Medioambiente
La increíble historia del jardín botánico escondido en Ciudad Bolívar
Al sur de Bogotá, Édgar Parra transformó varios predios abandonados en una reserva natural con miles de especies de flora y algunos animales. Hoy, fundaciones, colegios y periodistas lo visitan para conocer su historia.
Afuera luce como una casa normal de Ciudad Bolívar: la pintura de la fachada rosada, la puerta de metal blanca, las cortinas corridas. Ningún letrero indica que adentro la vida es otra, una más verde: miles de plantas respirando, laberintos de mariposas, una terraza con dos pinos sembrados. Pocos sospecharían que detrás de estas paredes se esconde el Jardín Botánico Real de Colombia. Un lugar donde el aire es mucho más limpio y los únicos sonidos reconocibles son los garridos de loro y el correr del agua.
“La pinta es lo de menos. A veces, las fachadas son unas y adentro las cosas son otras. Esta es simplemente una forma de protestarle a la sociedad. No es mentira cuando digo que me dan ganas de ponerla peor. Debe ser por eso que me gusta tanto La estrategia del caracol”, dijo Édgar Parra, fundador del Jardín.
Graduado como arquitecto de la Universidad Nacional de Colombia, este hombre habla con tanta desenvoltura que a veces podría confundirse con distracción. Pero no: nada de lo que Parra cuenta sobre la historia del jardín es fortuito. Cada una de las cosas que menciona —la fundación de un colegio, las políticas públicas de la alcaldía de Gustavo Petro o una de las películas más reconocidas del cine colombiano— tiene una explicación lógica.
El origen del jardín
Desde siempre, Ciudad Bolívar ha sido el hogar de Édgar Parra. En su juventud, vivía en una familia de recursos limitados y lidiaba con las problemáticas sociales del entorno: violencia, inseguridad, pobreza. Entonces pensó en algunas soluciones y optó por fundar un colegio con enfoque ecológico: el Gimnasio Real de Colombia. Les pidió a sus padres utilizar su inquilinato como sede educativa y así empezó todo. No tenía más de 25 años.
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“Pensaba que la verdadera revolución había que hacerla, pero tenía que ser una revolución ecológica. No teníamos mucho espacio, solamente la casa de mis papás. Yo no tenía dinero, solo la idea. Mi papá no me creyó, pero mi mamá, como siempre, confió en que podríamos intentarlo. Desde el comienzo, en cualquier rincón, colgábamos una matica, algo”, recordó el fundador.
Conforme el tiempo pasó, Parra y su familia comenzaron a adquirir predios. El colegio fue una realidad y la proporción de naturaleza comenzó a superar la proporción de cemento. Los niños, que en algún momento fueron más de mil, estudiaban rodeados de plantas: bromelias, ojos de poeta, orquídeas. Las mariposas volaban alrededor y la gente del barrio Lucero despertaba su interés. Un día alguien le dijo que quería visitar el colegio para contemplar su riqueza natural y Parra aceptó.
“Eso fue en el 2000. Un colegio le pasó la voz a otro y los mismos niños del Gimnasio se volvieron los guías. Luego, desafortunadamente, vino la alcaldía de Gustavo Petro y el convenio que teníamos con la Secretaría de Educación se acabó. Ellos pagaban la matrícula y la pensión de los niños, pero desde 2012 ya no. Él arrasó con los convenios, sin evaluar nada”, aseguró Parra.
Aunque Parra menciona el inconveniente con las políticas de Petro como “un paréntesis” en la historia del jardín botánico, este hecho fue sustancial para el origen del lugar. Hasta 2014, Parra y su equipo educativo trabajaron con las uñas para sostener la institución, pero fue imposible sin el apoyo estatal. El colegio cerró y el espacio quedó desocupado. Y lo único que hizo la naturaleza fue crecer a sus anchas.
“Extraño mucho esa vida de educador, por eso el resentimiento con el que hablo. Extraño mucho a los niños. Sin embargo, ayer vino un grupo de 120 pequeños y el contacto con ellos fue maravilloso: las preguntas, su forma de mirar cada parte, sus opiniones. Aprendo mucho”, expresó.
