ANÁLISIS

¿Cómo entender el discurso provocador de Trump en Naciones Unidas?

Las palabras del presidente de Estados Unidos ante la ONU todavía retumban en el mundo por su fuerte mensaje a Corea del Norte. El docente del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia analiza la situación.

Juan Gabriel Gómez Albarello *
21 de septiembre de 2017
| Foto: SEMANA

Cuando Trump habla de destruir totalmente a Corea del Norte, si no le queda otra opción, como lo hizo el 19 de septiembre en la Asamblea de Naciones Unidas, hemos de poner tales afirmaciones en perspectiva. Trump le habla a varias audiencias a la vez. A la audiencia interna, la procura cautivar con una fantasía narcisista de omnipotencia – destruir totalmente a un adversario supone que uno tiene un poder total para realizar tal acción. A la audiencia externa, Trump procura abordarla con el lenguaje que mejor conoce: el del matoneo. Vía la intimidación, Trump quiere realizar objetivos que no todo el mundo considera deseables, tales como abandonar el acuerdo con Irán acerca de su programa nuclear.

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La retórica de Trump viene in crescendo. A finales de abril del presente año, Trump dijo que existía la posibilidad de “un gran, gran conflicto con Corea del Norte”, pero añadió que seguía dispuesto a utilizar las vías diplomáticas. Dado que Corea del Norte continuó con sus pruebas nucleares y el lanzamiento de misiles balísticos, y también su retórica agresiva, el 8 de agosto Trump escaló su discurso. Dijo: “Es mejor que Corea del Norte no le haga más amenazas a los Estados Unidos. Se las verá con fuego y furia en un grado que el mundo nunca ha visto”. La amenaza de destrucción total, proferida en la Asamblea de Naciones Unidas, es la culminación de una escalada retórica que lo deja a uno preguntándose qué va a venir después.

En un largo artículo publicado en agosto por Newsweek, Bill Powell sugiere que los militares que rodean a Trump (Mattis, Kelly y McMaster) tienen la suficiente autoridad para contenerlo. Un tipo que no respeta a nadie o casi nadie, como lo ha mostrado con sus rivales políticos, a quienes no para de ponerles apodos, aparentemente se comporta de manera diferente con generales que han sabido ganar muchas batallas. Por tanto, podríamos tener la tranquilidad de que esos generales pondrían a Trump en su sitio, en caso de que quisiera transformar en hechos sus palabras provocadoras. No obstante, la nota final del artículo de Powell, de un sólo plumazo, vuelve a dejar todo en el aire, al decir que no hay ninguna garantía de que Trump escuche a sus generales, cuando más necesario sea su consejo.

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En la primera presentación formal de su política exterior, cuando era candidato, Trump afirmó el principio de la impredecibilidad. Ya como presidente, Trump ha generado suficientes ambigüedades en su relación con sus aliados europeos y con potencias rivales, como China, que sólo adquieren sentido si se las pone en el marco del sin sentido de no poder predecir qué es lo que va a hacer. Como lo han destacado varios observadores, una cosa es que un jugador se rehúse a poner todas las cartas sobre la mesa; otra muy distinta es que genere la impresión de que está dispuesto a hacer lo que nadie más haría. Ya lo hizo con el Acuerdo de París. Anticipándose a los hechos, la circunspecta primera ministra alemana, Ángela Merkel, declaró a la prensa que los europeos tendrían que aprender a valerse por sí mismos. Esa era una nada velada referencia a la imposibilidad de seguir confiando en los Estados Unidos. Dicho esto, uno sí tiene que tomarse muy en serio la posibilidad de que Trump quiera realizar su amenaza de destrucción total de Corea del Norte.

Esta no es la primera vez que Estados Unidos le ha hecho amenazas al régimen norcoreano. En 1994, Bill Clinton hizo pública su disposición de realizar ataques militares preventivos contra Corea del Norte, con el fin de detener su programa nuclear. Lo hizo de manera absolutamente unilateral, lo cual causó mucha indignación entre los coreanos del sur, quienes iban a ser tan afectados como los del norte, y en cualquier caso mucho más que cualquier ciudadano estadounidense. Esa perspectiva devastadora, que la opinión mundial seguramente condenaría, hizo que Clinton se echara para atrás.

