MUNDIAL RUSIA 2018
La matrioska uruguaya
La Selección de Uruguay llegó a Rusia alentada por la hinchada más pequeñita de Suramérica, pero terminó apoyada por casi 40.000 almas en el estadio de Nizhny Nóvgorod, en los Cuartos de Final ante Francia. Del Enviado de SEMANA al Mundial 2018.
Hace tres semanas, en esos emotivos días previos al inicio el Mundial de fútbol, los uruguayos no tenían lugar en la calle Nikólskaya de Moscú, ese boulevard iluminado que encendió la chispa de la pasión futbolera antes de que comenzara a rodar la pelota en el estadio Luzhniki. Eran tan poquitos que el trapo celeste en el que se leía “Asado y Vino para todo el pueblo uruguayo”, se perdía entre cientos de fanáticos peruanos, argentinos, mexicanos, brasileños, colombianos, iraníes y egipcios que se apoderaron de las fachadas marcando su propio territorio. Los hinchas charrúas se veían deambulando a cuentagotas, cantaban pero no se escuchaban, por lo que su presencia pasaba desapercibida. Eran como la última, la más pequeñita de las matrioskas, esas muñecas rusas de madera que se encuentran huecas y que en su interior albergan una nueva muñeca. Un puñado de uruguayos que parecieron dejar vacío su país, el más pequeño de Suramérica, pero que en los Cuartos de Final del Mundial 2018 terminaron siendo el equipo de todos los latinos.
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Cuando Uruguay aterrizó en Samara, la nasa de los rusos, no pasaban de mil aquel día que se enfrentaron en el Arena de esa ciudad a un ejército de 42.000 gargantas rusas que apoyaban al equipo local. Ese día no solo hicieron más célebre su leyenda de derrotar al anfitrión de una Copa Mundial, como lo hicieron en Brasil 1950 en plena final, o como lo habían hecho en la primera ronda de Surafrica 2010. El 3-0 que le propinaron a Rusia hizo que el “Sooooy celeste, es un sentimiento que no puedo parar…” silenciara al “Roo-si-aa, Roo-si-aa” de los aficionados locales.
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Desde ese momento, y con las eliminaciones de Perú en primera ronda, y las de Argentina, México y Colombia en Octavos de final, los uruguayos parecieron multiplicarse. O por lo menos a recibir el aliento de todos los latinos, pues exceptuando a Brasil –que ha despertado más antipatías que amores en territorio ruso-, la celeste se convirtió en el equipo que unió a Latinoamérica. Como si la matrioska uruguaya, la más pequeñita, terminara encajando en la siguiente y así sucesivamente. Así, como una gran matrioska armada, llegaron a Nizhny Nóvgorod, la quinta ciudad más poblada de Rusia, precisamente donde a menos de 80 kilómetros de su Kremlin, y en el pueblo llamado Semiónov, se elaboran las más tradicionales muñequitas rusas de madera.
Ya se notaba en la parada de autobuses de Moscú. El bus de dos pisos con destino a Nizhny, que partió a las 9:15 de la noche de la víspera al encuentro por Cuartos de final ante Francia, era dominado por uruguayos, que sin embargo no eran mayoría, pero eran los jefes de la tripulación en la que también había japoneses, mexicanos, colombianos, uno que otro peruano que sigue de travesía mundialista, y sobre todo argentinos, que pasaban por uruguayos hasta que el pasaporte que tenían que presentar al momento de ingresar al vehículo los delataba.
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Eran ellos, los uruguayos, los que llevaban la voz. Los que con ironía respondían en español a las operarias rusas, haciéndoles saber que habían entendido lo que ellas decían. Los que no respetaron los puestos para irse juntos, los que reubicaban a los pasajeros y hasta los que hacían el llamado a lista para indicarle al chofer que todos los que habían comprado boleto efectivamente estaban a bordo.
