MUNDO

El mundo está loco, loco, loco, loco

La irresponsabilidad de un buen número de jefes de Estado ha generado confusión y nerviosismo en el planeta. Mientras ellos se pelean por demostrar quién es más poderoso, la gente sufre las consecuencias.

31 de agosto de 2019
| Foto: ilustración: jorge restrepo

El mundo está de cabeza. Esta semana una serie de acontecimientos demostraron que la irresponsabilidad es una constante en las decisiones de los gobernantes mundiales. Donald Trump cambió de parecer una y otra vez sobre la guerra comercial con China. Después de que la semana pasada se llamó a sí mismo “el elegido” para librar la guerra comercial contra Beijing, el fin de semana ordenó, cual dictador, que las empresas norteamericanas salieran del país asiático y llamó a Xi Jinping su “enemigo”. Pero al día siguiente dijo que no hablaba en serio y que las negociaciones con el “gran líder de China” continuarían su curso.

Boris Johnson, primer ministro del Reino Unido, decidió suspender el Parlamento de su país para atar las manos de la oposición, que buscaba frenar legislativamente un brexit sin acuerdo. Para muchos, la decisión del excéntrico mandatario puede interpretarse como un golpe de Estado a la democracia británica. En América Latina, Jair Bolsonaro convirtió la crisis del Amazonas en una guerra de egos entre él y el presidente francés Emmanuel Macron, y estuvo a punto de rechazar los 20 millones de dólares que los países del G7 donaron para ayudar a mitigar los incendios que están consumiendo la selva amazónica.

¿Qué le pasa al mundo? Hay unos denominadores comunes, directamente relacionados con la situación actual: el auge del nacionalismo, el aumento de los crímenes de odio, el triunfo de la política del espectáculo y el culto a la personalidad. Este fenómeno se ha venido esparciendo durante los últimos años, ante los ojos del mundo que mira con asombro y horror las decisiones de los líderes, con efectos concretos sobre la vida de las personas. SEMANA analiza los aspectos más preocupantes que tienen al mundo con los pelos de punta.

Nacionalismos supresivos

Los nacionalismos, como demostró Adolf Hitler en el siglo pasado, resultan en persecuciones y en la violación sistemática de los derechos humanos. Hoy, parece haber un resurgimiento de esta peligrosa idea en varias partes del mundo. Desde que Donald Trump llegó al poder, los crímenes de odio en Estados Unidos han aumentado. En lo que va de 2019 ha habido 250 tiroteos, muchos relacionados con el mensaje discriminatorio y xenófobo promulgado por el propio presidente. Según un reporte del Centro de Estudios sobre Odio y Extremismo, los crímenes de odio aumentaron un 9 por ciento en 2018. Desde su campaña electoral, el magnate se ha encargado de reforzar los miedos de sus votantes. Su discurso nacionalista y su política antiinmigrantes han avivado el supremacismo blanco, y la aversión hacia los latinos. El caso reciente más dramático fue el tiroteo en El Paso, Texas, que dejó 22 muertos y más de 20 heridos. Tras ser capturado el victimario,

Patrick Crusius confesó a la polícia que su fin era “matar a tantos mexicanos como le fuera posible”. En Europa, el caso más preocupante tiene que ver con el brexit, una idea alimentada por el nacionalismo británico en oposición a formar parte de la Unión Europea (UE). Boris Johnson, el primer ministro desde hace un mes, no solo ha insistido en salirse de la UE sin acuerdo, lo que produciría una catástrofe económica; también lo ha hecho con su exigencia de eliminar la salvaguarda irlandesa, mecanismo que prohíbe trazar una frontera física entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. Hacerlo viola lo pactado en el acuerdo de paz del Viernes Santo, que puso fin a un conflicto que dejó más de 3.000 muertos. La violencia acecha en la isla.

Sumado a esto, esta semana el excéntrico mandatario golpeó, como pocas veces se ha visto, la institucionalidad británica, cuando pidió a la reina Isabel II suspender el Parlamento. Esa maniobra restringe el margen de acción de los parlamentarios, pues les quita tiempo de introducir una legislación dirigida a evitar una salida de la UE sin acuerdo. La medida empezará entre el 9 y el 12 de septiembre, y terminará el 14 de octubre, solo dos semanas antes de que venza el plazo que dio Bruselas. La jugada levantó reacciones de todo tipo. El laborista Jeremy Corbyn, jefe de la oposición, dijo estar “horrorizado por la imprudencia del Gobierno”. John Bercow, portavoz de la cámara baja, calificó la decisión como un “ultraje constitucional”, además de decir que “es obvio que el propósito de ahora sería evitar que debatan sobre el ‘brexit’ y cumplan con su deber de dar forma al curso que tomará el país”.