En una rueda de prensa el 30 de noviembre de 1950, durante el primer año de la Guerra de Corea, el presidente Truman dio a entender que los Estados Unidos siempre habían incluido en sus cálculos estratégicos el uso de armas atómicas. Sin embargo, a renglón seguido, Truman agregó, “No quiero ver que se usen. Son armas terribles y no deben ser usadas contra hombres, mujeres y niños inocentes, que no tienen nada que ver con la agresión militar [de los norcoreanos]”. Como es sabido, Estados Unidos no usó armas atómicas, pero descargó sobre Corea del Norte una cantidad de bombas cuya cantidad la opinión pública desconoce: 635.000 toneladas, con las cuales destruyeron una gran parte de todos los centros urbanos.

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Hoy, como ayer, los Estados Unidos se aferran a la doctrina de que podrán romper la voluntad del oponente con un uso desproporcionado de la fuerza. Más no sólo desproporcionado; también inmoral. Como los bombardeos en la Guerra de Corea, la amenaza de destrucción total proferida por Trump está en abierta contradicción con uno de los pilares fundamentales de la legalidad internacional: la obligación de distinguir entre combatientes y población civil. La retórica de la destrucción total hace caso omiso de esa diferencia y nos pone en un escenario en el cual es difícil seguir hablando de naciones civilizadas.

En un debate en la Cámara de los Comunes en Londres, un diputado de la oposición le preguntó a la primera ministra, Theresa May, si estaba dispuesta a autorizar ataques nucleares que podrían causar la muerte a centenares de miles de hombres, mujeres y niños inocentes. Sin ningún tipo de compunción, May respondió, “Sí, y quisiera decirle al honorable caballero que el punto fundamental de la disuasión es que nuestros enemigos necesitan saber que estaremos preparados para usar (las armas nucleares).” Declaraciones de este tenor son evidencia de un clima moral en el cual ya no se podría distinguir entre organizaciones terroristas y los estados luchan contra ellas. Cuando los estados afirman su disposición a usar armas de destrucción masiva y amenazan con usarlas, como lo han hecho Theresa May y Donald Trump, quizá esto signifique que hemos alcanzado el punto más bajo de la civilización, el punto en el cual ésta ya es casi indistinguible de la barbarie.

Lo dicho no debe interpretarse como un cheque en blanco a favor del cruel y opresivo régimen norcoreano. El punto es que ese es un régimen paria, que ningún estado considera baluarte del orden internacional. Por el contrario, Estados Unidos y el Reino Unido se autoconsideran los portaestandartes de la legalidad y la moralidad internacional. En realidad, están contribuyendo a socavarla, como lo han hecho Rusia con Georgia y Ucrania, y China con los islotes ubicados en el llamado Mar del Sur de China. Las violaciones de Rusia y China son graves, pero las amenazas de Trump lo son más pues sobrepasan de lejos el efecto de las armas convencionales y ponen a la humanidad ante el riesgo de un verdadero armagedón.

Hoy más que nunca es necesaria una condena pública de las armas nucleares y de su disposición a usarlas. Nadie debería abrigar ninguna duda acerca del hecho de que esas armas son en sí mismas inmorales. Incluso aquellos que consideran la guerra como medio apropiado para realizar la justicia, no pueden justificar guerras desproporcionadas, en las que no se hace distinción entre civiles y combatientes. Hoy más que nunca es necesaria una gran movilización mundial contra esas armas de destrucción masiva.

Para promover esa movilización, los alcaldes de Hiroshima y Nagasaki fundaron una asociación mundial de alcaldes por la paz. Dieciséis ciudades colombianas hacen parte de ella, incluida la capital, Bogotá. En esta terrible coyuntura, sería deseable que más ciudades se unieran a esa asociación y que, las ya vinculadas, se pusieran manos a la obra a concientizar a la ciudadanía acerca del imperativo de abolir las armas nucleares.

Coda: Varias veces el cine le ha dado expresión a la ansiedad que nos causa la perspectiva de una guerra nuclear. A este respecto, la película más conocida es la de Stanley Kubrick, Doctor Strangelove, o cómo aprendía a dejar de preocuparme y a amar la bomba. Punto Límite (Fail-Safe) de Sydney Lumet, es más sombría, pero más profunda. Pero si se quiere reír con el improbable escenario de un país improbable que quería perder una guerra con Estados Unidos (para que este luego lo reconstruyera) y, sin embargo, la gana por accidente, le recomiendo El ratón que rugió (The mouse that roared), con el inolvidable Peter Sellers.

*Profesor asistente, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.