Opinión
El sueño de la alcachofa de Gonzalo Mallarino
En una hectárea del valle de Ubaté sembró cientos de tallos con la ilusión de ver crecer un cultivo que le permitiera sortear tiempos difíciles sin empleo.
Por: Gonzalo Mallarino*
Había perdido mi trabajo y le dije a Carmen, mi mujer, que tenía la ilusión de hacer un cultivo de alcachofas. Llevábamos pocos años de casados y teníamos dos hijos. Eran rubiecitos y yo veía todas las mañanas como iba creciéndoles el pelo sobre la almohada en que reposaban su frente y sus sueños.
Carmen me miró durante un momento y después dijo que bueno. Pedí un préstamo de lo que se llamaba entonces Ley Quinta, a un banco. Para sobrevivir, mientras se cosechaban las alcachofas, y para afrontar la inversión y los gastos que había que hacer.
¡Iba a hacer mi cultivo! Tenía yo ese sueño. Tenía yo treinta años y la luz y canción del mundo me llenaban los ojos de esperanza. Cómo se puede haber sido tan feliz…
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Una hectárea de tierra en el valle de Ubaté, me cedió en alquiler una señora mayor a la que quise mucho, que tenía un precioso hato lechero y un caballo negro azabache, de gran alzada, al que llamé Caravansari como el libro de poesía de Álvaro Mutis.
Yo a veces lo galopaba. Sí, puedo sentir ahora el viento frío en las narices y en las pestañas mientras descendemos una colina y atravesamos después un robledal. Siento el olor de la crin, veo el cuello grueso que ondula y las ancas que brillan bajo el sol. ¡Qué dicha recordar!
Pero divago, vuelvo al cultivo de alcachofas.
Me conseguí un remolque y logré acoplarlo al chasis del carro que teníamos, un Renault 9. Me decían que eso no iba a funcionar, que era mucho peso, pero el carrito era bastante nuevo y funcionó. Un señor alemán me vendió los esquejes, los tallitos que habría de sembrar. Me fui con mi remolque y mis niños y los recogimos en una finca llegando a Facatativá. Serían diez mil para una hectárea, si no calculo mal.
Ya esperaba el barbecho, el “haza oscura” que nombra Juan Ramón Jiménez en su soneto Octubre. Ya había descansado la tierra y la habíamos removido y preparado con una yunta de bueyes. Ya bajaban por los cerros las mujeres que nos iban ayudar a sembrar en la tierra los tallos y a poner en coronita los granos del primer nutriente. Ya estamos descargándolos, los niños ayudan con las manos pequeñitas.
Cuando el viento se puso más frío y la luz de la tarde empezó a vencerse, a inclinarse hacia la última banda rosada del horizonte, habíamos sembrado todos los esquejes. Estábamos rendidos. Las mujeres sonreían, había algo de porvenir, de cosa bella que va a pasar, de tiempo fecundo. Los niños cerca a mis piernas, les decían adiós y las miraban con misterio.
Aprendimos a quitar la hierba mala. A poner con cuidado los fertilizantes. A regar las plantas con una moto bomba. Armamos nosotros mismos una manguera larga, con acoples y abrazaderas, y la llevamos hasta el vallado. La primera vez que vimos funcionar los aspersores, el agua dando vueltas en el aire y cayendo, nos latía el corazón. El sonido del agua.
Los meses pasaron y los arbolitos de alcachofa ya se levantan un metro de la tierra. Los estamos mirando. Ya asoman los primeros frutos, apenas nacientes. La inconmensurable belleza de Colombia.
*Escritor