China tampoco se salva de los efectos de un nacionalismo represivo. El carácter autoritario del presidente Xi Jinping cierne su control sobre las regiones autónomas y administrativas, ignorando que muchas de ellas no se identifican culturalmente con China continental. Hong Kong lleva dos meses reclamando más democracia ante la molestia evidente de Beijing. Taiwán, a pesar de tener su propio Gobierno y poseer independencia de facto, es objeto de amenazas de China, que la considera una provincia rebelde “que debe y será reincorporada”, como dijo en enero Xi. Tanto el Tíbet como Sinkiang, provincias vecinas, cuentan con movimientos secesionistas. Los uigures, tribu étnica musulmana asentada en la provincia de Sinkiang, han sido víctimas de atropellos a los derechos humanos. Una investigación periodística de la BBC confirmó la existencia de campos de concentración donde millones de ellos son “educados ideológicamente”. El Comité contra la Discriminación Racial estima que en estos campos se encuentran retenidos “entre decenas de miles y un millón de personas”.

Por su lado, el presidente ruso Vladimir Putin no ha escondido sus delirios imperialistas. En 2014 anexó ilegalmente a su territorio la península de Crimea, perteneciente a Ucrania, lo que le valió el repudio de la comunidad internacional. La historia puede repetirse en los Balcanes, donde Moscú esgrime los mismos argumentos. Así, Putin busca influir sobre la región y alejarla de la UE, y en especial de la OTAN.

Tire y afloje comercial

Como han advertido los expertos, después de 2019 habrá una recesión económica mundial debido a la desaceleración del crecimiento de la economía china. Sin que parezca importarle mucho, Trump decidió embarcarse en una guerra comercial con la superpotencia asiática. Países de la UE como Francia o Alemania están de acuerdo con que la supremacía comercial de China representa un riesgo para Occidente. Pero han criticado la manera irresponsable y pendenciera con que Trump ha llevado las riendas de ese delicado asunto.

Desde los británicos que se oponen a un brexit sin acuerdo hasta los manifestantes prodemocracia de Hong Kong, los ciudadanos protestan contra las decisiones de sus líderes. 

Tan solo el fin de semana pasado, y como respuesta al anuncio de Beijing de subir las tarifas a las importaciones estadounidenses, el magnate calificó a China de “enemiga” y ordenó a las empresas gringas devolverse a su país, como si se tratara de un caudillo tropical. Al final, desde Biarritz, donde se llevó a cabo la cumbre del G7, el republicano matizó sus palabras y dijo que tenía “dudas” sobre sus declaraciones y anunció que seguirán en marcha las negociaciones con Beijing.

China y Estados Unidos representan el 40 por ciento del comercio mundial, por lo que las consecuencias de sus peleas afectarán a las economías del planeta. Si Washington insiste en aumentar las tarifas de los productos chinos, esa nación bajará su producción y eso implica que ya no comprará tantos bienes como antes. ¿A quién afectaría eso? A países con alta producción industrial como Alemania, Italia o Francia, que dependen fuertemente del mercado global, tal como aseguró Peter Goodman, periodista económico del diario The New York Times.

Ante la incertidumbre de las negociaciones, los inversionistas, empresarios o compradores de materias primas ya no pueden tomar decisiones a largo plazo, sino que tienen que estar pendientes, día tras día, de los ataques de Trump. A su vez, la guerra comercial afecta el precio del dólar en los mercados internacionales, lo que también pone en apuros a países con monedas poco estables, como Argentina.

Las armas de los locos

Las potencias utilizan su poder militar para combatir males comunes como el terrorismo del Estado Islámico, por ejemplo. Pero también lo hacen para atemorizar a sus rivales en la disputa por el control geopolítico global, como demuestra la carrera armamentística entre Estados Unidos y Rusia. Todo apunta a que el nuevo objetivo de los dos consiste en desarrollar misiles de largo alcance que impacten cualquier punto del planeta, además de estar equipados con ojivas nucleares.

El think tank Brookings Institution, en su informe ‘Manejando el riesgo: armas nucleares y geopolítica’, afirma que el hecho de que Washington y Moscú se hayan retirado del Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio, firmado en 1987, crea un pésimo precedente. Como si se tratara de una competencia para comprobar quién es más poderoso, los dos países han hecho lanzamientos de misiles de prueba en las últimas semanas, tal como lo suele hacer cada tanto Kim Jong-un en Corea del Norte para atemorizar a sus enemigos.

Además de la amenaza nuclear, muchas naciones han fortalecido su armamento como si se prepararan para una guerra. Desde su posesión en 2013, Xi Jinping ha impulsado la modernización de sus fuerzas armadas y no ha escatimado recursos para equiparse con buques con gran capacidad de ataque o armas hipersónicas. Sus conflictos con sus vecinos en el mar de la China no ofrecen nada bueno.

