Opinión
La vaca y el perro
Una particular historia protagonizada por estos dos animales, con un final inesperado en las sabanas de Casanare.
Por : Mauricio Bayona*
Hace cerca de un año llegó a San Pablo, mi actual casa en Casanare, por asuntos de pandemia, un astuto perro que aparentemente lo único que buscaba era cariño.
Después entendí que era mucho más que eso. También solidaridad, por ejemplo.
El perro, a quien llamé Pachin, era de la finca del frente, no tan lejos, no tan cerca, ya que para llegar de un lugar a otro se debe cruzar un señor río, el Cravo Sur, que durante el invierno se ensancha y es muy poco amable.
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Pachin sabía lo que hacía. Me acompañaba, lo más importante, sin descanso. Buen consejero, si se puede llamar así, en las jornadas de atletismo por la sabana, ágil y atento guardián si algún animal y venenoso, que los hay, rondaban por la casa. Un sincero amigo a cambio de nada. Teníamos una relación silenciosa en el día e inquieta y ruidosa cuando oscurecía, su mejor momento para curiosear e inventar cómo hacerse sentir más fuerte. Éramos felices.
La alegría, sin embargo, fue breve. Como era de suponer, Pachin había huido de su casa, pero lo que no sabía eran los motivos de su fuga, algo que nunca me contó, una de sus virtudes naturales era la de no hablar, a cambio sus gestos eran claros y contundentes.
Un día y sin avisar llegó el genuino dueño del perro a mi puerta por él. Bastaron pocos pero fuertes argumentos para entender que era suyo, aún Pachin se refugiara entre mis piernas para que intercediera por él y su aventura.
Fui muy torpe. La discreta oferta económica que puse sobre la mesa, por un perro criollo, olvidado y aparentemente desprotegido, desató la natural indignación del legítimo propietario de Pachin, un llanero, de esos tantos a los que les sobra el carácter.
No hubo más palabras. Ni solidaridad por el mejor futuro del perro. Solo un lazo en su cuello y a quien amarró a la silla del caballo y se llevó casi arrastrando a donde según él, pertenecía para siempre.
Había sido torpe, con la oferta, cierto, pero no el único. También lo fue la ingenuidad de su dueño. Luego de atravesar el ancho río, de amarrarlo a una palmera y de castigarlo no con un recital de enseñanzas sino de golpes, el inconforme Pachin logró de nuevo soltarse, botarse al agua y nadar de una vez más a la casa donde lo único que hacíamos era intentar quererlo y protegerlo, sobre todo del fuerte y poco sensible espíritu de su dueño.
No pasaron más de dos horas y su derrotado amo regresó en su caballo, descalzo, con su generoso cuchillo en la cintura y un enigmático ayudante que se encargaría esta vez de intimidar a Pachin y a mi, supuesto.
Conmigo fue fácil. Con Pachin no. La travesía de llevar de nuevo al perro a su lugar de origen duraba tres o cuatro veces más del tiempo que gastaba Pachin en romper los lazos, nadar y regresar, simplemente a donde quería estar. Historia de ida y vuelta que se repitió más de siete veces.
Todos estábamos agotados y más Pachin. Pero sucedió algo inesperado. Una gorda y valiosa vaca lechera de San Pablo había perdido el rumbo de su potrero en la sabana y había llegado a la original casa de Pachin, como si tal vez hubiera sido guiada por el perro. Pachin, nadar, sabía. ¿Pero la vaca? Y si la idea fue del muy astuto del Pachin le salió muy bien. O si lo planeó su volátil dueño, también.
Curioso, entonces, que Vladimir, el recio pero noble llanero de pies curtidos y manos anchas y poco amigo de los perros, me prometiera esta vez y con insistencia olvidarse para siempre del perro que tanto lo desvelaba a cambio de la extraviada o despistada vaca lechera. ¿Cuál creen que fue mi respuesta? ¿Y la de la cola de Pachin?
*Director de Foros Semana y Mejor Colombia
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