MUNDIAL DE RUSIA 2018
Con el corazón en la boca, la inolvidable batalla en el Spartak de Moscú
En 120 minutos y una tanda de tiros desde el punto penal pareció resumirse toda la historia del fútbol colombiano. Así se vivió un partido de fútbol que jamás se borrará de la mente de los que alentaron a la Selección Colombia en Rusia. Del enviado de SEMANA a la Copa Mundo 2018.
Rodrigo Urrego Bautista
Enviado SEMANA
Moscú, Rusia
Del calor sofocante y asfixiante de ‘Kazánquilla’ y de ‘Samaria’, como fueron rebautizadas las dos ciudades - Kazán y Samara-donde la Selección Colombia salió victoriosa en la primera ronda, a la nevera para hacer historia en los Octavos de final ante Inglaterra. El término con el que los costeños se suelen referir a Bogotá, caía como anillo al dedo para describir a Moscú. La capital rusa amaneció con el cielo cárdeno y encapotado, y este 3 de julio -el día más largo para los colombianos en esta loca aventura llamada Rusia 2018- el frío y el viento calaba hasta en el tuétano de los huesos, como si se estuviera a 2.600 metros más cerca de las estrellas, y en plena cordillera Oriental. Las camisetas amarillas tuvieron que refugiarse debajo de chaquetas para invierno, y de las mangas y pantalones cortos a las bufandas, gorros y hasta calzoncillos largos. Primer presagio de que las cosas no serían del todo un carnaval.
Foto: Agencia Anadolu
Para nadie es un secreto que en Bogotá, Colombia nunca consiguió la clasificación a un Mundial, aunque en El Campín dio la única vuelta olímpica de su historia (la Copa América de 2001). Por eso Barranquilla –por su elevada temperatura, pero también por cábala- hace tiempo se ganó el título de la ‘Casa de la Selección’. ¿Será otra cosa en el frío de Moscú? Era la incertidumbre que rondaba a quienes habían viajado 16 horas desde Samara a la capital rusa a la cita de los Octavos de final.
Sin duda que el frío impactó, y los primeros en sentirlo fueron aquellos que desde el amanecer empezaron a rondar el segundo estadio de la capital rusa, el Spartak, que guardando las proporciones era como jugar en Bogotá pero en el estadio de Techo, el de la Primero de Mayo, al lado de Mundo Aventura, y cerca de la famosa ‘cuadra picha’. La mayoría iban en busca de una boleta de última hora. Los caucásicos europeos y hasta los africanos senegaleses querían adelantar su agosto a costillas de la ilusión de los colombianos, y ofrecían boletas hasta en 700 dólares, incluso las de categoría 3. Era la primera daga en el pecho que hizo borrar la sonrisa de la cara de los hinchas de la tricolor, que si por algo se habían caracterizado en este Mundial era por hacer reír a carcajadas a los fríos y calmados ‘rusinskis’.
Las afueras del Spartak fueron muy diferentes a las del Kazán Arena o del Samara Kazán. Se cantaba pero con esfuerzo, el cansancio de dos semanas y media y miles de kilómetros no era cuento y ya pasaba factura, a tal punto que así Colombia derrotara a Inglaterra, ya muchos tenían decidido regresar a casa. Los colombianos suelen sacar fuerzas de donde no las hay, pero el deseo de tirar la toalla cada vez más parecía ser el más seductor.
Es probable que el himno nacional haya sido el que menos decibeles haya registrado de los cuatro que se entonaron desde que se escuchó por todas las calles de Saransk, esa pequeña ciudad donde Colombia perdió contra Japón. Es probable. Y aunque era evidente que las camisetas amarillas eran mayoría en las tribunas del Spartak, por los menos en un 70/30 (eso sí, contando la cantidad de rusos que fueron vestidos de colombianos), los ingleses eran los que parecían de carnaval. Desde que comenzó el partido no pararon de retumbar sus tambores y sus trompetas, ni tampoco sus gritos intimidantes, propios de la mala fama que hicieron los hooligans. “Ennnngland, Ennngland”.
