Donald Trump y Joe Biden
Donald Trump y Joe Biden | Foto: AP

ESTADOS UNIDOS

Democracia en cuidados intensivos

Nadie sabe si el sistema sobrevivirá a las elecciones de noviembre en Estados Unidos. Pero por lo que pasó en el debate, el pronóstico es más que reservado. Por: Mauricio Sáenz

1 de octubre de 2020

El pobre espectáculo del debate presidencial de la noche del martes entre el presidente Donald Trump y el candidato demócrata Joe Biden dejó perplejos a millones de teleespectadores dentro y fuera de Estados Unidos. No podía ser de otra forma, pues la ocasión demostró hasta qué punto la democracia atraviesa por su peor momento desde que nació, en su forma moderna, en Filadelfia en 1776.

Los debates se convirtieron en una parte esencial del rito de elegir al presidente norteamericano desde 1960, cuando Richard Nixon y John F. Kennedy estrenaron el formato. Desde entonces, los ciudadanos de ese país aprovecharon la ocasión cada cuatro años para calibrar cuidadosamente las cualidades de los proponentes. No solo se trataba de escuchar sus propuestas, sino de apreciar la personalidad de ese personaje a quien investirían con el mayor poder que una sola persona hubiera tenido sobre la Tierra.

Conscientes de eso, los espectadores solían ser muy quisquillosos. Con que uno de los candidatos ejerciera cierta condescendencia sobre su adversario, perdía puntos. El más mínimo asomo de grosería podía significar la diferencia entre salir airoso o muy criticado en los diarios. Los candidatos, al presentar sus argumentos, hacían su mejor esfuerzo por mostrarse empáticos no solo con los votantes, sino incluso entre sí. Podían tener posiciones divergentes en múltiples asuntos, pero tras discutir, incluso acaloradamente, se saludaban y despedían con la mayor cordialidad. El respeto por los resultados ni siquiera era un tema.

Trump mandó al traste esa tradición. Por supuesto, no sorprendió a nadie con la actitud agresiva, grosera e infantil con que interrumpió permanentemente a su interlocutor. Ya lo había hecho en los debates con Hillary Clinton y ese ha sido su talante desde que llegó a la Casa Blanca. Pero algunos esperaban que, aunque fuera por su necesidad de revertir su inferioridad en las encuestas, esta vez mostrara una cara más civilizada.

Y aunque parecía imposible, se superó a sí mismo. El debate resultó un completo fracaso en cuanto los votantes no tuvieron la oportunidad de conocer a fondo los planteamientos de los contendientes. Por el contrario, solo presenciaron una gritería ininteligible en la que Biden trataba en ocasiones de dirigirse directamente a la audiencia, hasta caer, a su pesar, en las provocaciones del magnate.

Pero el momento cumbre llegó cuando Trump se negó a condenar a los grupos supremacistas blancos y no se comprometió a aceptar los resultados si pierde las elecciones en noviembre. Cuando le preguntaron si les pediría a esas milicias armadas mantenerse al margen, sus palabras, “stand back, stand by”, resonaron por el mundo. Con ellas les decía a esos seguidores que estuvieran listos en los puestos de votación. Es otras palabras, les dio un espaldarazo que ni ellos mismos esperaban. No es de extrañar que de inmediato se convirtieran en el lema de los supremacistas, que celebraron hasta el amanecer.

El momento no pudo ser más desafortunado, pues esas manifestaciones, pronunciadas nada menos que por el presidente de Estados Unidos, también resonaron con fuerza en Beijing y Moscú, y en todas las capitales del mundo gobernadas por personajes autoritarios. Regímenes que acechan para desestabilizar la democracia, a la que perciben como un producto de exportación destinado a favorecer solo los intereses norteamericanos.

Al fin y al cabo, las palabras de Trump confirmaban lo que siempre han argumentado, sobre todo en China. Allí la dirigencia suele cuestionar los intentos de apertura política al subrayar las falencias del sistema norteamericano. Trump pareció confirmarles lo que ellos perciben: que en realidad el derecho al voto, la igualdad ante la ley y la representación universal son una farsa y no superan sus propios principios de estabilidad y crecimiento económico a toda costa. Y lo que es peor, que ni siquiera garantizan la integridad de un país cuyo presidente no condena la aparición en su tierra de milicias armadas dispuestas a todo.

Estados Unidos surgió antes que la Revolución Francesa como faro de la democracia cuando el mundo permanecía atrapado en las monarquías absolutistas. Y desde el comienzo entre los norteamericanos se abrió paso la idea de que vivían en la casa en la colina, en el país excepcional marcado por el destino manifiesto de difundir esa forma de gobierno por el mundo.

Ese papel, mal o bien desempeñado a lo largo de estos 244 años, quedó a punto de venirse abajo como un castillo de naipes en la noche del jueves. Nadie sabe si Trump cumplirá su promesa de permanecer en el Gobierno así pierda, pero todas sus preparaciones legales parecen confirmar que lo hará. Siempre es posible que a la hora de la verdad se acobarde y dé marcha atrás. Solo la historia confirmará ya si sería demasiado tarde para controlar las fuerzas que desató.

*Jefe de redacción de SEMANA