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100 días de una Casa Blanca nublada por Rusia

Carlos Arévalo, director del área de derecho internacional de la Universidad de la Sabana, analiza el impacto que ha tenido el Kremlin en el gobierno del magnate.

30 de abril de 2017
| Foto: SEMANA / AFP

La historia de los 100 primeros días de un presidente, como estándar para medir su gobernabilidad, tiene sus orígenes en el mandato de Franklin Delano Roosevelt, quien desde el 4 de marzo de 1933 –fecha en la que inició su primer periodo de cuatro- implementó una serie de medidas administrativas y promovió otras de naturaleza legal, que buscaban sacar a los Estados Unidos de la profunda crisis en la que se encontraba sumido como consecuencia de la Gran Depresión. Desde ese entonces, todos los Jefes de Estado que lo han seguido han tenido ese número de días como un referente para la calificación política y social de su mandato.

Ahora bien, la medida de los 100 primeros días, estadísticamente, no demuestra ser una referencia confiable. Muchos gobernantes que a la postre han resultado ser muy activos en el desarrollo de políticas hito para reformar el estado norteamericano, no han sido efectivos en los primeros 100 días de su gobierno. Tal fue el caso de Kennedy, Clinton o George W. Bush.

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El día 92 de su mandato, el presidente Trump afirmó que el mencionado estándar de los 100 primeros días era ridículo. Si bien como se dijo anteriormente, es verdad que no es un lapso que verdaderamente permita medir la efectividad de un gobierno, lo cierto es que la afirmación de Donald Trump es incoherente, pues fue él mismo, quien desde la campaña y en reiteradas ocasiones durante lo que lleva de su mandato, prometió cambios y medidas que reestructurarían al Estado y a la sociedad norteamericana, en el mismo término de 100 días que hoy rechaza.

Dentro del cúmulo caótico de medidas que se han adoptado en la era Trump, y que lo han mantenido en la portada de los principales medios de comunicación, algunos de los que más llaman la atención tienen que ver con la forma como las decisiones tomadas por la administración del magnate neoyorquino han impactado la escena global.

En materia internacional, como en muchas otras, el presidente norteamericano ha demostrado estar dispuesto a tomar decisiones viscerales, radicales e intempestivas. Así lo demuestra su insistencia en la construcción de un muro a lo largo de la frontera con México para impedir la llegada a los Estados Unidos de migrantes ilegales; la célebre Orden Ejecutiva 13769 del 27 de enero de 2017 que prohibía el ingreso de nacionales de Irán, Iraq, Libia, Somalia, Sudan, Siria y Yemen, países mayoritariamente musulmanes; la orden de bombardear el pasado 6 de abril bases aéreas del gobierno de Siria, desde donde se lanzaron ataques con armas químicas; y el lanzamiento una semana después en Afganistán de la bomba no nuclear más potente del arsenal norteamericano, en contra del Estado Islámico.

Dentro de poco, otras nuevas controversias surgirán como resultado de las ya anunciadas posiciones frente al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, o la constante tensión con Corea del Norte. Sin embargo, a pesar de la relevancia de varias de las decisiones antes reseñadas, ninguno de esos hechos ha captado tanto la atención de los estadounidenses como los vínculos del Gobierno de Donald Trump con Rusia.

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Se trata de una secuencia de escándalos por hechos que todavía no han terminado de ser aclarados, y que tienen como punto central la injerencia de autoridades y empresarios rusos en las elecciones presidenciales de 2016 para lograr un triunfo de Donald Trump, evidenciada en la conexión que muchos de los miembros de su campaña, quienes después pasaron a ocupar posiciones claves en su gobierno, tenían con representantes de Vladimir Putin.

La falta de claridad y honestidad en el tratamiento que se le ha dado a este tema, ha generado la salida de altos funcionarios del gabinete, el inicio de una investigación del FBI y de otras, en cuatro comisiones distintas del Congreso. Los vínculos de la Casa Blanca con el Kremlin, se posan sobre Washington, como una nube negra, que en cualquier momento podrá desatar fuertes vientos huracanados.

La falta de respuestas claras ha sido el común denominador de la forma como el gobierno norteamericano ha afrontado sus vínculos con Rusia. Primero fue Michael Flynn el Consejero de Seguridad Nacional, quien renunció el 13 de febrero de 2017, después de haber negado que sostuvo conversaciones con el Embajador ruso sobre las sanciones económicas impuestas por la administración Obama a ese país, como resultado de las acusaciones de haber interferido en las elecciones, cuando se demostró que sí las tuvo en varias oportunidades el 29 de diciembre de 2016. Para empeorar la situación de Flynn, recientemente se la acusó de no haber declarado en su reporte de seguridad, cuando asumió el cargo de Consejero presidencial, que años atrás había recibido pagos de entidades públicas rusas. Esta conducta, le podría significar hasta cinco años de prisión.

El segundo salpicado por esta serie de escándalos ha sido Jeff Sessions, Fiscal General de los Estados Unidos, quien, a pesar de haber afirmado durante las audiencias para su confirmación en el Congreso, que no veía ninguna razón por la cual se debiera declarar impedido para dirigir las investigaciones que adelanta el FBI, el pasado 2 de marzo decidió hacerlo, alegando que no podía conocer ningún asunto relacionado con las campañas presidenciales.

También se ha visto afectado el Partido Republicano, cuyos miembros presiden los Comités de Inteligencia de la Cámara y del Senado. Hasta la fecha, esos comités no han demostrado ser efectivos en el tratamiento de la situación, por lo que el 66% de los votantes en Estado Unidos consideran que las investigaciones sobre los vínculos del Gobierno con Rusia, deben ser adelantadas por una comisión independiente y bipartidista. Aunque la propuesta apoyada por los ciudadanos es buena, es muy probable que no vaya a ser implementada, ya que la aprobación de la mencionada comisión, necesitaría superar las mayorías republicanas en el Congreso, y la firma de Donald Trump.

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Por otra parte, posiblemente buscando demostrar su independencia de Putin, el Presidente Trump ha tomado recientemente dos decisiones que los opositores a su gobierno pueden considerar como cortinas de humo, pero que para muchos, no es otra cosa que una fuente de incertidumbre, frente a un líder que en política exterior es errático. La primera medida, fue atacar la base aérea del gobierno sirio, hecho, no solo que contraría el principio de prohibición del uso de la fuerza del derecho internacional, sino que se opone diametralmente a los intereses rusos. Esa situación, regresa las tensiones a la relación Estados Unidos – Rusia, cuando se esperaba mayor colaboración o por lo menos un trato más cercano entre las dos potencias.

El segundo hecho, fue la respuesta negativa de la administración, a la solicitud de permiso de ExxonMobil para exceptuarse de la prohibición impuesta por el Gobierno de Obama en 2014 (como consecuencia de las actividades de Rusia en Crimea) que impiden a empresas norteamericanas realizar actividades comerciales en Rusia. Dos hechos que no permiten saber hacia dónde quiere llevar Donald Trump sus relaciones con el Kremlin.

La falta de transparencia en la forma como el actual gobierno norteamericano ha afrontado los cuestionamientos sobre su relación con Rusia, y los mensajes erráticos, según los cuales, unas veces Putin es su mejor amigo, y otras pareciera querer volver a épocas de la guerra fría, es un fiel reflejo de lo que hoy es la política exterior de los Estados Unidos: impredecible.