CRISIS

La odisea de los inmigrantes hacia la Unión Europea

Unos 150.000 refugiados atraviesan a pie la península de Los Balcanes. El drama crece y las historias son desgarradoras. Crónica de Ricardo Abdahllah desde la frontera serbo-húngara.

5 de septiembre de 2015
Como las autoridades húngaras han instalado una enorme barrera para impedir el paso de los migrantes, estos han tenido que circular por las vías férreas, las únicas zonas sin obstáculos. | Foto: A.P.

Ahora la maleza ha empezado a tragarse los rieles, pero hasta hace un par de semanas por aquí pasaba un tren. Como se trataba de una vieja locomotora diésel que halaba dos vagones destartalados y varias compañías ofrecen el mismo recorrido en autobuses climatizados, los pasajeros de la línea que va de Subotica, en el norte de Serbia, hacia Horgos y de ahí a Szeged en Hungría, eran en su mayoría campesinos, estudiantes pobres y contrabandistas de cigarrillos al menudeo, que algo ganaban al venderlos del otro lado de los cuatro bolardos de cemento, marcados “PC” y “M” por Republika Srbija, el nombre oficial de Serbia, y Magyarország, que es como los húngaros llaman a su país. Desde el primero de mayo de 2004, más allá de esos bolardos empiezan la Unión Europea y el espacio Schengen.

“¿O sea que ya pasamos?”, pregunta un adolescente que se ha sentado sobre uno de ellos para consultar su teléfono inteligente.

Sidi tiene 16 años y lo primero que hace es compartir la noticia en Facebook. Aunque por la red social lo han tenido informado de lo que ocurre al otro lado, nadie le ha dicho que apenas hay dos policías que, recostados en una patrulla, dejan pasar sin preguntas a las decenas de grupos que cruzan a esa hora de la tarde, sudorosos por los 35 grados que han soportado durante toda la caminata.

La mayoría viene desde Siria, aunque hay también kurdos de Irak, pakistaníes, afganos e incluso un grupo de seis argelinos que afirma que “cada uno tiene una novia que lo espera en Francia”. Las edades varían y, lejos de la idea que circula en internet según la cual los inmigrantes son más que todo jóvenes adultos, casi todos viajan en familia.

“Nadie sería capaz de irse y dejar a los suyos en ese infierno que se volvió Siria”, dice Salima, originaria de la ciudad de Homs donde era profesora de historia. “La gente dice que venimos buscando prosperidad económica, pero ¿quién va a poner a sus hijos a caminar así solo para ganar más dinero?”.

Con ella viajan su esposo, su suegra, que mantiene el paso del grupo a pesar de que usa muletas, y sus dos hijos menores. “Nosotros no estábamos ni con Asad ni en su contra y nunca salimos a las manifestaciones, pero mataron a mi hijo mayor porque no quiso entrar al Ejército y lo acusaron de estar con la insurrección. Él tenía un problema de columna y ni siquiera podía moverse bien. Nos quedamos todo lo que pudimos, pero en Homs hay que hacer dos horas de fila para sacar agua de un pozo y la ciudad está tan en ruinas que uno camina por la calle y le caen pedazos de cemento de los edificios”.

Como la mayoría de los 150.000 refugiados que en este momento atraviesan la península balcánica, Salima y su familia tomaron un bote desde Turquía hacia una isla griega, en su caso Metileno, para luego alcanzar el continente en ferry y pasar por las dos fronteras de Macedonia. Una vez en Serbia, tras pasar algunas horas en el campo de Preševo, la travesía continúa hacia Belgrado. La idea es atravesar el país antes de que se venzan las 72 horas de permanencia en el país que les otorga un certificado emitido por las autoridades serbias.

Esos mismos papeles, junto a tiquetes de ferry y de tren y a las autorizaciones de tránsito por otros países, se encuentran rotos y arrugados al lado de la carrilera o en los cambuches en los que los refugiados pasan la noche luego de que la patrulla, sin previo aviso, avanza y bloquea el paso. Algunos dormirán esperando que los policías vuelvan a dejar pasar; otros intentarán abrirse camino por debajo de la alambrada instalada por las autoridades húngaras mientras se termina el famoso muro que deberá limitar el paso a los puntos oficiales de control de pasaportes. La reja no ofrece mayor resistencia, pero como hay luna llena, temen que los atrapen cuando tengan que correr hasta los maizales del otro lado de la frontera.

El último informe de las autoridades húngaras indica que 8.792 personas han sido detenidas por ingresar ilegalmente al país. Todos han sido conducidos a los mismos campamentos a los que llegan quienes han cruzado por los puntos de paso tolerados por las autoridades, pero la mayor preocupación de los refugiados, por la que evitan los pasos oficiales, es que les tomen las huellas digitales y les sea imposible obtener asilo político en otro país.

También a partir del registro de huellas se obtiene el promedio de 3.000 refugiados diarios cruzando la frontera. Por supuesto, el número no tiene en cuenta a quienes no lo hacen a través de los puntos ‘tolerados’ como el paso de Horgos. La triple alambrada que precede los trabajos de construcción del muro fronterizo apenas si deja el espacio para que el tren vuelva a pasar si algún día la circulación vuelve a abrirse, pero caminando apenas 200 metros hacia cualquiera de los lados es posible encontrar brechas abiertas por los refugiados que la Policía no da abasto para reparar.

Cuando varios de ellos, todos de la ciudad de El-Baya, dicen que han escuchado historias de malos tratos de la Policía húngara, ninguno nombra un incidente específico. Yassin, de 45 años, bromea al afirmar que de todas las maneras los “malos tratos” no serán como los de los “soldados del León”.

