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El 11 de septiembre de Chile: 50 años del golpe de Estado que puso fin al gobierno de Salvador Allende
El 11 de septiembre de 1973 un golpe de Estado puso fin al gobierno de Salvador Allende.
El 11 de septiembre de 1973 un golpe de Estado puso fin al gobierno de Salvador Allende, a su vida y, en definitiva, a la democracia chilena. Acabó así, de manera abrupta y violenta, lo que se llamó la “vía chilena al socialismo”, esto es, el camino hacia el socialismo no a través de la revolución, sino a través de la democracia.
Chile era un régimen democrático y, además, el ejemplo de que, a través de las urnas y respetando el juego democrático, un proyecto de izquierda podía ganar y gobernar.
Neoliberalismo en dictadura
Desde 1973 hasta 1990 Augusto Pinochet, junto con una junta militar, dirigió el país a base de represión y violencia. A diferencia de otros dictadores de la región, implementó un programa económico de corte neoliberal que, de la mano de los llamados Chicago Boys, cambió radicalmente al país. Esas reformas tuvieron como resultado un notable crecimiento económico, objeto de alabanzas en numerosas ocasiones.
En un breve lapso de tiempo, Chile pasó de ser el ejemplo de la vía democrática al socialismo a ser el ejemplo de una economía neoliberal. También de violaciones a los derechos humanos (página 115).
Tendencias
Pinochet, al igual que otros dictadores, institucionalizó esas reformas para que sobrevivieran más allá de su persona y régimen. De esta forma, aunque Chile recuperó la democracia en 1990, lo hizo con una constitución de marcado carácter neoliberal y con los enclaves autoritarios que preservaban los intereses de los grupos de poder de la dictadura. Como ejemplo, Pinochet abandonó la Presidencia convertido en senador vitalicio y el sistema electoral beneficiaba a la derecha.
Transición, alternancia y reforma
Chile es desde 1990 una democracia plena. Durante 32 años (1990-2022), el país ha sido gobernado por dos fuerzas políticas que grosso modo podrían calificarse de izquierda y derecha: por un lado, Concertación de Partidos por la Democracia (Nueva Mayoría desde 2013) y por el otro, Alianza por Chile. Así, la reforma constitucional de 2005, durante la presidencia de Ricardo Lagos, eliminó muchos enclaves autoritarios y eliminó de facto todo rastro autoritario de la Carta Magna chilena.
A pesar del aparente éxito del modelo chileno, en el país han convivido serios problemas e injusticias sociales: la desigualdad, el difícil acceso a la educación, el alto costo de la vida, la impunidad de las fuerzas vinculadas a la dictadura… Las protestas estudiantiles de 2011 dieron buena cuenta de ese malestar latente.
Protestas y proceso constituyente
En octubre de 2019, a raíz de una subida del precio del metro en Santiago, la sociedad chilena estalló al grito de “No son 30 pesos, son 30 años”. Las protestas, sin precedente alguno, revolucionaron el panorama político y presionaron al sistema hasta que se abrió para iniciar un proceso constituyente. Ese estallido tuvo su réplica electoral: en las elecciones de 2021 las dos primeras fuerzas fueron el Partido Republicano, con el ultraderechista José Antonio Kast como candidato, y Apruebo Dignidad, una coalición de partidos de izquierda, con Gabriel Boric.
Las dos fuerzas que gobernaron Chile desde 1990, cada vez más desconectadas de la sociedad, daban paso a dos nuevas fuerzas, una más a la izquierda y otra más a la derecha. Boric, exlíder estudiantil, ganó la segunda vuelta a Kast y se convirtió, en 2022, en el nuevo presidente de la República de Chile.
Rechazo al proceso constituyente de 2022
En paralelo, la mayoría de los ciudadanos chilenos (78 %) votaron en 2020 a favor de iniciar un proceso constituyente conducido por una Convención Constituyente paritaria. Luego de casi un año de trabajo plagado de polémicas, en 2022 la Convención entregó su proyecto de constitución, con medidas realmente innovadoras.
Sin embargo, en el plebiscito de septiembre de 2022 ganó por amplia mayoría el rechazo a dicha propuesta (62 %). Luego de semanas de incertidumbre, las principales fuerzas políticas del país acordaron continuar con el proceso. A partir de 12 bases constitucionales, una comisión experta (no electa), un comité técnico de admisibilidad (no electo) y un consejo constitucional (electo) quedaron a cargo de redactar una nueva propuesta constitucional.
Esas 12 bases, que han de respetarse en la nueva redacción, ya suponen en sí mismas todo un avance, como el reconocimiento de que Chile sea un Estado social y democrático de derecho.
Un consejo constitucional escorado a la derecha
En las elecciones para el consejo constitucional (50 consejeros) de mayo de 2023, el Partido Republicano de Kast, abiertamente opuesto al proceso constituyente, obtuvo 23 escaños, y la derecha en su conjunto 34: una clara mayoría. Se da así una paradoja: mientras que la izquierda gobierna un país moldeado institucional y económicamente por la dictadura, la derecha lidera ahora el proceso constituyente destinado a sustituir la constitución de 1980, esa que moldeó institucional y económicamente al país.
Chile está afrontando su pasado autoritario. Ha convivido con ese fantasma durante décadas, y ahora lo encara, con mayor o mejor fortuna. No todos los países que han sufrido una dictadura que les ha legado un férreo marco económico e institucional han conseguido poner en marcha un proceso constituyente.
De cara al futuro
En cierto modo, Chile ha sido siempre un ejemplo para América Latina y el mundo: la vía chilena al socialismo, el neoliberalismo, un sistema de partidos estable y estructurado en términos programáticos, la reconfiguración del sistema político a través de las protestas y las urnas… Siempre fue el país de los posibles.
50 años después del golpe, Chile es una democracia plena gobernada por la izquierda y con un proceso constituyente en marcha liderado por la (extrema) derecha para sustituir, precisamente, la Constitución que le legó al país el régimen militar que comenzó el 11 de septiembre de 1973. Lo que ocurrió hace 50 años todavía persigue a Chile, y no parece que vaya a dejar de hacerlo.
Por: Asbel Bohigues
Profesor de Ciencia Política, Universitat de València
Artículo publicado originalmente en The Conversation