento de cambiarse, y va por su enterizo verde, amarillo, azul y rojo, por su máscara en maché y por sus babuchas rojas.

Su papá lo lleva a la parte de atrás de la cancha, cerca de un matorral, como cualquiera de esos en los que Apolinar se escondió casi 70 años atrás para observar con lupa a los goleros en faena. Allí comienza la pelea con el viento, la encendida de fósforos, la búsqueda del ángulo exacto. El fuego sale en ráfaga, la foto queda, y Daniel solo puede mirarlo extasiado. Pide que lo maquillen, con media cara pintada de blanco y un par de pómulos resaltados con rojo intenso. También se toma fotos y le pide a su papá la castañuela. No quiere quitarse el vestido.

-¿No te gusta ser más un golero?

-No, me gusta más el diablo.
 

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Los diablos arlequines llevan encima una botellita de plástico con gasolina y una caja de fósforos. Primero se injieren un sorbo de gasolina, lo retienen en la boca, prenden un cerillo y chispean gasolina sobre el fuego. ©CHARLIE CORDERO


 


TEXTO: Andrea Jiménez Jiménez FOTO: Charlie Cordero


 

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