En cambio, los colombianos solo se sintieron mayoría cuando salieron los equipos. El grito era “Éeeeeel Tigre Falcaaaaao”, que ante la ausencia de James (que sin duda golpeó la moral de todos), era el santo al que todos se encomendaron. Pero comenzó el partido y la afición colombiana lo vivió en silencio, como si fuera un funeral. La sensación de que sería el último partido invadía a aficionados y periodistas, y los únicos gritos que salían de la tribuna eran cuando los jugadores colombianos se barrían para detener ataques ingleses, para rechazar bien lejos la pelota, para despejar peligro. Como en aquellas épocas del siglo pasado, cuando la Selección Colombia jugaba a que no la golearan. No en vano, hasta el 5-0 de 1993 de la eliminatoria al Mundial de Estados Unidos, las mayores hazañas del equipo nacional habían sido un par de empates. De hecho, el 4-4 ante Rusia -gol olímpico de Marcos Coll incluido -el único que se ha marcado desde el córner en una Copa del Mundo- le duró al país tres décadas, hasta Italia 90. En el Spartak, Colombia parecía ese visitante que salía a defenderse.
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Los primeros minutos se vivieron con auténtico pánico. Inglaterra le había regalado la pelota a Colombia para que jugara de lado a lado. Pero cuando los de rojo tenían el balón, o cuando Ashley Young (el número 18) mandaba centros perfectos al área colombiana, los gritos eran como de película de terror, o como los que se escuchan en la Santamaría cuando un toro cornea a un torero. Solo hasta el minuto 22 la fanaticada colombiana se levantó de la emoción, cuando Falcao por primera vez dominó un balón al borde de las 18 yardas del área grande. Pékerman, veía el juego de brazos cruzados, aplaudiendo a veces los voluntariosos esfuerzos de sus jugadores, y tomando sorbos de agua de una botella que el aguatero cada nada se encargaba de levantar, cuando el seleccionador nacional la arrojaba en la zona técnica. Gritos de ilusión hubo en los dos balones que le quedaron a Quintero, también cerca al área, pero que se convirtieron en frustración cuando lo que deberían ser opciones de gol terminaron en la tribuna, o como mansa paloma en las manos del portero inglés. El encargado de vestirse de James fue Quinterito, a la altura de como algunos lo llaman en Colombia, en esa mala costumbre de apelar a los diminutivos. Después, nunca apareció.
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Para minutos, los que trascurrieron entre el 37 y el 41 de la inicial. Young de nuevo se alistaba a levantar un cobro de falta desde la línea de occidental. En el área, Barrios le metió un cabezazo a un jugador inglés y el banco de suplentes de los europeos se levantó a pedir la tarjeta roja. Pékerman se encaró con el arquero de Inglaterra, mientras su asistente Néstor Lorenzo se fue a convencer al juez asistente de que no había nada. Se temió lo peor. Era roja para el colombiano y tras el cobro por poco se abre el marcador. El primer tiempo finalizó con los colombianos pidiendo tiempo.
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Nada cambió en el segundo tiempo. El sufrimiento era no apto para cardiacos, tanto que lo mejor era taparse los ojos. El cronómetro marcaba el minuto 51 cuando el árbitro gringo pitó una falta de Mojica en el sector de oriental. Pékerman, como si presagiara lo peor, miró al cielo y se le escapó un prolongado grito: “Nooooo”. La falta se cobró y terminó en el tiro de esquina. Un nuevo centro y todo el banco de suplentes de Inglaterra se levantó a pedir penal. Carlos Sánchez se había colgado de un jugador inglés y el referee señaló el punto penal. El gol de Inglaterra pareció quitarle a los colombianos la pesada cruz que cargaban a cuestas, el pánico y el miedo se transformó en rabia. Desde ese momento las tribunas del estadio Spartak parecían las de El Campín tras cada decisión arbitral, que pitaba faltas contra Colombia, pero que se hizo el de la vista gorda cuando los ingleses iban a por las costillas de Falcao, al que molieron a golpes. “Hijueputa, hijueputa”, el corito celestial que bautizó el finado Édgar Perea, fue el grito que se impuso sobre los tambores y las trompetas de los ingleses.
La tribuna colombiana se levantó al minuto 81, cuando Carlos Bacca se robó un balón y se fue directo a la portería, se la entregó a Cuadrado pero este la mandó a la tribuna. Parecía todo consumado. La impotencia sacó lo peor de los colombianos. En el Spartak se oyó ese grito de “Chulo, chulo hijupeuta…”, de nuevo con destino al árbitro. Y desde la tribuna de oriental se lanzaron vasos llenos de cerveza cuando Young se tiró al piso tras un leve roce, y se revolcaba en la grama como si fuera a morir. Todo para hacer tiempo.
