Afganistán
Afganistán: Salud Hernández-Mora cuenta lo que vivió en la tierra de los talibanes
Salud Hernández-Mora estuvo un mes en Afganistán en 2004, cuando se preparaban las elecciones tras la caída del Gobierno talibán. “A pesar del entusiasmo del mundo libre, nadie podía negar que era una democracia ficticia”.
Estos días recordé la imagen de Mohammad Najibulá, torturado y colgado de una farola de Kabul, junto a su hermano. Entonces nadie imaginó que los talibanes llegarían tan lejos y no respetarían la vida del popular presidente socialista, amigo de la Unión Soviética, otro imperio derrotado en Afganistán.
Han pasado 25 años, pero Ashraf Ghani debió rememorar aquel episodio antes de abandonar a su suerte, sin el menor pudor, a sus compatriotas en el momento más crítico. Cierto que tenía razones para temer un destino parecido. Acusado de ser un títere de Washington y encabezar un Gobierno corrupto, alejado del pueblo, ni siquiera podía contar con sus soldados para defenderlo. Las Fuerzas Armadas, entrenadas por Occidente, resultaron tan artificiales como la democracia que le encumbró al poder.
Su fuga a Tayikistán con miembros de su gabinete, y la irrupción del Ejército talibán en Kabul, sin apenas disparar un tiro, constataron la insignificancia del último presidente elegido en las urnas y escenificaron la estruendosa derrota de Occidente y todo lo que el mundo libre encarna.
Ahora todos dirigen el dedo acusador hacia Joe Biden, pero deberían ampliar el blanco de la diana porque no solo se trató de una humillante capitulación de la Casa Blanca. También de la política europea y su sempiterno y frustrado empeño en implantar el modelo democrático en sociedades islámicas. “Nunca entendimos lo que es Afganistán”, manifestó en su momento Douglas Lute, antiguo responsable del programa contra las drogas en el país asiático. No le faltaba razón. Tampoco los soviéticos y ni siquiera los británicos en el esplendor de su imperio.
De profundas tradiciones musulmanas, habituados a las guerras y a las invasiones, divididos en etnias y tribus que se aman y odian según el momento, más fieles a sus líderes y al Corán que al débil presidente de turno, sostenido siempre por alguna potencia extranjera, se antojaba aventurado pensar que la coalición internacional podría encauzarlos hacia algo parecido a un Estado de derecho.
Pero nadie podrá negar que durante los años, pastoreados por Occidente, Kabul y otras partes de Afganistán conocieron un desarrollo como jamás lograron bajo la bota talibana. Y ahora que la comunidad internacional está en estampida, el país corre el peligro de desmoronarse de nuevo.
Habría que remontarse al 11 de septiembre de 2001 para intentar comprender la última etapa de una nación convulsa y dividida, que apenas ha conocido la paz. Después de los atentados de Nueva York, Washington volteó la mirada hacia la Alianza del Norte, una fuerza militar fundada años atrás por diferentes señores de la guerra de las etnias tayika, uzbeka, hazara y pastuna para combatir al Gobierno del mulá Omar. Habían contado en sus inicios con el apoyo de Irán, Rusia y Tayikistán, entre otros Estados con grandes intereses en la estratégica Afganistán, porque si algo distingue a las guerras afganas, es que potencias foráneas y jefes tribales cambian de bando con pasmosa facilidad. Los acérrimos enemigos de hoy serán los nuevos mejores amigos del futuro.
El refuerzo gringo dio sus frutos, y un mes más tarde entraba en Kabul la Alianza y emprendían la huida los talibanes. Antes de terminar el año, a velocidad del rayo y bajo el paraguas de la Otan, nacía Isaf (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad), integrado por Alemania, Gran Bretaña, España, Francia, Italia y Dinamarca, entre otros. Al mismo tiempo, las guerreristas facciones afganas, algunas muy sanguinarias, acordaban desmovilizar sus unidades y nombrar al occidentalizado y carismático Hamid Karzai como el presidente de un Gobierno de transición, donde cabían autores de masacres de hasta 5.000 personas en una sola batida. Después ganaría las primeras elecciones de 2004 y repetiría mandato.
