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Con el reemplazo de Ginsburg, la Corte de EE. UU. se reafirma en su conservatismo
Amy Coney Barrett es la tercera persona que el presidente Trump logra poner en el tribunal. De esta manera, los republicanos tendrán una mayoría de seis contra tres en el órgano judicial más importante del país. Muchas cosas están en juego.
Pocos nombramientos tienen tanta trascendencia en Estados Unidos como el de los magistrados de la Corte Suprema. Como se trata de cargos vitalicios en un sistema legal (el Common Law) basado en los antecedentes jurisprudenciales, los magistrados tienen un poder extraordinario que pueden ejercer hasta que así lo decidan. De su orientación ideológica depende en buena parte el rumbo del país en los temas más sensibles de la sociedad. De ahí que los presidentes consideren parte importante de su legado la manera como quede conformada esa alta corporación al final de su mandato.
Este propósito, por más que sea controvertible, es legítimo. Pero en el caso de Donald Trump ante la muerte de Ruth Bader Ginsburg adquiere tonalidades más oscuras. En efecto, el magnate el jueves se negó a garantizar que entregaría el poder si pierde con Joe Biden. Desde ese momento, varios observadores han señalado que, de haber una disputa electoral, el caso llegaría en última instancia a la Corte Suprema. Ello explicaría su renovada obsesión por tener unas mayorías sólidas allí.
Sea cual fuere su propósito, Trump anunció su intención de presentar este sábado al Senado una candidata conservadora a pesar de que faltan menos de seis semanas para las elecciones. En contraste, cuando murió el anterior magistrado, Antonin Scalia, Barack Obama no pudo hacer lo mismo por la oposición de los republicanos, a pesar de que le quedaban seis meses de mandato.
Hasta hace pocos días, el nombre de Ruth Bader Ginsburg no le decía mucho a la mayoría de los ciudadanos del mundo. ¿Quién era esta mujer y por qué su partida podría cambiar el rumbo de la política en Estados Unidos? Esta legendaria funcionaria judicial, cuya vida motivó una película, se caracterizó por su carácter, su temple y su determinación para rebelarse contra los roles establecidos que la sociedad retrógrada de entonces había designado para las mujeres.
El país que deja la jueza al momento de su muerte, en buena medida gracias a sus batallas, es muy distinto al que a ella le tocó vivir. En sus años del colegio, Kiki Bader, como le decían sus amigos, tuvo una infancia y adolescencia encajada en los roles de género de la época. Sin embargo, un día antes de graduarse de bachiller, la muerte de su madre le cambió la vida.
Su progenitora siempre había sido una estudiante estrella y por eso logró ingresar a una universidad. No obstante, sus padres la obligaron a desertar para pagarle la educación a su hermano. Ginsburg juró que en adelante iba a dedicarse a vivir la vida que le negaron a su madre. Se enamoró de su esposo Marty, de quien dijo que fue el primer hombre que se interesó en que ella “tuviera cerebro”.
Entraron casi al tiempo a estudiar a Harvard, en donde Ruth Bader se convirtió en una de las nueve mujeres de una clase con más de 550 hombres. Salió con honores de la universidad más importante del mundo y, aun así, por el simple hecho de ser mamá, muchos le cerraron la puerta. No obstante, se sobrepuso y tuvo vida llena de victorias en sus batallas por la causa feminista.
El presidente Bill Clinton la convirtió, en 1993, en la segunda mujer en llegar a la más alta dignidad: un asiento en la Corte Suprema. Desde esa tribuna, Bader fue determinante para cambiar los roles de género. Pudo conseguir que las mujeres fueran aceptadas en las escuelas militares, se encargó de ofrecerles condiciones de igualdad laboral y, por medio de sus sentencias, logró labrar el camino hacia una sociedad abierta que garantizara las mismas oportunidades para todos.
Ruth Bader Ginsburg se convirtió entonces en un símbolo cultural perdurable para la causa feminista. Pero más allá de su vida y de su legado, la muerte de ‘the Notorious RBG’ desató una crisis política e institucional sin precedentes. Su deceso no pudo llegar en un momento más turbulento del acontecer nacional.
La batalla
En ese país, la Corte es un verdadero contrapoder que, en varias ocasiones, supera el del presidente. El proceso de confirmación de un nuevo miembro es complejo y engorroso. El presidente lo nomina, luego viene una etapa de verificación de antecedentes y capacidad que los norteamericanos llama “vetting” y finalmente el Senado cita al nominado a una audiencia para interrogarlo y vota para dar la última palabra.
