ANÁLISIS

Donald Trump: Cómo desprestigiar una potencia en 100 días

A medio camino entre el drama y la comedia estos tres meses serán recordados como los más caóticos, contradictorios y peligrosos de la historia de Estados Unidos.

Mauricio Sáenz*
28 de abril de 2017
| Foto: SEMANA / AFP

Dice la sabiduría popular que en un momento se puede perder la buena fama cultivada durante una vida. Y eso es precisamente lo que está logrando con la de su país el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en los primeros 100 días de su mandato.

En efecto, a medio camino entre el drama y la comedia, estos tres meses serán recordados como los más caóticos, contradictorios y peligrosos de la historia. Ese plutócrata con visos fascistoides ha logrado degradar a la Casa Blanca a la categoría de palacete presidencial bananero, en el que el Supremo decreta a su antojo lo que es verdad y lo que es mentira, sin consideración alguna por la realidad evidente, y en el que el gobierno es un negocio familiar, con el Primer Yerno y la Primera Hija en la primera fila de la toma de decisiones que pueden afectar a millones de personas.

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Aún no es posible prever las consecuencias que podrá dejar para el futuro la presidencia de Trump en su país y alrededor del mundo. Pero lo que se ha visto hasta ahora resulta muy preocupante.

Sobre todo por su narrativa cambiante, que ajusta a cada momento según sus conveniencias, en una seguidilla interminable de tweets muchas veces motivados por algo que acaba de ver en la televisión a las 3 de la mañana. “He alcanzado más que cualquier otro presidente en los primeros 100 días”, dijo en una entrevista a la Associated Press publicada el domingo. Pero esa, como tantas afirmaciones suyas, es una mentira descarada, o como dice una de sus asesoras, es una “verdad alternativa”.

Para la muestra, algunos casos. La famosa marca de los 100 días proviene de la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, quien asumió el poder en 1933 cuando millones de agricultores y obreros luchaban por sobrevivir en medio de la Gran Depresión. Al cumplirse ese plazo, Roosevelt había pasado varias medidas que aliviaron la situación, controlaron a los bancos y sentaron las bases para la exitosa política del New Deal, que permitió superar con creces ese bache.

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Otros también hicieron lo suyo, como Lyndon Johnson, que sacó muy pronto al país del trauma del asesinato de Kennedy, o George W. Bush, que logró aprobar el plan de recortes de impuestos que marcó su presidencia. Y para no ir muy lejos, Barack Obama consiguió en los mismos 100 días que el congreso sacara un enorme paquete de estímulos que permitieron superar la crisis en la que lo había dejado su predecesor George W. Bush, y de ese modo alejar al sistema financiero y a la industria automovilística de la quiebra, lo que hubiera significado millones de empleos perdidos.

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El propio Bush hijo, quien también llegó a la oficina oval en medio de una fuerte polarización y unas elecciones controvertidas, consiguió sanar las heridas y alcanzar una popularidad de 62 por ciento al final de sus primeros 100 días.

Por contraste, en ese lapso de luna de miel, Trump solo ha logrado exacerbar en la mayoría de los norteamericanos la sensación de que eligieron al hombre equivocado, por su inexperiencia y sobre todo por su temperamento. Su promedio de aceptación en las encuestas que alcanza apenas el rango del 40 por ciento, es de lejos el más bajo de un presidente desde que se hacen esas mediciones. No importa que él diga lo contrario.

Y su balance legislativo es patético. Bueno, no todo, porque su máximo logro hasta ahora, la confirmación congresional del nuevo magistrado de la Corte Suprema, Neil Gorsuch, no es poca cosa. La razón es que asegura que el máximo cuerpo judicial mantendrá la jurisprudencia conservadora por muchos años más, pues esa investidura es vitalicia en Estados Unidos.

Pero en lo demás, la realidad no le ayuda. Hasta ahora, aunque el congreso tiene mayoría republicana, solo ha logrado pasar algunas, las menos importantes, de las 10 iniciativas legislativas que consignó en campaña en un “contrato con el votante norteamericano” que pondría en marcha, precisamente, “en los primeros cien días”. En la más significativa, a promesa de arrasar con el sistema de salud pública conocida como Obamacare, ya falló en su primer intento y parece encaminarse a otro descalabro en el segundo. Y su desprecio por el medioambiente no solo lo llevó a nombrar en el puesto clave a alguien que no cree en el cambio climático, sino a tomar medidas abiertamente dañinas, como en el tema de los oleoductos y la explotación de carbón.

Como si fuera poco, Trump se ha empeñado en desprestigiar la democracia norteamericana una y otra vez. Afirmó que el presidente Obama espió su campaña, y se negó a rectificar a pesar de las evidencias en contrario. Y dijo que los tres millones de sufragios que Hillary Clinton le tomo de ventaja en el voto popular eran ilegales, con lo que puso en duda el sistema electoral. Trump no ha tenido problema en descalificar a los jueces que han suspendido por inconstitucionales sus dos órdenes ejecutivas contra la entrada de inmigrantes de ciertos países musulmanes, y de paso se ha llevado por delante el sacrosanto principio de la independencia de los poderes.

Además, ha llenado la Casa Blanca de neófitos, multimillonarios plagados de conflictos de intereses, representantes de todo lo que atacó durante su campaña, el establecimiento financiero y las grandes fortunas. Como la de él mismo, que solo se separó de su propio imperio económico por el dudoso procedimiento de entregarle la administración a su hijo, como si eso fuera suficiente.