En Latinoamérica, el ejemplo más preocupante es el de Nicolás Maduro en Venezuela. A pesar de que el país atraviesa una crisis económica y social sin precedentes, Maduro ha firmado multimillonarios negocios armamentísticos con Rusia. La idea de comprarle a esa nación bombarderos o sistemas antimisiles le ha servido para enviarle un mensaje a Estados Unidos o Colombia: en caso de que los ataquen, Maduro responderá con sangre y fuego.

El mundo se incendia

A lo largo de 2019, en Brasil se han quemado 500.000 hectáreas de bosque amazónico, una de las peores tragedias que ha sufrido el pulmón de la Tierra. La semana pasada, las imágenes de incendios masivos preocuparon al planeta, y las miradas se dirigieron al presidente ultraderechista Jair Bolsonaro.

El exmilitar no se ha esforzado para ocultar su antiambientalismo. Acabó con la Secretaría de Cambio Climático, terminó con la Agencia Nacional del Agua, desmanteló los organismos de protección a pueblos indígenas y extinguió las unidades de conservación. Como si fuera poco, en plena crisis de los incendios se negó en un comienzo a aceptar la ayuda de 20 millones de dólares que los países del G7 querían enviarle a Brasil, explicando que primero debía recibir una disculpa del presidente francés Emmanuel Macron por haberlo culpado de la tragedia ambiental. Mientras el Amazonas ardía, Bolsonaro puso su orgullo por encima del bien común. La emergencia climática cada vez es más difícil de refutar. Este año, París sufrió su verano más caluroso en su historia, según el programa Copernicus, y lugares como Siberia han sufrido incendios que hace décadas no se presentaban.

A pesar de los hechos y la ciencia, personajes como Bolsonaro no están solos en su negacionismo climático. Trump cada tanto repite que el cambio climático es un “invento de los chinos” para disminuir el ritmo de producción de las industrias gringas. El magnate sacó a Estados Unidos de los Acuerdos de París, y a regañadientes y a paso lento ha aceptado regular las emisiones de gases de efecto invernadero como el metano. Otros países, como Japón, siguen fomentando prácticas como la caza de ballenas con fines comerciales, a pesar del repudio internacional.

Y todo ello sin mencionar los múltiples conflictos que atenazan a África y Oriente Medio, los cuales no parecen tener un final a la vista. Mientras tanto, se abren paso más tendencias ultranacionalistas como las del húngaro Viktor Orbán, el indio Narendra Modi o el israelí Benjamin Netanyahu, que muestran actitudes disociadoras y agresivas sin que parezca importarles el costo humano de sus medidas. El mundo echa de menos verdaderos estadistas, y los pocos que tiene están de capa caída o a punto de salir. 

Los diez chiflados

Muchas veces los políticos no miden el peso que sus palabras o acciones pueden tener en la comunidad internacional. Cada vez que estos diez líderes mundiales abren la boca, el mundo sufre las consecuencias.

En 2015, Kim Yong-Un mandó a ejecutar a su ministro de Defensa por quedarse dormido en un desfile militar. Su régimen, el más represivo del mundo, vive obsesionado con la guerra.

Sin prestarle mucha atención a los cargos de corrupción en su contra, Netanyahu centra su gobierno en estigmatizar e insultar a la comunidad palestina. El presidente chino, Xi Jinping cambió la Constitución para eternizar su mandato. Además, persigue a las minorías y a la oposición política con saña. 

El presidente brasileño Jair Bolsonaro no se avergüenza de sus ideas autoritarias. Para el mandatario, el único error de la dictadura militar fue “torturar y no matar”. 

Al primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, le tiene sin cuidado violar los valores de la Unión Europea. Criminalizó el acto de ayudar a los migrantes en cualquier caso. 

Donald Trump no parece distinguir entre sus intereses personales y los de su país. Su inestabilidad mental tiene al mundo a la espera de su siguiente disparate.

Vladímir Putin lleva 20 años aferrado al poder, valiéndose de artimañas legales. Sus contradictores terminan en la cárcel, o mueren en sospechosas circunstancias. Mientras que Matteo Salvini, ministro del Interior italiano, ha dicho que esos “invasores” trajeron la tuberculosis de África. No logró llegar al poder esta semana, pero parece dispuesto a todo. 

Narendra Modi, como primer ministro,  ha cimentado su gobierno en el nacionalismo. Le acaba de echar fuego al conflicto histórico con Cachemira sin importarle que pueda correr sangre. 

Boris Johnson llevó al triunfo al brexit a punta de mentiras. Y no le importa desmantelar el acuerdo de Viernes Santo, que pasó el baño de sangre en Irlanda del Norte.