Opinión
¡No matemos nuestros ríos!
La falta de cultura ambiental nos ha llevado a edificar ciudades que no reconocen los entornos naturales.
Por: Juan David Palacio Cardona*
Dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno -H2O- es la composición química del agua, el preciado líquido que ha logrado marcar el origen de toda la vida y que aparece en el Génesis de la Biblia católica como el lugar desde donde Dios decidió dar principio al mundo de manera habitable. En su estado puro es transparente, incoloro e insípido y, por encima de muchos recursos naturales, es indispensable para la subsistencia de los seres vivos.
La superficie del planeta está cubierta en un 70 por ciento por agua y el 30 por ciento por tierra. Sin embargo, de ese primer porcentaje, solo el 2,5 por ciento es dulce, la única apta para el consumo humano, y se concentra principalmente en glaciares, casquetes polares, el 96 por ciento en zonas subterráneas y –una pequeña fracción- en la atmósfera, lo que quiere decir que es de difícil acceso.
A estos datos se suma que de los 7.700 millones de personas que hay en el mundo, 2.200 millones no tienen el recurso hídrico potable, mientras que otras 4.200 millones carecen de sistemas de saneamiento seguros, como lo ha señalado la Unesco.
Como es bien sabido, este líquido no solo es vital para que perduremos, sino también para todos los procesos productivos, por tanto económicos, de nuestra actividad. No obstante, conociendo su importancia, hemos cometido errores al no priorizar su preservación y al planear mal los territorios: la falta de cultura ambiental nos ha permitido construir ciudades materializadas a demanda de los intereses y comodidades de los individuos y de los sectores económicos y no bajo un plan que reconozca todos los entornos naturales.
Un ejemplo claro son los centros poblados cimentados alrededor de los ríos. Fueron vistos como una oportunidad, pues su dinámica fluvial ha permitido el desarrollo comercial, al mismo tiempo que ha servido como fuente alimentaria al poderse –en algunos casos- pescar y cultivar. Su problema radica en el crecimiento de la conurbación (es decir, el aumento acelerado de la población en las zonas urbanas), que nos ha llevado a contaminar el recurso hídrico e incluso -y de manera absurda- ha movido a ver los ríos como un espacio conflictivo en el que se han incrementado los riesgos –como desbordamientos, erosiones y socavaciones en los territorios- por la actividad humana y las obras que se ejecutan de manera indiscriminada al lado de los afluentes, sin respetar la distancia mínima que debe existir entre el fluvial y las edificaciones.
Sin embargo, la respuesta que se ha logrado desde la ingeniería ha sido canalizar los caudales para disminuir los eventos catastróficos. Y sí, el cambio de sus cauces y sus dinámicas pueden optimizar el aprovechamiento de la tierra, pero tienen fuertes impactos ambientales.
Países enteros, como Colombia, han gozado de la abundancia del patrimonio hídrico, al poderlo encontrar con relativa facilidad. Esto ha hecho que las personas crean que la riqueza natural es infinita. Sin embargo, observamos cómo –y cada vez más- existe el deterioro de las fuentes en relación con la escasez y desabastecimiento, debido a los cambios y afectaciones en los usos del suelo y en las coberturas vegetales que albergan las zonas de recarga de los acuíferos superficiales y subterráneos.
Un ejemplo es la situación que ahora se evidencia en México: expertos han señalado que si la población sigue concentrándose en los principales centros urbanos del país, para el 2030 habrá carencia de agua en las cuencas mexicanas, misma suerte que podrían correr países de Suramérica como el nuestro o Brasil. En general, solo será cuestión de tiempo para vivir los efectos de no haber sido responsables con el manejo del recurso hídrico. Pero aún estamos a tiempo.
La generación de la riqueza debe ser responsable con el medioambiente. Y cada uno de nosotros debería reconocer las bondades que nos proporcionan la vida natural y la importancia de los ecosistemas para subsistir. Lo usual no es la llegada de agua limpia a nuestras casas y lugares de trabajo para nuestras actividades cotidianas, que luego termina vaciada por un desagüe. Lo normal debería ser que consumiéramos, produjéramos y retornáramos de manera responsable los bienes y servicios naturales.
Las construcciones actuales y futuras podrían ser un punto de referencia para esto. Si las de mediana y gran envergadura hicieran un manejo adecuado de las aguas vertidas y contaran con Plantas de Tratamiento de Aguas Residuales (PTAR), sin excepción alguna y sin depender exclusivamente de las empresas prestadoras de servicios de saneamiento, evitaríamos el vertimiento de grasas, aceites y otras sustancias químicas que pueden contaminar el preciado líquido.
Para hacernos una idea: si el agua fuera la sangre que circula por nuestras venas, el hecho de que estas sustancias caigan sobre ella es como si nos inyectáramos aceite por nuestro torrente sanguíneo y luego intentáramos limpiarlo, pero aun invirtiendo todo el dinero del mundo para reparar el daño causado, no lo lograríamos.
Estamos frente a una crisis ambiental global y todos estamos llamados a reconocer el medioambiente y la dependencia que tenemos de este, no solo como la fuente de materias primas sino como la fuente de la vida en todas sus formas. Cada acto de agravio frente a ella pondrá en riesgo el bienestar colectivo.
¡El agua es más que H2O, es vida!
*Director del Área Metropolitana del Valle de Aburrá.
Twitter: @JDPalacioC
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