En ese sentido, no pasó desapercibido que mientras Trump conferenciaba con el presidente chino, Xi Jinping, el gigante asiático le concedía a su hija el registro de varias marcas. Precisamente esta semana se conoció que algunos en el opositor partido demócrata estudian demandar la presidencia de Trump por sus conflictos de intereses.

Tampoco hay que olvidar el escándalo de las relaciones de la campaña presidencial de Trump con el gobierno ruso de Vladimir Putin, que causó tras solo 23 dias en el puesto la caída de un miembro clave de su staff, el consejero de seguridad nacional Michael Flynn, y obligó a su fiscal general, Jeff Sessions, a recusarse de todo lo que tenga que ver con ese tema.

Ese asunto no está de ninguna manera resuelto, pues el Congreso prosigue cuatro investigaciones independientes para determinar hasta qué punto el presidente ruso consiguió, por medio de una compleja red de contactos y hackers, influir en el resultado de las elecciones a favor de Trump. Quien por lo demás, con sus permanentes y extrañas referencias positivas a Putin en la campaña, no hizo más que magnificar las sospechas.

Pero si en el campo doméstico el desprestigio de la Casa Blanca no hace más que crecer bajo la batuta de Trump, en el internacional el daño podría ser irreversible. El presidente ha dado tantos tumbos, que su credibilidad está por los suelos.

Cuando estaba en campaña gozaba insultando a China, a la que acusaba de violar (en el sentido sexual) a Estados Unidos en términos de comercio, y de manipular su moneda para sacar ventaja. Hasta que se reunió con el presidente Xi Jinping y no solo renegó de esa postura, sino de la que asumió meses antes, cuando se atrevió a poner en cuestión la política de ‘Una China’ (relacionada con Taiwan), que el gigante asiático no considera siquiera negociable.

Incluso en su jugada más audaz, el ataque con misiles a Siria, por el cual alcanzó algún repunte en las encuestas, no logró cambiar la situación en el terreno, y sí llenó de satisfacción a los líderes de Estado Islámico, que encontraron en ese bombardeo no solo un respiro militar, sino una nueva herramienta para motivar a los jóvenes musulmanes a unirse a su causa. Además consiguió romper toda posibilidad de acuerdo con los rusos en cuanto a la guerra en ese país, con lo que cerró las posibilidades de una salida política.

Y ni qué hablar de las amenazas contra Corea del Norte, a la que anunció el envío del portaaviones Carl Vinson y su grupo de combate, aunque luego se supo que esa armada había tomado rumbo a Australia. El incidente puso furiosos a los coreanos del sur, que compararon a Trump con el líder norcoreano Kim Jung Un, en su capacidad para jugar con su destino a punta de bravuconadas.

Aparte de eso, su ignorancia, o su mala fe, lo ha puesto del lado de los personajes más dudosos. No ha ahorrado elogios para la candidata de extrema derecha Marine Le Pen, de quien dijo en una entrevista que era la persona más dura contra la inmigración y el terrorismo. Pero olvidó la larga historia de antisemitismo, racismo y negacionismo del holocausto de su partido Frente Nacional.

Tampoco tuvo inconveniente en recibir en la Casa Blanca y con tapete rojo al dictador de Egipto, Abdel Fata al Sisi, a quien elogió por su “fantástico trabajo en tiempos difíciles” y le ofreció el apoyo de Estados Unidos. Lo hizo mientras dejaba de lado las torturas y los abusos de su régimen contra los opositores, muchos de ellos inocentes. Tampoco dudó en apresurarse a felicitar al presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, por su triunfo en el referendo que le entregó poderes dictatoriales. Lo hizo pesar de que el departamento de Estado señaló los atropellos y los fraudes con los que consiguió ese éxito, y haciendo caso omiso de los miles de presos políticos que languidecen en sus cárceles.

Y en cambio con los aliados ha tenido sorprendentes salidas en falso. A la Otan la calificaba de obsoleta, porque supuestamente no colaboraba en la lucha contra el terrorismo. Hasta que se reunió con su secretario general, y tuvo que desdecirse, cuando este le hizo caer en cuenta que las tropas de la organización han dejado su sangre en Afganistán.

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A México no hizo otra cosa que insultarlo una y otra vez en la campaña, mientras anunciaba la construcción de su famoso muro y el fin del acuerdo de libre comercio de América del Norte. Esta semana, apremiado por la dificultad de que el congreso le apruebe el presupuesto nacional, aplazó los recursos para la gigantesca obra, mientras anunciaba, cómo no, que ya no denunciaría el tratado, al menos por ahora.

Con el primer ministro de Australia también tuvo un intercambio de gritos por teléfono, y recibió a la canciller alemana Ángela Merkel en una reunión plena de momentos vergonzosos, como cuando se negó a estrechar su mano en la foto oficial, y sentó a la mesa de diálogo a su hija Ivanka.

Como dicen algunos de sus críticos, lo que resulta más impresionante es que la gente comienza a acostumbrarse a esa forma de actuar de su comandante en jefe. Son tantas y tan frecuentes sus salidas, que superan y hacen olvidar a la anterior, y cada vez sorprenden menos. Pero el efecto para el prestigio de su país tal vez sea irrecuperable. Muchos en Corea del Sur, o en los países bálticos, o en el Oriente Medio, lo pensarán dos veces antes de confiar en una nación que ya fue capaz de elegir a Donald Trump como su presidente. Si ya lo hizo una vez, podría volver a hacerlo.

*Jefe de Redacción de Revista SEMANA

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