Lo que vino después del cierre fue arreglar los predios, la recolección de las plantas, el cultivo de mariposas y el estudio de la botánica. Parra y su esposa se prepararon e inauguraron el jardín.
Un jardín autoconstruido
La primera sala del Jardín Botánico Real de Colombia es el museo de los insectos. En un cuarto de paredes blancas, reposan especímenes de mariposas, arácnidos y otra serie de animales. Según Parra, al ser bioindicadores, las mariposas son esenciales para contar la historia del jardín y del planeta mismo. “Si hubiera mariposas por todo el mundo, querría decir que el mundo está bien”, afirmó.
“Además de amar las plantas, amamos los insectos, sobre todo las mariposas. Son como flores de colores que se mueven y que en Colombia son muy ricas”, agregó Parra.
El recorrido continúa en el patio de las orquídeas, la terraza de las bromelias, el laberinto de las mariposas, la terraza de las suculentas y el avistamiento de un bosque nativo. En cada una de estas estaciones, el Jardín Botánico Real de Colombia reúne a cientos de especies de flora, confirmando la riqueza natural del país. También hay cactus, pinos, fiques, plantas carnívoras y flores como las mandevilla o las buganvilias.
“Son rincones que adoramos. Claramente, quisiéramos tener más, pero como el jardín no es tan grande, nos quedamos con las que más queremos. Necesitaríamos más de 20 manzanas para tener una colección completa. Aun así, la definición de ‘jardín botánico’ no existe y yo creo que puede haber jardines de miles de formas y tamaños”, apuntó.
No es inusual encontrarse con loros, colibríes y abejas durante el recorrido. Debido a las condiciones que ofrece el jardín —un abundante verde en medio de tanto cemento—, estos animales visitan constantemente la casa de Parra. Abejas y colibríes buscan el néctar de las bromelias.
“Son unas ladronas hermosas. Cerca, hay un señor que es carpintero y dentro del taller tiene cajas con abejas. Un apiario sin matas. Por eso, ellas vienen hasta aquí a robar la miel. Estos días tengo que ir a reclamar mi miel. Llévenle ese mensaje a su jefe”, exclamó Parra, divertido.
Al bajar al primer piso y atravesar un túnel, se llega al acuario. Hay peces monjitas, cebras, tilapias, peces Óscar y pronto habrá otro estanque con peces Koi.
Finalmente, para llegar a la última estación de esta experiencia ambiental es necesario salir de la casa, caminar dos cuadras y entrar en otro santuario que Parra denomina “el charco”.
“Tengo una utopía y es hacer un túnel secreto que nos conduzca hasta la piscina. La otra idea que tengo es hacer un puente liviano. En este espacio tenemos muchas más mariposas: col y espejitos del curubo. También está una piscina con agua natural, un rincón con jardines verticales y un lago”, comentó Parra.
Un hombre visionario
Alguna vez, una periodista francesa entrevistó a este hombre para conocer la historia del jardín. Ella le preguntó por su propósito y él le respondió que “haciendo esto, en el fondo, el mundo sí se puede cambiar. Sí se puede revertir esa tendencia a la aridez. Hacer un mundo más amable y vivible”.
Al revivir aquella entrevista, Parra se muestra conmovido y agregó que “a pesar de estar en una localidad tan árida y fuerte en tantos sentidos, económicos y sociales, no nos negamos a cambiarla”. Y es por ello que la mayoría de niños y jóvenes que visitan este santuario natural pertenecen a fundaciones de Ciudad Bolívar o de colegios aledaños.
Hoy, el Jardín Botánico Real de Colombia es un jardín en construcción, como todos. Aún faltan por sembrar más plantas y reverdecer más predios. Parra aspira hacerlo en cuestión de días.
Cuando Parra era pequeño su vida era por completo gris. No había plantas en su casa y la única señal de vida era un curubo que espiaba desde la terraza. En el colegio, imaginaba los patios con jardínes profusos y en la adultez grababa en videocaseteras los programas televisivos sobre lugares icónicos como los jardínes de La Alhambra en España. No es mentira: las plantas son su verdadera naturaleza.