RUSIA

El zarpazo del oso

La desafiante invasión a Georgia marcó el retorno definitivo de Rusia como potencia internacional.

13 de diciembre de 2008
Rusia desplegó toda su artillería en 2008, desde tanques en Georgia hasta buques nucleares en aguas venezolanas, como el Pedro el Grande. Sus aviones militares volaron sobre la Plaza Roja de Moscú

El estruendo del convoy de tanques, tropas y aviones rusos que en agosto penetró la región de Osetia del Sur todavía hoy resuena con fuerza. El ataque feroz del país más grande del mundo, que desde hace varios años intenta recuperarse del letargo que siguió al final de la Guerra Fría, fue mucho más que la defensa de una pequeña región separatista de Georgia. Como analizó Stratfor, una publicación estadounidense sobre inteligencia geopolítica, "la guerra en Georgia marcó el regreso público de Rusia con un estatus de gran potencia".

El retorno fue muy a su estilo, con un tono desafiante en el que no importaron las incriminaciones de Occidente, ni las muertes de civiles en Georgia, ni la tranquilidad en una región inestable por naturaleza. Bajo el mando de Vladimir Putin, el hombre fuerte que a principios de año cedió nominalmente el poder a Dimitri Medvedev, Moscú cumplió con su objetivo de demostrarle al mundo que está dispuesto a todo, incluso a ir a la guerra, para hacer valer su nuevo lugar geopolítico.

Por eso, la disputa entre Rusia y Georgia fue mucho más que un conflicto regional y terminó pareciéndose a un nuevo juego de estrategia entre las antiguas potencias de la Guerra Fría. Moscú había estado esperando por meses esa oportunidad. Se sentía defraudado por la presencia amenazante del gobierno de George W. Bush en su vecindario. Para los rusos, Putin le había dado la mano a Washington en la guerra contra el Terrorismo, pero no recibió a cambio el apoyo norteamericano en otros temas, como la independencia de Kosovo, a la que Rusia se opuso con vehemencia.

Ese nuevo panorama geopolítico tiene otro factor determinante: el escudo antimisiles que Estados Unidos planea instalar en Polonia y República Checa y que el Kremlin considera una afrenta directa de Washington y un problema para su propia seguridad. Y si a eso se añade que el gobierno ucraniano de Viktor Yushchenko puso a disposición de Estados Unidos y Europa su propio sistema de detección de misiles y reiteró sus intenciones de ingresar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan), entonces se entiende la preocupación rusa por la penetración norteamericana en su área de influencia histórica.

Pero las fuerzas rusas, al aplastar la débil resistencia georgiana, enviaron un mensaje que debe estar resonando en todos los países de su órbita que ahora coquetean con Occidente. Pues a pesar de su retórica, Estados Unidos nada pudo hacer para evitar que el oso ruso rugiera con fuerza. El Kremlin jugó sus cartas, aprovechando la debilidad relativa de unas Fuerzas Armadas norteamericanas maniatadas en Irak y Afganistán y, por lo visto, se salió con la suya.

En América Latina

Más allá de ese 'círculo vital' que componen sus vecinos, otro frente también llamó la atención de Moscú. En 2008 desembarcó con fuerza en América Latina una muestra de que el gigante euroasiático también puede jugar en el patio trasero de Estados Unidos, así como Washington lo hace en el Cáucaso.

Rusia fomentó una alianza con Argentina para el uso pacífico de energía nuclear; firmó nueve acuerdos con Perú, entre ellos uno para construir un taller de mantenimiento y reparación de helicópteros rusos en ese país, y se reunió con Brasil. En un mundo globalizado, Rusia no se ha quedado atrás en forjar alianzas comerciales.

No obstante, en 2008 hubo otros acercamientos mucho más simbólicos en el actual panorama geopolítico. No es coincidencia que en momentos de tensión con Estados Unidos, Moscú haya promovido recomponer las relaciones con Cuba, un aliado histórico de la era soviética que se había alejado en los últimos años. Un ejemplo claro fue la apertura de una iglesia ortodoxa en La Habana, y la foto de Fidel Castro, el convaleciente líder cubano, con Kiril Gundajaev, del Patriarcado de Moscú.

Además, cerró el mes de noviembre en la Venezuela de Hugo Chávez, el antiimperialista más reconocido de la región. La reunión entre esos dos países es diciente, pues se produjo justo cuando tanto Moscú como Caracas están sufriendo por el desplome en los precios del crudo y en un año en que Chávez se esforzó particularmente por acercarse al Kremlin. Sus tres viajes en 12 meses son prueba de ese interés, que fue retribuido por Rusia con el arribo de una flota al Caribe venezolano, comandada por el imponente buque nuclear Pedro el Grande, para hacer ejercicios navales conjuntos con la Armada de ese país suramericano.

Pero esa no fue la única razón. Varios analistas coincidieron en que el envío de Pedro el Grande fue una respuesta de Rusia a la incursión naval de Estados Unidos en Georgia que siguió a la guerra de agosto. Porque en últimas, todos los episodios importantes de Rusia en 2008 estuvieron marcados por ese nuevo interés. Por eso, la presencia de la flotilla en aguas del Caribe se puede interpretar como un símbolo de la nueva Rusia, un país capaz de todo, desde enviar buques nucleares al otro lado del mundo e invadir sin piedad a sus vecinos, para ratificar que está de vuelta como potencia internacional.

Nada de ello significa, sin embargo, que el mundo haya regresado a la Guerra Fría. Rusia, al fin y al cabo, depende en forma muy importante de los precios del petróleo, y las diferencias ideológicas con Estados Unidos, que justificaban por sí solas una confrontación, han desaparecido, y los intereses de negocios entre Moscú y Washington son cada vez mayores. Lo que más bien se consolida, con el arranque de nacionalismo que atraviesa al país más grande del mundo, es su mensaje de que la era del mediocre Boris Yeltsin ha terminado y que los rusos no quieren seguir siendo tratados como un país de segunda, como los derrotados de la Guerra Fría. Lejos de eso, quieren volver a ser el Imperio que fueron, con las virtudes y los defectos que eso trae consigo.