Evidentemente los demócratas, que hoy no tienen las mayorías en el Congreso, están haciendo todo tipo de malabares para evitar que Donald Trump designe a la que sería su tercera silla en la Corte. Si eso ocurre, esa corporación quedaría con una aplanadora republicana que marcaría la agenda de los años por venir.
Los miembros del partido de Obama y de Biden, que esperan que este último gane las próximas elecciones presidenciales, hacen hasta lo imposible para poner freno a las aspiraciones de Trump. Sin embargo, el presidente tiene la sartén por el mango y es prácticamente seguro que se quedará con ese escaño en la Corte. Trump ya anunció que su nominada será la juez Amy Coney Barrett.
Barrett, oriunda del estado Louisiana, egresada de Notre Dame y católica practicante, fue pupila del fallecido juez Antonin Scalia cuando trabajó en la Corte a comiendo de la década de los 90. Él, pese a ser íntimo amigo de Ginsburg, fue el líder del bloque conservador del tribunal y era conocido por su visión originalista del derecho. Voces del mundo jurídico norteamericano sugieren que Barrett sería “la versión femenina de Scalia”, lo que se traduce en una orilla opuesta a la defendida por Ginsburg en sus más de 27 años en la corporación.
“Los jueces no son legisladores y deben estar decididos a dejar de lado cualquier punto de vista político que puedan tener” afirmó Barrett en el Rose Garden de la Casa Blanca después de que Trump anunciara su postulación a la magistratura que dejó Ginsburg. Estaba acompañada de su esposo y sus siete hijos.
Con 48 años —lo cual garantiza una larga estadía suya en el cargo— sería la tercera persona que el presidente republicano designa en la Corte Suprema, un caso sin precedentes en la historia de Estados Unidos. Calificada como “una de las mentes más brillantes del derecho”, Barrett aterrizará con sus opiniones opuestas al aborto, a las luchas de minorías como la comunidad LGBTI y la migración.
Lindsey O. Graham, presidente del Comité Judicial del Senado, marcó una agenda agresiva para hacer la confirmación antes de las elecciones presidenciales. Según esa hoja de ruta, ese comité se reuniría para votar el 19 de octubre para que luego Mitch McConnell, el líder de la mayoría en el Senado, haga lo suyo y consiga que la votación definitiva tenga lugar a finales del mes. Apenas unos días antes del pulso electoral entre Biden y Trump.
De ser así, se trataría del proceso de confirmación de un miembro de la Corte Suprema más rápido de la historia. Una celeridad que ahora, con la novedad de la amenaza dictatorial de Trump, se vuelve más sospechosa. En promedio, desde 1990, entre la nominación y la votación en el Congreso transcurren 50 días. Los últimos dos jueces elegidos por Trump, Neil M. Gorsuch y Brett M. Kavanaugh, tomaron 47 y 56 días. Aun así la maquinaría republicana está alineada y, si nada extraordinario ocurre, el partido de Gobierno podría salirse con la suya.
Esto, a pesar de los múltiples videos que rondan las redes sociales en los que se ve a los más importantes líderes de ese partido afirmar todo lo contrario a lo que dicen hoy. Entonces consideraban un abuso intolerable que Obama pretendiera dejar su candidato a ocho meses del final de su gobierno. En ese momento, los republicanos argumentaron que con ese plazo tan corto la decisión tendría que quedar en manos del pueblo, que, por medio de su voto para la Presidencia, escogería la línea que en adelante debía imperar en la Corte.
Ahora que los papeles se invirtieron, los republicanos dieron un salto mortal triple y, sin siquiera sonrojarse, están haciendo hasta lo imposible para lograr que la nominada por Trump resulte elegida a menos de una semana de los comicios.
Para lograr su cometido, los demócratas tendrían que convencer a cuatro senadores republicanos de votar contra las pretensiones del presidente. Según los cálculos de los entendidos, en el mejor de los casos podrían persuadir a dos. Y uno de sus prospectos, Mitt Romney, que había votado por el impeachment de Trump, se les corrió a última hora.
Así las cosas, si nada extraordinario ocurre, gane Trump o gane Biden, la Corte Suprema de Estados Unidos tendrá en los años por venir una inderrotable mayoría conservadora. El asunto es crucial porque proyectaría una sombra de duda sobre una Corte que, en el peor de los casos, tendría el poder de respaldar los más oscuros deseos de Trump. Y porque le permitiría, de ganar de cualquier manera, acabar de desmantelar el sistema de salud conquistado en la era de Obama, solo para nombrar el tema más sensible para los norteamericanos más pobres.