ESTADOS UNIDOS

Democracia en crisis: las lecciones del debate presidencial entre Biden y Trump

El patético primer debate de Donald Trump y Joe Biden demostró el estado de decadencia en el que el magnate tiene a la democracia más importante del mundo.

3 de octubre de 2020
Los gringos confirmaron todo lo que han sabido de Trump en los últimos cuatro años. Pero también que, si votan por Biden, lo harán solo porque es una persona decente, aunque no los convenza.

Tras una campaña candente, los norteamericanos esperaban con gran expectativa el primer debate presidencial, ese formato que se convirtió en un rito sagrado en las elecciones de Estados Unidos desde que lo estrenaron John F. Kennedy y Richard Nixon en 1960. Pero quien haya visto este no entendería en absoluto lo que sucedió en la noche del martes en Cleveland, Ohio. Creería estar en un país distinto. Uno en el que el presidente se atreve a demeritar las instituciones democráticas y a respaldar tácitamente grupos armados por fuera de la ley con tal de ganar la reelección.

Por los antecedentes de Donald Trump muchos temían lo peor, y lo peor se confirmó. El presidente republicano y el candidato demócrata, Joe Biden, se enfrentaron en un recinto enrarecido por la ausencia de público y acompañados por unos cuantos familiares y algunos reporteros. Frente a ellos estaba Chris Wallace, el respetado periodista de Fox News y moderador del encuentro, en quien estaban depositadas las esperanzas de ver un debate que respondiera a las inquietudes de los estadounidenses. Pero Wallace no pudo salvar a Estados Unidos de un papelón histórico: “Nunca imaginé que pasaría esto”, lamentaba después del evento.

Al comienzo, Biden intentaba responder la primera pregunta de Wallace sobre el golpe de la pandemia cuando Trump se lanzó a interrumpirlo mientras le lanzaba toda clase de improperios. Todo cambió en un segundo, y durante más de una hora el mundo presenció ese espectáculo bochornoso. Nadie esperaba algo mucho mejor de Trump, quien en 2016 ya había insultado a Hillary Clinton con acusaciones personales y sin sentido. Pero la necesidad de alcanzar en las encuestas a Biden habría justificado una presentación capaz de atraer votantes indecisos. Lejos de eso, el supuesto magnate se superó a sí mismo.

Lo peor estaba por venir. En medio de una gritería de datos falsos y mentiras que desviaron por completo el sentido del encuentro, Wallace logró preguntarle a Trump si aceptaría los resultados de las elecciones, una inquietud lógica ante sus amenazas constantes en ese sentido. Pero el magnate se negó a hacerlo con argumentos falsos según los cuales estaba en marcha un fraude gigantesco, sobre todo en el voto por correo. Dijo que solo las reconocería si fueran limpias, con lo que implicó que lo serían en caso de ganar él.

Y cuando le preguntaron qué les diría a los Proud Boys, uno de los grupos armados de supremacistas blancos que lo apoyan, lejos de condenarlos, les envió un mensaje muy peligroso. Sus palabras, “stand back and stand by”, o sea, “retrocedan y esperen”, se convirtieron instantáneamente en el lema de esas milicias que ya han protagonizado actos de violencia. Para completar, Trump les pidió a sus seguidores, entre los que se encuentran esos grupos, permanecer vigilantes en los puestos de votación. Algo así jamás ha sucedido en unas elecciones en Estados Unidos.

Al día siguiente, los norteamericanos trataban de entender lo que había pasado. Los comentaristas demócratas ponían el grito en el cielo, y los republicanos, no muy convencidos, buscaban explicar un debate en el que el presidente y su contrincante protagonizaron una discusión de kindergarten de la cual ningún votante indeciso sacó conclusiones racionales sobre los planteamientos de cada cual. Y lo peor: Trump fue Trump, versión recargada, pero Biden fue él mismo, un candidato apenas decoroso que desaprovechó varias oportunidades de acorralar al magnate, y, si ganó el debate, lo hizo solo por hacer lo mínimo.

Del evento quedó muy poco, solo la sensación, para muchos comentaristas, de que la democracia de su país atraviesa los días más oscuros de su historia.

Y el mundo observa

Pero no se trata de cualquier país, sino de la cuna de la democracia moderna, nacida en 1776. El espectáculo de Trump demostró que ni siquiera en su fuente la democracia está segura.

Y el mundo lo registró con estupor. En Italia, el diario La Reppublica lo consideró “el punto más bajo que ha tocado la política norteamericana”. La revista alemana Der Spiegel dijo que el enfrentamiento fue como “un accidente automovilístico televisado”. Para The Economist fue un “triste espectáculo”. Y la BBC lo señaló como “la noche en que la democracia estadounidense tocó fondo”.

Muchos expertos, como Louise Fox, especialista en política estadounidense del Instituto Brookings, están preocupados. Como le dijo a SEMANA, “Estados Unidos se encuentra en un lugar muy aterrador. Nuestra democracia se sustenta en normas que están siendo torpedeadas. Trump solo quiere aferrarse al poder y dirá o hará cualquier cosa para cumplir ese propósito. Incluso si Biden logra ganar, tendrá dificultades para ser presidente por sus problemas para articular claramente una agenda política. Se podría decir que Biden ganó el debate, pero por un demérito retorcido de Trump”.

Y lo peor es el efecto pedagógico. ¿Ahora con qué cara Estados Unidos puede acusar al Gobierno chino de represor cuando su presidente lanza sus fuerzas federales sobre manifestantes pacíficos? ¿Cómo puede señalar el fraude electoral perpetrado en Bielorrusia si el propio Trump siembra todas las dudas sobre el sistema electoral? ¿Con qué autoridad moral puede Estados Unidos denunciar el terrorismo internacional cuando el magnate promociona y aplaude a los grupos paramilitares armados en sus intervenciones públicas?

Con mayor o menor legitimidad, y a veces con propósitos non sanctos, Estados Unidos ejerce la misión casi evangélica de diseminar la democracia en el mundo. Como lo ha demostrado, el modelo facilita las relaciones internacionales al garantizar los gobiernos pacíficos y los acuerdos económicos. Pero ahora la democracia ejemplar tambalea como un castillo de naipes, esperando el menor temblor para venirse abajo.

Por eso, no solo los Proud Boys celebraron esa noche. También en Moscú y Beijing brindaron por la hecatombe norteamericana. La mejor noticia que pueden recibir es que Trump gane en noviembre y les regale cuatro años más de desacreditar un modelo basado en la confianza que ha llevado siglos construir. El Gobierno chino de Xi Jinping no esconde sus abusos contra las libertades en Hong Kong, el Tíbet o contra los uigures en Sinkiang porque cree que su sistema totalitario supera a la democracia. Por la misma razón, la Rusia de Vladímir Putin tampoco oculta sus tendencias dictatoriales, su abierta persecución a los opositores y sus entramados de espionaje. Ambos, y todos los dictadores del mundo, respiran más tranquilos.

Mientras la Comisión de Debates Presidenciales piensa qué hacer con los dos encuentros que quedan por delante, muchos intentan salir del bochorno del primer cara a cara presidencial. Los partidarios duros de Trump confirmaron la imagen que les fascina, pero pocos expertos creen que haya ganado nuevos votos. Los indecisos finalmente no entendieron argumento alguno. Y muchos demócratas, tal vez la mayoría, quedaron abocados a votar por Biden solo porque es una persona decente, sin que los convenza del todo. Pero sobre el proceso entero quedó flotando en el aire la confirmación de que lo de noviembre será una pesadilla.