ANÁLISIS

Europa en cuidados intensivos

La crisis de los refugiados, el ascenso de los partidos extremistas, la posible salida de Reino Unido y las turbulencias del euro tienen a la Unión Europea en su peor momento.

20 de febrero de 2016
Pese al invierno, miles de refugiados siguen llegando a las playas del Viejo Continente. | Foto: Sergey Ponomarev For The New York Times, World Press Photo Via AP

Brexit. Esa es la extraña palabra que motivó la cumbre que reunió a los 28 jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea (UE) el jueves y el viernes en Bruselas. Es una especie de apócope en inglés de ‘salida británica’ (British exit, en inglés) y se refiere a la eventual separación de Reino Unido de la UE. Aunque esa posibilidad surgió como una promesa de campaña del primer ministro británico, David Cameron, durante las elecciones generales del año pasado, desde entonces la idea ha ganado fuerza entre el electorado de su país. Hoy, según las encuestas, la proporción de votantes que quiere abandonar la Unión es superior a la de aquellos que desean lo contrario. Un dato que tiene en estado de alerta al resto de los líderes europeos, que se han propuesto hacer una oferta lo suficientemente atractiva como para disuadir al electorado británico de ir a las urnas y abrir la caja de Pandora de la desintegración.

Pese a la gravedad de la situación, el brexit no es más que una de las crisis que enfrenta la UE en la actualidad. De hecho, en 2016 la Unión atraviesa por el peor momento de su historia y nada parece indicar que pueda cumplir con el objetivo de lograr “una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos”, según reza la introducción de los Tratados de Roma, que la originaron hace casi 60 años. Por el contrario, hoy se habla cada vez más explícitamente de su supervivencia. Y lo cierto es que el panorama no es para nada halagador, pues 2015 le dejó a la Unión varios problemas de marca mayor, que pese a tener orígenes y dinámicas diferentes, han terminado por reforzarse entre sí hasta generar la tormenta perfecta. Como bien lo puso a finales de enero el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, la UE se enfrenta a una “policrisis”.

Las grietas

Desde la semana pasada, los barcos de la Otan patrullan las aguas del mar Egeo en una medida desesperada para enfrentar a los traficantes de personas, que han aprovechado las guerras de África y Asia para montar su negocio macabro. Y aunque el secretario general de esa organización, Jens Stoltenberg, aseguró que esa decisión no busca “detener o repeler los barcos con refugiados”, lo cierto es que semejante despliegue militar sí tiene como fin poner orden al millón de personas que según las autoridades tratarán de llegar a Europa en 2016. Y en efecto, la situación es desesperada, pues esa multitud se sumará al millón de personas que arribaron al continente en 2015, cuya distribución ha sido una fuente de problemas entre sus 28 miembros.

De hecho, varios países han rechazado de manera cada vez más explícita la decisión que la Comisión Europea (CE) adoptó en septiembre, que consiste en crear un sistema de cuotas para acoger a los refugiados con base en la demografía y en la capacidad económica de los miembros de la UE. Una decisión que puso, además, en evidencia las profundas diferencias entre esos países, pues mientras que Alemania y Suecia mantuvieron durante todo 2015 una política de puertas abiertas, Reino Unido ignoró el problema y varios países de las zonas este y central del centro del continente unieron sus voces en contra de la directiva con el argumento de que no tenían la costumbre de recibir extranjeros. Algunos, incluso, amenazaron con ignorarla.

A su vez, los ataques sexuales contra centenares de mujeres en la noche del 31 de diciembre –en los que estuvieron implicados algunos refugiados– pusieron en enero a la defensiva a la canciller alemana, Angela Merkel, la principal abanderada de ofrecer asilo a quienes huyen de los conflictos de Siria, Irak y Afganistán. Aunque desde entonces la líder teutona ha endurecido su discurso, en febrero su popularidad se ubicó por primera vez por debajo del 50 por ciento. El sábado pasado, el primer ministro de la región de Baviera y el líder del oficialista Unión Democrática Cristiana, Horst Seehofer, dijo incluso que la política de Merkel consistía en un “reino de ilegalidad”, y afirmó que estaba considerando con seriedad demandar legalmente al gobierno federal por su “cultura de bienvenida”.

A su vez, la concentración de los refugiados en los países mediterráneos y de los Balcanes –principalmente Grecia, Italia y Hungría– hizo saltar en pedazos el acuerdo según el cual las solicitudes de asilo debía tramitarlas el gobierno del primer país de llegada de los refugiados. Por un lado, tal y como ilustraron las imágenes dramáticas de centenares de familias enfrentándose a la Policía en la frontera entre Serbia y Hungría, el flujo de refugiados que se dirige hacia los países del norte es sencillamente imposible de frenar. Por el otro, esa situación mostró que el ‘espíritu de generosidad’ que inspiró a la Unión desde sus orígenes se ha desdibujado. En efecto, ante la falta de una autoridad común para afrontar esa crisis, muchos países han preferido pasarle la pelota a su vecino, o simplemente desentenderse del drama humano que se desarrolla en la región.

Ese desplazamiento masivo y caótico de decenas de miles de personas por la UE llevó, además, a que varios países reintrodujeran controles fronterizos –entre ellos Alemania y Francia–, lo que implicó suspender temporalmente el Acuerdo de Schengen, que garantiza la libre circulación de personas y de mercancías. A su vez, la caótica gestión del flujo de refugiados favoreció a finales de octubre la llegada al poder en Polonia del ultraconservador y euroescéptico partido Ley y Justicia (PiS, por su sigla en polonés), cuya injerencia en el poder judicial y en los medios de comunicación ha disparado las alarmas de la Comisión Europea.