Hasta que llegó ese último minuto. El disparo de Mateus Uribe que fue despejado al esquina, y el córner que levantó Cuadrado y encontró esa torre llamada Yerry Mina. Un empate que trajo a la memoria aquel gol de Freddy Rincón ante Alemania en Italia 90, y cómo no, ese gol de cabeza que Andrés Escobar marcó en el estadio de Wembley ante Inglaterra, y que también entró besando el travesaño. Con su propia medicina, la pelota quieta. Fue tanta la emoción que hasta James, en la tribuna, ya veía el partido sin chaqueta y con camiseta en manga corta, en semejante frío de la noche moscovita. "Goooool hijueputa, gooooooolazo hijueputa". Los goles en Colombia se cantan con nombre y apellido.
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Los colombianos que antes del juego parecían tirar la toalla por tener el cuerpo destrozado, parecían resurgir de las cenizas y ahora se mostraban dispuestos a pegarse una paliza de 16 horas, de nuevo, hasta Samara. Hasta se revivió aquel grito de “Ehhh, oeeee, oeeee, oeee, oeeee, oeeee, oaaaa, uuuhhhh”, tan celebre en el Metropolitano de Barranquilla cuando Colombia se clasificó al Mundial del 90, después de 28 años, cuando debutó en Chile 62.
Tiempo extra. ¿Firmar los penaltis o noquear a Inglaterra? La oportunidad de tener contra las cuerdas a un campeón del mundo se pulverizó, y la agonía se prolongó hasta el punto de los doce pasos, donde Colombia no ha ganado nada (excepto dos Libertadores, pero a nivel de clubes). Minuto 97, primer tiempo de la prórroga, Young saca de banda y pilla a un compañero distraído, Miriel roba la pelota, se la entrega a Bacca para marcar el 2-1, gol que sin embargo no sube al marcador. El VAR del diario Marca (España), en plena transmisión, asegura que era gol de Bacca, como aquella frase tan célebre de Brasil 2014 que aún se sigue repitiendo: "era gol de Yepes". De nuevo corito para el árbitro, el estadounidense Mark Geiger, que entró en la lista negra de pitos que le han metido la mano a la Selección, esa que encabeza el desaparecido Hernán Silva, chileno, el mismo que en las eliminatorias a Italia extendió el reloj hasta el minuto 98 en el Defensores del Chaco de Asunción hasta que Paraguay marcara el gol de la victoria.
Pero tras el épico empate, los cobros desde el punto penal se vivieron con auténtica ilusión, más aún con los ejecutados por Falcao, Cuadrado y Muriel (que se desquitó de aquella definición en la Copa América de Chile 2015, en los cuartos de final contra Argentina), pero sobretodo con el atajadón de David Ospina. Pékerman, con el corazón en la boca, prefería taparse los ojos con su mano para no mirar.
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Pero de nuevo, como cuando el Once Caldas tenía la oportunidad de ganar la Copa Intercontinental ante el Porto, en el 2004, pero el penal que daría la ventaja fue al palo, esta vez pareció como un déjà vu, pero en las botas de Mateus Uribe. Los ingleses, los inventores del fútbol, y los que lo llevaron a Colombia a comienzos del siglo XX por Barranquilla, en cambio no desaprovecharon la oportunidad. Y como ha sido el santo y seña de la historia del fútbol colombiano, otra vez faltaron cinco centavos para el peso. Carlos Bacca, que también falló el quinto cobro, se marchó llorando como niño al vestuario, consolado por el abrazo de Néstor Lorenzo y Esteban Cambiasso. James fue el que consoló a Mateus Uribe, y el resto del plantel, ya en los primeros minutos del 4 de julio en Moscú, se fue a aplaudir a los colombianos a los que se les escurría las lágrimas, de pie, en las tribunas. Fueron 120 minutos y una tanda de penales inolvidables. La aventura llamada Rusia terminaba de forma heroica. Ahora, a pensar en Catar 2022. Gracias a los miles de colombianos que dejaron el alma y la piel alentando a la selección, recorriendo miles de kilómetros de carreteras y ferrocarriles rusos. Ellos también merecen la Cruz de Boyacá.