Se refiere a las tropas del presidente sirio Bashar-al Asad, pero menciona también que la ciudad lleva años siendo víctima de las incursiones de un grupo paramilitar llamado Shabeeha. “Shabeeha quiere decir ‘fantasmas’. Los llaman así porque matan en la noche y luego desaparecen”, dice Aliya, la única de los tres hijos de Yassin que sobrevivió a un cilindro cargado de explosivos que destruyó la casa de unos vecinos que visitaban.

“Antes por aquí no venía nadie. Ahora hasta estoy aprendiendo palabras de árabe porque ellos me llenan el bus”, dice Boris, conductor de la empresa Subotrans que pasa varias veces al día por Horgos en su ruta circular entre Subotica y Kanjiza, las dos ciudades a las que llegan los buses procedentes de Belgrado. Su opinión favorable de los nuevos visitantes de la región coincide con la mayoría de los locales, que cuando los ven atravesando los campos les obsequian manzanas, duraznos o las mazorcas que se preparan en las mismas hogueras que les sirven para procurarse calor durante la noche. De agua, chocolates y barras de cereal se aprovisionan en los supermercados de los pueblos que pasan.

“Pero no todo mundo es así de comprensivo”, dice la mesera de la pizzería Venezia frente al parque de Kanjiza. “Antes de que abrieran el campo, estaban aquí en el parque y alguien regó el chisme de que tenían enfermedades. No sé, ébola o algo así. Yo cambié los vasos pero mucha gente dejó de venir”.

Varias familias sirias comen tranquilamente sentadas en el local, en el que se han instalado extensiones multitoma para que todo el mundo pueda recargar sus teléfonos. También hay multitomas y wifi en el campamento abierto en las afueras del pueblo por la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. Allí cuentan también con un dispensario en el que los médicos serbios no rechazan la ayuda de los colegas sirios refugiados.

“El problema que tenemos es la comida. Como está llegando más gente, solo les dan a los niños y a las personas de más de 60 años. Yo tengo 55. Me toca comprar en el quiosco de la entrada, donde es caro y de mala calidad”, dice Said. Aunque hizo estudios de medicina, terminó dedicado al comercio. “En Alepo tenía dos supermercados. Vivía bien. Incluso pensaba que podía mandar a mi hijo a estudiar a Europa. Aún quiero eso, pero no me imaginé que lo iba a hacer de esta manera”.

Su hijo se llama Hamel, terminó un liceo técnico y ha aprendido palabras en alemán “Por si acaso. Pero si nos dejan instalar en otro país yo seguro soy capaz de aprender el idioma”, dice.

Las condiciones son diferentes en La Selva, un campamento de las afueras de Subotica, en el que desde hace cinco años se han instalado roms de Albania, kosovares y más recientemente refugiados pakistaníes y afganos que arman sus tiendas de campaña entre los matorrales cercanos a una ladrillera abandonada. No existe una regla oficial que lo diga, pero los afganos y pakistaníes prefieren dirigirse a los lugares donde se encuentran sus connacionales.

“Los sirios pueden pasar las fronteras más fácilmente. A los que venimos de países pobres, nos toca pagar cada vez y ya cuando llegamos acá no tenemos nada. Así que nos quedamos esperando a ver qué”, dice Mohamed, un afgano, mientras muestra los hongos que le cubren el torso y de los que espera curarse alternando horas de sol y baños en la ducha que la municipalidad instaló hace apenas un par de semanas.

“A pesar de todo, gracias a la nueva ola de inmigrantes, Europa comienza a admitir que hay un problema, las condiciones en La Selva han mejorado”, dice Tibor Varga, un pastor protestante que hace cuatro años trabaja con los inmigrantes de ese campamento. Antes ni siquiera podían ir a un supermercado porque tenían miedo de que la Policía los atrapara y en invierno pasaban varios días sin poder salir de sus carpas porque las temperaturas en el exterior eran insoportables.

“Yo prefiero estar aquí porque es más fácil que vengan los agentes, ellos no van a ir a Kanjiza, donde todo está vigilado”, dice Mohamed. Se refiere a los traficantes que por tarifas entre 500 y 1.000 euros “en función de la seguridad y la comodidad”, ofrecen llevar a los refugiados hasta Austria o incluso Alemania, evitando no solo la temida toma de las huellas dactilares en la frontera húngara, sino los controles de la Policía de carreteras. Mohamed asegura que a los ‘agentes’ se les puede pagar en varias cuotas y que en cualquier gran ciudad de la Unión tienen personas disponibles para cobrar las mensualidades. “Nos dijeron que la historia de los muertos en el camión era una mentira para desanimar a la gente. Yo creo que es verdad y me da miedo, pero si uno llega a la carretera y el carro que le tienen listo es un camión, qué se le va a hacer”, dice.

En la estación de buses de Belgrado el número de despachos hacia Kanjiza y Subotica se ha multiplicado por cinco en los últimos cinco días. No por eso es fácil partir. Si una semana antes se podía comprar un billete y partir de inmediato, ahora es necesario esperar hasta el día siguiente.

“No importa, mañana nos vemos”, dice Omar a la muchacha de la taquilla y le envía un beso con la mano. Ella responde con el mismo gesto. Luego el joven, originario de Artoz, cerca de Damasco, va a lavarse la cara con el agua de un carrotanque que la capital serbia ha instalado entre las carpas que se amontonan en el vecino parque Bristol y de ahí a comer una hamburguesa “mucho mejor que las de McDonald’s”.

Todas las mesas alrededor del quiosco de comidas rápidas están ocupadas por familias de refugiados. Es la hora del Salat-ul Maghrib, el rezo obligatorio del atardecer. Pero de todos los que ocupan el parque, solo dos hombres hacen la plegaria. A pesar de las penalidades que sufren, para estos musulmanes refugiados no es tiempo de rezar.