A pesar del entusiasmo general en los gobiernos del mundo libre, nadie podía ocultar que se trataba de una democracia bastante ficticia. A la corrupción rampante se sumaban una nula cultura electoral y que la mujer, con contadas excepciones, seguía siendo un apéndice del hombre.
Pero Kabul conocía por primera vez la invasión de cientos de miembros de Isaf, ONU, organismos internacionales y ONG, y pese a la precariedad económica, restaurantes y hoteles abrían sus puertas para albergar a la horda de extranjeros que, a su vez, requerían intérpretes y empleados locales de todos los niveles y no solo en la capital. Los mismos que ahora se aglomeran en los alrededores del aeropuerto de Kabul en la desesperada búsqueda de un cupo que les libere de una muerte probable. Pocos creen en las palabras conciliadoras de los talibanes.
“Mis dos hermanas, mi madre y yo pasamos tres años durante el régimen talibán encerradas en casa, no podíamos salir para nada. Todo lo de la calle lo hacían los hombres. Fue un martirio”, me decía en su día, en la norteña Mazar-e Sharif, una chica afgana que trabajaba para la ONU. Dentro de la oficina solo llevaba el velo que cubre el cabello, pero al salir a la calle se embutía el burka para evitarse problemas. Nunca terminaba de sacudirse el miedo.
Además de acabar con el santuario terrorista y encabezar la misión de democratizar el sistema feudal, Isaf debía ayudar a liberar a las mujeres del yugo del extremismo islámico y modernizar una de las naciones más paupérrimas del planeta: ocupa el número 170 de 189 países en desarrollo humano. Demasiadas cuerdas para un violín, así tuviera un abanico de entusiastas intérpretes. Y aunque dos décadas parecen una eternidad, no son nada cuando estaba todo por hacer, empezando por tomar el control total de Afganistán, algo que nunca lograron. Los talibanes conservaron algunos feudos.
En cuanto a las mujeres, consiguieron abrirles una rendija y, al menos, escolarizar a tres millones de niñas. Pero no dejó de ser una nación donde impera el islam y, por tanto, la mujer carece de libertades reales, a tal punto que gran parte de las familias solo permiten que trabaje siempre y cuando vaya acompañada en todo momento de un pariente masculino cercano.
“Me sentía libre cuando vivía en Pakistán. Aquí, si el hotel no contrata a mi hermano para una labor que esté cerca de la recepción, yo no podría trabajar”, me confesaba la recepcionista del hotel de Kabul donde me hospedaba. Había estado refugiada en la fronteriza Peshawar durante la etapa talibana y le parecía un paraíso de libertades al lado del asfixiante Afganistán.
Al margen de las atrocidades de los talibanes, la destrucción de los dos budas gigantes de Bamiyan conmocionó al mundo. Les lanzaron cohetes, dispararon con tanques y al final obligaron a lugareños, bajo amenaza de muerte, a abrir huecos en las espléndidas figuras para llenarlos de dinamita hasta que pulverizaron 1.500 años de historia.
Por eso, Unesco, que lo declaró Patrimonio Cultural en Peligro, emprendió la tarea de proteger uno de los parajes más bellos del planeta, habitados por hazaras chiitas y tayikos sunitas, dos etnias que se odian. Pero incumplieron casi todo lo prometido.
En estos años solo se recuperaron algunos pedazos de los budas y hay tímidos avances en la restauración. Si bien los talibanes emitieron un comunicado ordenando a sus combatientes respetar los lugares históricos, no está claro qué sucederá más adelante. Lo único seguro es el éxodo de hazaras hacia Irán y el regreso de tayikos refugiados en Tayikistán.
Veinte años no son suficientes para cambiar una realidad tan compleja contra la que los países más desarrollados se volvieron a estrellar.