Y como si esto fuera poco, la suma de las tensiones sociales y del desacelerón económico que ha sufrido la Unión en los últimos cinco años favoreció el ascenso de políticos antieuropeos y xenófobos, como Marine Le Pen en Francia, Geert Wilders en Holanda y Nigel Farage en Reino Unido. A su vez, reforzó la posición de líderes autoritarios y antidemocráticos, como Viktor Orban en Hungría, a quien la prensa ha bautizado como el ‘caballo de Troya’ del presidente de Rusia, Vladimir Putin, dentro de la UE. Ambos líderes se reunieron el miércoles en Moscú, donde discutieron el tema de las sanciones que la Unión impuso a Rusia tras la anexión ilegal de la península de Crimea a principios de 2014, y su intervención en el este de ese país europeo mediante fuerzas paramilitares desde mediados de ese año.

A todo lo anterior se suma la profunda crisis económica, social y política de Grecia, que si bien se originó en el manejo irresponsable y corrupto que le dieron sus gobernantes a los recursos públicos durante la década pasada, se agravó por los programas de austeridad que la UE le impuso a Atenas. Según economistas como Paul Krugman y Joseph Stiglitz, estas impidieron su recuperación económica y son la principal causa del caos social que reina en el país helénico desde 2010.

Como le dijo a SEMANA Pierre Haroche, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de la Sorbona y especialista en UE y sus instituciones, “la Unión se encuentra en una encrucijada. Por un lado, un nivel relativamente alto de integración en la eurozona o en el área Schengen ha estimulado la interdependencia entre sus miembros. Por el otro, la integración no ha sido lo suficientemente estrecha como para permitirles a sus miembros manejarla con propiedad. Lo cierto es que las reglas de la eurozona y de Schengen no están funcionando, y la Unión carece de las políticas presupuestales y migratorias necesarias para afrontar las crisis actuales”.

En semejante contexto, el brexit cobra toda su dimensión, pues una de las exigencias de Reino Unido en la cumbre de Bruselas es justamente que se le excluya de buscar “una unión cada vez más estrecha”. Es decir, que se le permita estar en la UE pero sin revolverse con ella como el resto de los países que la componen. Una aspiración que muchos miembros rechazan, pero que tal vez tendrán que aceptar teniendo en cuenta las consecuencias que tendría la salida de ese país de la Unión. “Semejante posibilidad plantea una crisis existencial. La UE nunca ha perdido un miembro. La eventual salida de Reino Unido no marcaría el final de la Unión, pero sí implicaría un cambio fundamental. Lo mismo podría decirse si Grecia abandona el euro o si se desmontan definitivamente los acuerdos de Schengen. En el pasado la UE ya había atravesado por momentos difíciles, como el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa en 1954; la crisis de la silla vacía en 1965, cuando Francia abandonó durante seis meses su posición en la CE; o el fracaso de los referendos sobre la aprobación de la Constitución Europea en 2005. Pero nunca habían estado en riesgo acuerdos de vieja data, que ya estaban consolidados”, dijo en conversación con esta revista Erik Jones, director del Centro de Estudios Europeos de Boloña de la Universidad Johns Hopkins.

Cada vez menos unida

La crisis que afecta a la UE no es nueva ni se debe únicamente a los desaciertos de las autoridades europeas. De hecho, varios factores explican la gravedad de la situación. Como le explicó a SEMANA Jérôme Creel, codirector del Observatorio Francés de Coyunturas Económicas, la crisis financiera mundial que comenzó en Estados Unidos en 2008 provocó una fuerte recesión que llevó, como en el resto del mundo, a que las deudas y los déficits públicos se dispararan. Sin embargo, en Europa el remedio fue peor que la enfermedad, pues se impusieron reformas estructurales demasiado pronto, cuando los países aún no se habían recuperado de la crisis financiera.

Y en ese sentido, contrariamente a lo que los líderes del Viejo Continente esperaban tras la introducción del euro en 2002, las divergencias entre los países europeos se dispararon, lo que debilitó aún más a las economías periféricas, como la griega, la española o la italiana. “Para los europeos del común, todo eso significó un aumento del desempleo y de la desigualdad, lo que allanó el camino para la frustración social. Y de ahí a que los votantes castiguen a los gobiernos de turno y le apuesten a los partidos extremistas no hay más que un paso”, dijo Creel.

Aunque los especialistas consultados por esta revista coinciden en que lo anterior no significa que la Unión esté cerca de su de-saparición, todos afirman que su modelo de desarrollo se ha quedado corto para sus 28 miembros. También, que entrará en un periodo de menor dinamismo que durante los últimos 60 años. Como le dijo a SEMANA Anne-Marie Le Gloannec, directora de investigaciones de la Universidad de Sciences Po de París, “es prácticamente imposible que el mercado común europeo desparezca, pues hay demasiadas interacciones e intereses en juego. También es poco probable que varios esfuerzos de cooperación en temas de educación, salud o cultura estén en peligro. Pero la unión política propiamente dicha está en el caos total y pasará un buen tiempo antes de que sea posible armonizar los intereses de todos sus miembros”.

Como bien lo puso el corresponsal de AP en Londres, Gregory Katz, si la UE fuera un paciente, su supervivencia dependería del tratamiento que se le dé a una falla orgánica múltiple. No cabe duda de que, como muchos pacientes que se encuentran en cuidados intensivos, la UE puede recuperarse. Pero su mejoría depende de un monitoreo continuo, de una excelente atención médica y también de un poco de suerte.