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El viaje duró ocho horas, en sillas poco reclinables y en las que era difícil descansar. Pese a ello, los uruguayos, y los que sin duda se fueron a Nizhny para apoyar a la celeste, conciliaron el sueño. Muchas bocas abiertas, cabezas que parecían descolgarse del cuello, recostadas en las ventanas, muchos cabezazos al estilo Diego Godín, y contorsiones para encontrar comodidad en un estrecho espacio. Hasta colita con colita sin darse cuenta entre los compañeros de puesto. Mientras el bus atravesaba las heladas que cubrían el paraje rural, como si fuera humo sobre la hierba, y ese amanecer con el sol redondo como una pelota de fútbol sobre el césped, que se elevaba entre esos árboles en forma de largos barrotes, y tupidos solo en la cúspide. Como si fuera la bandera uruguaya, con el Sol de Mayo en lo más alto de las nueve franjas blancas y celestes, que representan los nueve departamentos que conforman el territorio más pequeño de Suramérica. Todos aplaudieron cuando se anunció el destino final. Todos descendieron con la esperanza de ver a Uruguay clasificar a semifinales. “Vamos la celeste”.
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Pero más allá de los traspiés de las selecciones americanas, Uruguay conquistó corazones en este Mundial por su conocida forma de interpretar el fútbol. Nada agradable para los paladares más exquisitos, pero sí muy conmovedora por la forma de afrontar las más duras batallas. Esa célebre garra charrúa, que no es otra cosa que pelear cada pelota como si fuera la última, estirar al máximo cada músculo, correr hasta el cansancio, a pesar de que tuvieran que hacerlo la mayor parte del tiempo detrás de la pelota, tan bien dominada por Pogbá, Griezman, Giroud y Mbappé, quienes deleitaron con su juego colectivo, con sus pases a primera intención, con su tacos, con esas trenzas con la pelota que tejían para dejar locos a los defensas uruguayos.
En las tribunas del estadio, las camisetas celestes eran lejos de ser la mayoría, ubicadas casi todas detrás del arco sur. Eran casi que el mismo número que las blue de la France, pues este Mundial de Rusia, fuera de la cancha, parecía una Copa América, aunque a partir de semifinales será una Eurocopa. A pesar de ser en el Viejo Continente, la mayoría de visitantes vienen del otro lado del Atlántico.
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A mitad del primer tiempo se comprobó que la mayoría eran rusos, cuando se impusieron a los cánticos de franceses y uruguayos. Pero los locales, a pesar de que Uruguay fuera su verdugo en la fase de grupos, y hasta el momento el único equipo que ha podido derrotarlos, tomaron partido. “Uuu-ru-guay, Uuu-ru-guay”, adaptando el grito de batalla que dedican a su selección.
Francia se fue arriba en el marcador gracias a un gol del defensa Raphael Varane, que se anticipó a la sólida defensa charrúa y de cabeza mandó el balón al fondo de la portería de Muslera. Uruguay pudo empatar de la misma forma, un cabezazo de Cáceres que provocó la mejor atajada del Mundial, una estirada del portero Lloris al ángulo inferior de su mano derecha, y cuyo rebote, de forma inexplicable, no pudo convertir en gol Godín, en lo que pareció más un rechazo que un disparo a la portería.
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Los rusos comenzaron el segundo tiempo con ganas de remontada y por eso volvieron a animar a los uruguayos. Pero todo se derrumbó cuando el arquero Muslera falló en despejar el poco peligro que parecía tener un disparo de Griezman. Fue el segundo tanto del juego, y que el estadio recibió con un una exclamación de frustración, en lugar del júbilo que por lo general provoca la palabra gol. Los útimos minutos, el puñado de uruguayos se levantó de sus asientos para cantar eso de “sooooooy uruguayo, es un sentimiento que no puedo paraaaar…”.
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La última esperanza de los latinos, la matrioska más pequeña que se volvió la más grande, se despidió del Mundial. Rusia 2018, después de la posterior eliminación de Brasil, se quedó sin suramericanos y con aromas de Eurocopa. Los latinos, sin embargo, seguirán rondando carreteras detrás de la más universal de las pasiones, la que solo se vive detrás de una pelota.